Desde las elecciones presidenciales de diciembre de 1989, en las que participé como observador de la Fundación Libertad de Rosario, viajo a Chile con frecuencia: como turista en los veranos de 1991, 1992 y 1993; como residente y alumno postuniversitario en todo 1995; como becario en 2003 y 2009, nuevamente como turista en 2012. El cambio visual en 24 años es notorio. Infraestructura, con modernas autopistas y túneles construidos en plena montaña, puertos y trenes que funcionan, metro santiaguino modernísimo y puntual; edificios inteligentes, torres de primer mundo como el Costanera Center; ciudades descentralizadas con barrios antiguos reciclados y comunas ricas y prósperas; malls y centros de consumo gigantescos; parques, plazas y playas bien cuidadas en las que se invierte permanentemente.
Al lado de ese incesante progreso físico, se advierte la mejora en la calidad de vida de los chilenos. Desde su vestimenta, pasando por la mejora de su vocabulario, el nivel educativo o la calidad de la vivienda y hasta su propia alimentación, más diversa y hasta sofisticada, ni hablar del parque automotor importado, todo ello refleja el retroceso de una sociedad otrora pueblerina, conservadora y dividida en dos clases sociales muy enfrentadas a ésta, moderna, genuinamente capitalista, con una clase media en expansión y hasta más alta -en efecto, la talla de los chilenos aumentó en promedio respecto a las generaciones anteriores-. Así, el gobierno del empresario Piñera deja a Chile en el umbral del desarrollo, tras una larga continuidad política y económica, que incluye a los gobiernos de la Concertación.