El 4 de febrero pasado fui a un shopping de la Ciudad de Buenos Aires y noté que en el interior la temperatura era más alta que en otras oportunidades. Consulté la razón y me informaron que la refrigeración había sido modificada a 24º C a partir del primer día del mes. En ese momento recordé la actualización de las tarifas de electricidad.
Nadie de buena fe puede suponer que la reducción de los subsidios a diversos servicios públicos constituyen una medida agradable para cualquier gobierno, ni que la autoridades hayan ignorado que los aumentos generarían malestar y sufrimientos, pero la realidad del sistema que se sostuvo por tantos años no sólo disfrazaba un problema en la factura que recibían las familias, sino que impulsaba un consumo irresponsable cuyo costo se distribuía entre ricos y pobres sin que estos últimos recibieran nada a cambio.
Ese sistema, perverso por donde se lo analice, llevó no sólo a un derroche de los recursos y una inequitativa forma de pagarlos, sino a la falta de energía en los momentos más necesarios y para las actividades más sensibles. Esto ha alcanzado una distorsión tan grave que el Gobierno Nacional tuvo que realizar un aumento en los precios de la electricidad para cubrir aunque más no sea una parte del costo de la generación y transporte del servicio, contemplando la situación de las familias de menores recursos con una “tarifa social” que atenuara el impacto de las desagradables pero impostergables decisiones.
Durante las gestiones anteriores se escondió la realidad. Las campañas que recomendaban mantener la refrigeración en no menos de 24º no tenían efecto porque el único incentivo que lleva al cuidado de un recurso tan sensible como la energía eléctrica (también el gas, los combustibles en general y el agua) es que cada uno pague conforme a lo que consume, ya que la diferencia entre el costo de generación y transporte de energía la pagamos entre todos de un modo u otro, ya sea al abonar la factura de cada uno o a través del injusto e indiscriminado “precio” de la inflación que golpea en cada compra. En esta materia es bueno recordar que el Gobierno recibió un déficit de más de siete puntos del PBI.
El problema de las tarifas eléctricas absurdamente bajas —por señalar uno de los servicios— no termina cuando se disfruta de la climatización artificial que brinda un aire acondicionado, sino que se proyecta a otras áreas sobre la que todos decimos estar preocupados: los costos en términos de la contaminación que produce la generación de energía. Durante la crisis en el suministro eléctrico que soportamos por años en verano, hemos visto proliferar generadores de energía eléctrica tanto privados como instalados por las autoridades, sin que se considere la ineficiencia que esos equipos implican. Esto se suma a la falta de inversión en energías alternativas más limpias y amigables con el ambiente, algo que está en las prioridades que se fijó la actual Administración y que se encuentra en pleno proceso de desarrollo por la vía de la inversión tanto pública como privada.
Este aspecto no tan considerado por los ciudadanos es de una enorme relevancia porque las usinas, tanto móviles como varias de las centrales, trabajan con combustibles fósiles —muchas veces de pésima calidad como el que se importaba de Venezuela— que producen una gravísima polución. Conductas como dejar una lámpara encendida, utilizar el acondicionador a temperaturas innecesarias y/o adquirir electrodomésticos ineficientes, entre muchas costumbres que las políticas públicas de todos los gobiernos serios tratan de modificar, afectan no sólo nuestro presente, sino que hipotecan el futuro de nuestros hijos.
Tarifas, recursos de los más humildes utilizados por sectores de ingresos medios y altos y el cuidado del ambiente es parte de un mismo problema que se agrava por no pagar lo que corresponde, por eso es bueno que reflexionemos al respecto.