La conversación telefónica de Putin con Cristina, agradeciendo el apoyo argentino a la posición rusa sobre Crimea, marca un nuevo capítulo de las relaciones especiales entre nuestros dos países en los últimos 150 años. La alusión presidencial a la analogía de Malvinas y el referéndum de 2013, más cierta coincidencia, básica, por cierto, respecto a la multipolaridad mundial, parecen convertirse en signos inequívocos de un vínculo que debiera consolidarse, a pesar de las distancias culturales entre la Federación Rusa y la República Argentina. Sin embargo, la relevancia de las cuestiones merece una lectura más detallada y menos ingenua, para evitar errores del pasado, cuando se tejieron expectativas desmedidas y pobres resultados de política exterior.
En los últimos días, los argentinos recordamos que existe la Península de Crimea en el mapa mundial, pero llamativamente ese lugar con nombres históricamente ricos como Sebastópol y Yalta que suponíamos formaban parte de la inmensa tierra rusa no lo era. Era ucraniana. El proceso de disgregación soviética de 1991-1992, que aquí se vivió como un “triunfo occidental”, nos hizo perder de vista que la Península había pasado a formar parte de la República ucraniana, ya mucho antes, en tiempos del desestalinizador Khruschov, quien en una sesión secreta del Presidium soviético, con varios miembros del cuerpo colegiado, ausentes, virtualmente les donó a los ucranianos, entonces integrantes de la URSS, aquella tierra de sentimientos especiales para tártaros y rusos.
Pero Crimea, en una magnitud algo mayor a Ucrania, de la que se puede dudar -y mucho- acerca de su estatalidad, porque prácticamente toda su historia vivió bajo dominio de otros (lituanos, polacos, rusos, turcos otomanos), tiene un enorme significado para los rusos, habituados a ser Imperio -y no Estado-, que viven intensamente su territorialidad (la más grande del mundo) y perciben con dramatismo, como pocos pueblos, su expansión o pérdida.
Durante siglos, sobre todo, en los tiempos antiguos, Crimea fue escenario de intensas pujas por su dominación, por parte del Gran Ducado de Lituania, la Confederación polaca-lituana, el khanato tártaro y Moscovia. Durante la modernidad, los Imperios Turco-Otomano, los Habsburgo y los Romanov, se disputaron su control. Finalmente, conquistada por los ejércitos rusos de Catalina La Grande a los turcos en el tramo final del siglo XVIII, estuvo bajo dominio imperial ruso, en los últimos dos siglos, aunque ni la historiografía zarista ni la bolchevique jamás presentaron a Crimea, como una unidad nacional homogénea.
Los tártaros reivindicaron el nombre de “Crimea” aunque con autonomía, tras la Revolución de Octubre, pero esto no fue bien recibido por el Comité Central del Partido Comunista de Moscú y ya en los años treinta, un 20 % de tártaros sobre una población de 200.000, fueron deportados a Siberia. El resto tampoco pudo evitar la nueva deportación de 1944, esta vez a las repúblicas centroasiáticas. Como se dijo anteriormente, Khruschov, revirtió estas políticas, transfirió Crimea a la República Socialista Soviética de Ucrania en 1954 y favoreció el regreso de los tártaros, pero esta vez, éstos tuvieron que convivir con los nuevos habitantes, ruso-parlantes y ucranianos. En ocasión del fin de la URSS, Crimea siguió siendo parte de Ucrania, no obstante el status especial negociado de la Flota rusa del Mar Negro, estacionada con más de 20.000 marinos rusos, en el legendario -para los sentimientos de Moscú- puerto de Sebastopol.
Los mencionados y la obsesión por el acceso a los mares cálidos; la Guerra de Crimea en el siglo XIX y el mito de Sebastópol, fueron marcando uno tras otro, hitos en la historia rusa, que se repiten por generaciones. Si bien, Yeltsin reconoció la independencia ucraniana, y con ella, la de la propia península, tanto Bielorrusia, Ucrania como Crimea, para gran franja de la elite imperialista y civilizacionista rusa (parlamentarios, líderes opositores, algunos oficialistas, intelectuales, militares), integran el corazón o núcleo cultural ruso-eslavo, al estilo de Hawaii o Puerto Rico -y por qué no, Canadá-, para Estados Unidos de América.
Esto explica por qué uno de los efectos (no deseados) de la caída del ex presidente ucraniano Yanukovich, fue la reacción adversa del Parlamento crimeo, el posterior referéndum y el triunfo separatista, pidiendo el regreso a la dependencia rusa. En términos objetivos, habiendo allí, más de la mitad de habitantes ruso-parlantes, cabe recordar que desde los años noventa, habían fracasado políticamente, los movimientos separatistas en la región. Pero la extrema radicalización del Euromaidan, en términos nacionalistas ucranianos antirrusos, superando la inacción europea, más el “laissez-faire” alentado desde Rusia, que pudo ver así, plasmada su revancha por la disgregación de la ex hermana eslava, Yugoslavia, favorecida por la OTAN en los noventa, condujeron a la dinámica separatista.
Lo descrito, no hace más que “poner en blanco sobre negro”, entonces, las semejanzas (pocas o ninguna) y diferencias (muchísimas) con el caso malvinense, territorio, donde, debido a la Guerra de Malvinas, de ningún modo, los isleños, quieren volver a la soberanía argentina, sino que les seducen a futuro, dos opciones: en el corto plazo, la soberanía británica y en el largo, por qué no, la independencia total.
En cambio, si, la cuestión pasa por juzgar el comportamiento de las grandes potencias respecto a sus dobles estándares, es decir, por qué en ciertos casos, los movimientos separatistas son bien apreciados y por qué, en otros, no lo son, habría que repasar mucho la historia mundial, para verificar que ésa ha sido la conducta de casi todos los Estados modernos, en el orden internacional.
Rusia, quien se ha comportado como un Imperio realista durante buena parte de su historia, excepto el brevísimo interregno de 1992-1993 (período Yeltsin-Kozyrev), lo sabe mejor que nadie y supo actuar así durante la propia Guerra de Crimea en el siglo XIX, cuando a través del Canciller Gorchakov, aceptó la derrota militar frente a las grandes potencias y luego, recuperó esa tierra, por vía diplomática. Tal vez, ése debiera ser el capítulo de la historia que nuestro gobernantes y políticos en general, ojalá leyeran y estudiasen con mayor enjundia, en lugar de dejarse atrapar por la coyuntura vertiginosa pero tantas veces, productora de mayor confusión.