La inestabilidad egipcia se resiste a desaparecer. Febrero de 2014, la fecha estipulada para el test electoral refundacional, asoma muy lejana. A dos años y medio de la caída del dictador Hosni Mubarak, el “oasis democrático” de la Hermandad Musulmana (HM) en el poder, a cargo del electo -con el 51 % de votos pero el 48 % de ausentismo- Mohamed Morsi, se vio interrumpido por nuevas y masivas revueltas, la “intervención” del Ejército -el más poderoso de África- y recientemente, las fracturas tanto en el nuevo gobierno provisional como en su flamante oposición, que se debate en el dilema de la institucionalidad o la guerra civil. Mientras tanto, Occidente, atrás de los acontecimientos, discute tecnicismos del carácter de si es o no un “golpe” el perpetrado contra Morsi -éste, paradójicamente apoyado en su momento, por un culposo Obama-.
Ciertamente, la coalición del Frente de Salvación Nacional (FSN) y el “Tamarod” (“Rebélate”) -engendrado del Kefaya (“Suficiente”) anti-Mubarak en 2004, se inserta en la lógica de las “revoluciones blancas”, postelectorales, pacíficas, convocadas a través de las redes sociales, donde las clases medias urbanas y educadas, exigen, demandan, reclaman de manera muy diversa ante regímenes semiautoritarios, corruptos y fundamentalistas, que no logran mutar su legitimidad de origen en una similar de ejercicio. El sueño de Kant y Tocqueville de más democracia universal está presente allí, a pesar de las enormes diferencias culturales entre Kiev, Estambul, Brasilia, Tbilisi, Buenos Aires, Moscú y demás ciudades que vieron a lo largo de las dos últimas décadas semejantes espectáculos callejeros.