Los acontecimientos en este mundo en transición, donde no alcanza a vislumbrarse lo enteramente nuevo y tampoco se aleja lo viejo, es decir, donde lo actual es, en realidad, efecto —y no retorno— de aquella Guerra Fría que nos dejó hace 24 años, son vertiginosos. Pocas horas después de una histórica 70.ª Asamblea de la ONU, por su inusual desfile de primeros mandatarios de las potencias y el regreso de otros que hacía tiempo no aparecían por Nueva York, con un trasfondo de gestos y acuerdos mutuos, el ruido de las bombas y los misiles volvió a estallar en Medio Oriente. Los modernos Sukhoi rusos volvieron a bombardear como no lo hacían desde la invasión soviética a Afganistán o, más recientemente, en Georgia 2008. Para muchos, es el retorno del viejo enfrentamiento, pero, una vez más, se equivocan. El contexto, los actores, pero también los intereses, son absolutamente diferentes.
Desde la crisis ucraniana, tras la hora y media que demandó la reunión Vladimir Putin-Barack Obama, por fin, Estados Unidos admitió que no puede ser un llanero solitario en el mundo actual y que Rusia, al igual que antes y después de los atentados del 2001, puede brindar una decisiva ayuda con el fin de reordenar lo desordenado por Washington mismo, tanto con sus “neocons” y “unipolaristas” en la gestión Bush (hijo) como por los “neoidealistas” del propio Obama, tras la Primavera Árabe de 2011. De todos modos, tal reconocimiento no implica unanimidad de criterios en relación con la crisis siria, sus causales y su desenlace, sino, por el contrario, un mero impasse. Continuar leyendo