La decadencia es una involución progresiva pero lenta. Por eso no puede pretenderse que el ciudadano de a pie reaccione a sus señales. La gente vive. Y, en países del Tercer Mundo como el nuestro, apenas sobrevive, agobiada con el día a día. Eso es más que suficiente. El stress que significa la imposibilidad de proyectar consume todas las energías. Cuando se transcurre de ese modo, se teme por el presente inseguro y el futuro inmediato, siempre indescifrable; como la tendencia general de la curva es siempre descendente, pedir a quienes ruedan sobre ese plano inclinado una mirada de largo plazo es por completo un exceso.
Son las dirigencias las que cargan con esas ansiedades en otras latitudes. Y los intelectuales. Se trata de un simple reparto de roles. En esos países donde no se discursea populismo, las universidades suelen dedicar cerebros y fondos a observar el rumbo que llevan las sociedades, a preocuparse por la orientación y los objetivos de conjunto, y son quienes intervienen tempranamente para evitar errores y desviaciones. Ellos alertan, alzan la voz y advierten sobre los posibles escenarios futuros.
El problema de la Argentina es que tiene una clase dirigente de bajísima categoría intelectual y menor catadura moral. Los políticos y los empresarios están dedicados a hacer su juego aquí y ahora, y en ese apuro no solamente descuidan el largo plazo sino que dañan inclusive el presente.
Nuestros intelectuales merecen un párrafo aparte. La Argentina en ese plano tiene una carencia de singular magnitud. Hace décadas que el sistema educativo está orientado a no promover el pensamiento crítico, de modo que es lógica la falta de intelectuales actual. Siempre hay por ahí un lote de mercenarios que balbucean obviedades al calor de la caridad contratista oficial. Los tuvo cada administración de los últimos años, pero esos obsecuentes de turno no deben ser confundidos con gente que piensa. Solo gente que no piensa puede aplaudir hasta los errores de un Gobierno, cuando está claro que la función universal de los intelectuales es, por el contrario, la disconformidad.
La educación argentina no prepara jóvenes para el ejercicio de la libertad y el empresariado solo contrata profesionales que respondan al molde de la sumisión intelectual. El pensamiento independiente se castiga con la exclusión. En este marco, es casi imposible que florezcan la diversidad, el debate y la investigación y pasa lo que nos pasa: nos conformamos con frases hechas, lugares comunes y plagio.
Las ideas no son una entelequia para pensadores y laboratorios. Son generadoras de acciones. De ahí que las acciones en la Argentina sean pocas, repetidas, vetustas, elementales y de escaso contenido. Nos hemos transformado en una sociedad sin grandes metas, una sociedad de causas aisladas y coyunturales.
Y por eso los argentinos, al garete, huérfanos de valores permanentes, hacen suyas banderas pasajeras. Hoy, por ejemplo, es el fiscal Campagnoli, quien nuclea alrededor suyo muchos disconformes. Si hubiese una clase dirigente en serio, estaría preocupada por la volatilidad de esas causas. O aún mejor, esas causas volátiles no existirían. La gente sale a la calle porque las instituciones no reaccionan ante el atropello autoritario de la administración kirchnerista, como tampoco reacciona ninguno de los factores de poder. La gente sale a defender a los Campagnolis de turno ante la pasividad del sistema que permanece inmóvil.
Pero lo que se expone es la fragilidad de principios. La nuestra es una sociedad en la que todo es posible. Es posible que haya manifestaciones multitudinarias contra un impuesto confiscatorio y que esos mismos manifestantes luego voten al ideólogo de ese impuesto para que los represente. Es posible que los medios de comunicación consulten cómo salir de la crisis a sus autores. Es posible saltar de partido y desdecirse una y otra vez sin costo político alguno. Y es posible porque la nuestra es una sociedad sin principios ni fines. Ahí se aprecia la carencia de ideas porque los principios y los fines se asientan sobre ideas; ideas sobre lo que está bien y está mal, lo que queremos o rechazamos, lo que es valioso y lo que no.
Mientras no consigamos anclar principios atemporales y válidos para todos, indiscutibles e innegociables, los argentinos seguiremos envueltos en banderas que se ponen de moda o pasan de moda con la misma celeridad.
Ayer fue la 125, hoy es Campagnoli y mañana será otra cosa. En el trayecto, mientras peleamos por separado cada uno por una causa, por válida que sea, la mediocridad nos vence a todos juntos.