Hace poco menos de un año, al regresar de un intenso viaje por Israel y Palestina, escribí que veía imposible el que ambos países pudieran llegar a un acuerdo de paz. Y desgraciadamente no me equivoqué. En aquel momento, recién se iniciaban las negociaciones encausadas por el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, quien parecía ser el único que podía lograr semejante hazaña debido a su buena relación personal tanto con el premier israelí, Benjamín Netanyahu, como con Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina.
Se fijó un período de nueve meses para negociar, que llegó a su fin de la peor manera. Israel no cumplió en liberar en tiempo y forma a presos palestinos como habían acordado; Abbas, en represalia, decidió como primera medida adherirse a convenios internacionales, transgrediendo así una prohibición que tenía, al menos durante el tiempo que duraran las negociaciones. Pocos días después fue aun más allá, desafiando todo lo imaginable y sellando un acuerdo de unificación con Hamas, grupo que gobierna la Franja de Gaza y que es considerado un grupo terrorista enemigo acérrimo de Israel. Más tarde llegó el secuestro de los tres jóvenes israelíes con su trágico y brutal final en manos palestinas de Hamas. Esto fue el principio del final de tiempos de relativa calma para los habitantes de ambos lares. Inmediatamente llegaría la venganza, con la muerte de otro joven inocente, esta vez palestino, en manos de israelíes.
Aquel agosto del 2013, estando en Jerusalén, escuché a un ex alto mando de los servicios secretos israelíes decir que todas las conversaciones de paz pendían de un hilo, ya que bastaría con que Hamas tirara un misil para que las mismas concluyeran precipitadamente. Y lo temido sucedió, aunque no fue un misil. En tanto el odio, la sinrazón y violencia de quienes lideran Gaza no cese y sean finalmente dominados por los moderados de Fatah, que sí quieren la paz junto con los miles de civiles palestinos que están cansados de morir inútilmente, esto será un camino sin fin. Palestina necesita paz para poder empezar a crecer económicamente, recibir ayuda y sacar así a su pueblo de la miseria en la que se encuentra inmersa. Israel, por el contrario, es un vergel, con una economía pujante y un poderoso ejército. Pero aún así, una guerra no favorece a nadie, sólo trae muertes y destrucción.
Es increíble pensar que tanto odio rodea a Tierra Santa, un lugar tan sagrado y venerado por las distintas religiones como habitantes del mundo. Si en Jerusalén conviven pacíficamente musulmanes, judíos , cristianos y ortodoxos, ¿por qué fuera de sus muros tiene que correr tanta sangre? Seguramente muchos de los llantos que se escuchan al acercarse al Muro de los Lamentos y que conmueven hasta lo más profundo del alma tengan que ver con esto, con pérdidas de seres queridos de la forma más inútil.
Se sabe como comenzó, no cuándo ni cómo acabará. Algunos temen que se produzca una tercera Intifada, lo cual sería no sólo una tragedia por las muertes que traería, sino también porque mostraría al mundo entero la incapacidad de los organismos internacionales -que fueron creados después de dos grandes guerras con esta finalidad- para evitar conflictos de esta escala. Evidentemente, hay algo -o mucho- que las Naciones Unidas no está haciendo bien. Sería bueno revisar su estructura, modernizarla y adecuarla a los nuevos tiempos y desafíos. Ya es hora de hacerlo y corregir su mal funcionamiento.
Mientras tanto, en Siria, la guerra continúa. Ya lleva tres años y un saldo de 170 mil vidas. Esto es el equivalente a 155 muertes por día de manera constante. Como premio, y en unas elecciones poco transparentes, Bashar al-Assad nuevamente ganó y va por más. Entregó las armas químicas -según lo acordado en Ginebra- y las mismas están siendo destruidas en alta mar por rusos y norteamericanos. La pregunta del millón es si las habrá entregado todas o tendrá más escondidas. ¿Quién monitorea eso? ¿Serán los mismos que dijeron que en Irak había armas de destrucción masiva? Assad tuvo el tiempo suficiente para esconder parte de ellas -o hasta quizás pasárselas a su aliado Irán para que las tenga en custodia.
El EIIS, Estado Islámico de Irak y Siria, quienes comenzaron peleando contra Al Assad junto a los rebeldes y Al Qaeda, hoy han tomado fuerza propia y pelean su propia guerra en Irak. Se proponen avanzar y recomponer lo que alguna vez fuera el Imperio Otomano y convertirlo en un Califato Islámico, locura sin fin de un grupo armado hasta los dientes que no conoce límites y actúa con total brutalidad, como si vivieran en tiempos medievales. Ya no se trata de sunitas y chiítas sino de un grupo de fundamentalistas islámicos que hacen avergonzar al propio islamismo y que interpretan el Corán según les plazca.
Misiles vuelan de un lado a otro a modo de fuegos artificiales y poblaciones tienen que someterse y acostumbrarse a ello, viendo morir a sus jóvenes por culpa de un grupo de enajenados y algunos líderes que no están a la altura de las circunstancias. Irán, frente a todo este desborde regional, pasó a un segundo plano. Rohani seguramente sacará provecho de la situación, y seguirá jugando con su buena voluntad y diplomacia mientras el enriquecimiento de uranio sigue su curso.
Una región que vive en el pasado y el odio, guerrera por naturaleza, donde pareciera ser que el conflicto y la violencia no pueden ser reemplazados por la cordura y el sentido de la vida. Habrá que esperar muchos años más para que las nuevas generaciones, por haber nacido y sufrido las guerras, finalmente anhelen tanto la paz que trabajen incansablemente para obtenerla.