La política nos reclama

El que esté harto que levante la mano. El que esté desganado, también. El que crea que la política hace años se volvió una calesita, el que se aburre de leer los mismos comentarios sobre los mismos temas de parte los mismos opinólogos; los que sean capaces de adelantar lo que van a decir la mayoría de los entrevistados en la televisión porque descubrieron hace rato que se trata de paupérrimas escenificaciones protagonizadas por un puñado de abonados que se plagian a sí mismos; que levanten la mano aquellos a quienes les cuesta más cada año renovar expectativas de cambio; los que dejaron de leer los diarios con avidez y solo los hojean porque están seguros de no sorprenderse con nada bueno; los que miran la realidad y fruncen la nariz, y la calificarían de menos de lo mismo; los que votan más porque es obligatorio que porque es un derecho; los que reconocen enseguida las frases hechas, los lugares comunes de la política y las expresiones de deseo que suelen ir siempre en dirección contraria a la realidad; y también levanten la mano los que tienen miedo a la delincuencia y al futuro, porque ambos lucen desmadrados; los que creen que nadie toma decisiones, y que si nadie se anima ni asume riesgos las cosas no cambian más que para peor.

Esta nota va dirigida a todos ellos; a los que sienten que la mediocridad de los funcionarios públicos no los representa, como no los representan las opciones exhibidas en la góndola de los partidos. Esta nota va dirigida a los que trabajan con seriedad, a los que estudian con ahínco, a los cumplidores, a los que tienen palabra, a los decentes, a los que madrugan, a los que pagan sus cuentas y a los que tienen por costumbre decir la verdad, que son millones. El mensaje para esos disconformes es que no son pocos y que está muy bien que no se sientan representados por los políticos de la calesita, porque esos se representan entre ellos pero no a nosotros. Y está muy bien que rechacen a la casta empresaria argentina que hace negocios con los de la calesita y que con sus dineros, dudosamente multiplicados, sostienen a los peores en los lugares de decisión. No puede haber nunca entendimiento con ellos porque somos líneas paralelas. No van a cruzarse ni a coincidir nunca. En nada. Por suerte.

La grieta social que el kirchnerismo produjo existe pero debería haber sido entre esos agentes de perdición y los demás. Pero no. La grieta K es una grieta perversa; es entre los que están con ellos y los que no pero tan perversa es que nadie puede delimitar con precisión por dónde va la línea divisoria; quiénes más, además de ellos, son “ellos” también. Mientras tanto, destruyen. Unos por acción, otros por omisión. Los tres poderes del Estado están en jaque: el Ejecutivo, con una Presidente acusada desde usurpar un título universitario a ser propietaria de dineros mal habidos; el Legislativo, por sesionar poco y nada y bailar al compás de los caprichos de Cristina Kirchner, una conducta vergonzosa que deberá estudiarse en el futuro como la complicidad de los representantes del pueblo en la destrucción de las instituciones; y el Judicial, por estos días se ve claramente, como un poder que ejerce muy cada tanto su imprescindible independencia, con escasas dosis de coraje y que viene convalidando, salvo honrosas y aisladas excepciones, el latrocinio.

¿Qué persona de bien puede sentirse representada por alguno de estos modelos? Bienvenidos los hartos porque las medias tintas, los “y, bueno, los argentinos siempre fuimos así” nos trajeron hasta acá. La cuestión es qué se hace con la desazón. Salir a la calle está probado que no sirvió. Cuando un régimen se instala la opinión de los ciudadanos pasa a ser intrascendente. Cuba es un caso testigo y, para los que pensamos que aquello es un extremo que se pudo convalidar hace medio siglo pero que hoy sería inviable, Venezuela es el aquí y ahora. Al régimen no le importan las marchas y esas demostraciones masivas no perjudican al Gobierno; las pruebas están a la vista.

En lo personal, 2014 cerró con la iniciativa de formar un foro que fomentara el ejercicio de la buena justicia. Y así nació “Usina de Justicia”. Mentes notables y profesionales prestigiosos se reunieron a pensar el tema. Mi aporte a la reflexión fue preguntar por qué esas neuronas estaban concentradas allí y no participando de las mesas de decisión. Y porque la política se cambia desde adentro agregué: “La política nos trajo hasta acá, la política nos tendrá de sacar”. Hace algunos años, en una esclarecedora charla con Alvaro Vargas Llosa, me dijo que en “nuestros” países, en referencia a Perú y Argentina, es imprescindible que la gente decente, preparada y bienintencionada se involucre con la cosa pública porque de otro modo dejamos el Estado para que lo colonicen los peores.

Esa frase parece una foto de nuestra realidad.  Ya que los hemos dejado va a ser muy arduo desalojarlos. Se trata de personas que llegaron en colectivo a esos escritorios y que ahora se movilizan en aviones privados propios. Van a pelearla como se empieza a ver. Ojo que la bochornosa movida que hizo la Procuradora Gils Carbó para garantizar la impunidad del kirchnerismo, la interna que anuncia batalla campal en el PRO por la sucesión en la Capital o el auto-descuartizamiento de UNEN son solo la punta del iceberg. Pero hay que celebrar que sucedan porque así como la política se cambia desde la política, según dice Carlos Montaner (que algo de dictaduras conoce) los sistemas políticos autoritarios se caen desde adentro. Y agrega: “Solo desde adentro”.

Vaya esta reflexión para los que aún sugieren marchas y otras expresiones aisladas para cambiar el estado de cosas. Claro que no gustan. A Maduro le molesta ver a millones de personas en la calle pero, a diferencia nuestra, los venezolanos están dispuestos a ir a la cárcel y hasta a morir por la causa de la libertad. Cómo será que molesta a los burócratas la sola visión de individuos manifestándose pacíficamente que el kirchnerismo y el macrismo quieren judicializar esa acción. De uno se entiende. Del otro, cuyos dirigentes suelen viajar a Caracas para acompañar a los manifestantes, es inexplicable que quieran que eso que apoyan allá, sea delito acá. El kirchnerismo permitió y alentó la toma del espacio público durante una década porque jaqueaba a un amplio sector de la población que retrocedía con temor lógico ante esos forajidos con la cara tapada y palos en la mano. Pero el macrismo se acordó diez años tarde de pedir que eso fuera considerado fuera delito.

La corporación política tiene esos pliegues y complicidades que dejan afuera al ciudadano de a pie. De vuelta: por suerte. Por eso casi ninguna de esas fuerzas políticas hace internas, y se eligen a dedo entre ellos. Porque son estructuras poderosas donde se premian cualidades distintas a las que exaltaría el votante común. ¿No será suficiente lo que nos han limado nuestra calidad de vida, nuestras instituciones, nuestro futuro y nuestro presente? ¿No será tiempo de complicarles la vida a ellos, de decirles “basta” y de tomar sus puestos? La política nos reclama. Este es un llamado de aquí y ahora. Como dice Machado: “Ahora es el tiempo de cumplir las promesas que nos hicimos. Porque ayer no lo hicimos. Porque mañana es tarde”. Ahora.

La decadencia argentina

La decadencia es una involución progresiva pero lenta. Por eso no puede pretenderse que el ciudadano de a pie reaccione a sus señales. La gente vive. Y, en países del Tercer Mundo como el nuestro, apenas sobrevive, agobiada con el día a día. Eso es más que suficiente. El stress que significa la imposibilidad de proyectar consume todas las energías. Cuando se transcurre de ese modo, se teme por el presente inseguro y el futuro inmediato, siempre indescifrable; como la tendencia general de la curva es siempre descendente, pedir a quienes ruedan sobre ese plano inclinado una mirada de largo plazo es por completo un exceso.

Son las dirigencias las que cargan con esas ansiedades en otras latitudes. Y los intelectuales. Se trata de un simple reparto de roles. En esos países donde no se discursea populismo, las universidades suelen dedicar cerebros y fondos a observar el rumbo que llevan las sociedades, a preocuparse por la orientación y los objetivos de conjunto, y son quienes intervienen tempranamente para evitar errores y desviaciones. Ellos alertan, alzan la voz y advierten sobre los posibles escenarios futuros.

El problema de la Argentina es que tiene una clase dirigente de bajísima categoría intelectual y menor catadura moral. Los políticos y los empresarios están dedicados a hacer su juego aquí y ahora, y en ese apuro no solamente descuidan el largo plazo sino que dañan inclusive el presente.

Nuestros intelectuales merecen un párrafo aparte. La Argentina en ese plano tiene una carencia de singular magnitud. Hace décadas que el sistema educativo está orientado a no promover el pensamiento crítico, de modo que es lógica la falta de intelectuales actual. Siempre hay por ahí un lote de mercenarios que balbucean obviedades al calor de la caridad contratista oficial. Los tuvo cada administración de los últimos años, pero esos obsecuentes de turno no deben ser confundidos con gente que piensa. Solo gente que no piensa puede aplaudir hasta los errores de un Gobierno, cuando está claro que la función universal de los intelectuales es, por el contrario, la disconformidad.

La educación argentina no prepara jóvenes para el ejercicio de la libertad y el empresariado solo contrata profesionales que respondan al molde de la sumisión intelectual. El pensamiento independiente se castiga con la exclusión. En este marco, es casi imposible que florezcan la diversidad, el debate y la investigación y pasa lo que nos pasa: nos conformamos con frases hechas, lugares comunes y plagio.

Las ideas no son una entelequia para pensadores y laboratorios. Son generadoras de acciones. De ahí que las acciones en la Argentina sean pocas, repetidas, vetustas, elementales y de escaso contenido. Nos hemos transformado en una sociedad sin grandes metas, una sociedad de causas aisladas y coyunturales.

Y por eso los argentinos, al garete, huérfanos de valores permanentes, hacen suyas banderas pasajeras. Hoy, por ejemplo, es el fiscal Campagnoli, quien nuclea alrededor suyo muchos disconformes. Si hubiese una clase dirigente en serio, estaría preocupada por la volatilidad de esas causas. O aún mejor, esas causas volátiles no existirían. La gente sale a la calle porque las instituciones no reaccionan ante el atropello autoritario de la administración kirchnerista, como tampoco reacciona ninguno de los factores de poder. La gente sale a defender a los Campagnolis de turno ante la pasividad del sistema que permanece inmóvil.

Pero lo que se expone es la fragilidad de principios. La nuestra es una sociedad en la que todo es posible. Es posible que haya manifestaciones multitudinarias contra un impuesto confiscatorio y que esos mismos manifestantes luego voten al ideólogo de ese impuesto para que los represente. Es posible que los medios de comunicación consulten cómo salir de la crisis a sus autores. Es posible saltar de partido y desdecirse una y otra vez sin costo político alguno. Y es posible porque la nuestra es una sociedad sin principios ni fines. Ahí se aprecia la carencia de ideas porque los principios y los fines se asientan sobre ideas; ideas sobre lo que está bien y está mal, lo que queremos o rechazamos, lo que es valioso y lo que no.
Mientras no consigamos anclar principios atemporales y válidos para todos, indiscutibles e innegociables, los argentinos seguiremos envueltos en banderas que se ponen de moda o pasan de moda con la misma celeridad.

Ayer fue la 125, hoy es Campagnoli y mañana será otra cosa. En el trayecto, mientras peleamos por separado cada uno por una causa, por válida que sea, la mediocridad nos vence a todos juntos.