El 18 de enero nuestra memoria evocará un momento aciago para la sociedad argentina. El magnicidio del fiscal Alberto Nisman. No un homicidio ni un suicidio. Un magnicidio como lo define nuestra Real Academia. La “muerte violenta dada a una persona muy importante por su cargo o poder”.
Nadie duda de que no fue su propia voluntad la que ejerció la violencia y la que causó su muerte, salvo las marañas procesales que ocultan en un fárrago de pruebas, pericias, declaraciones, y autos judiciales, la verdad real y hasta la verdad formal.
¿Por qué era Nisman una persona muy importante por su cargo o poder? Porque el Presidente Kirchner lo había nombrado Fiscal a cargo de la Unidad Especial AMIA y Embajada de Israel. Porque había dictaminado la responsabilidad internacional de Irán en esos atentados, en virtud de lo cual se los considera crímenes de lesa humanidad. Porque la mayor parte de la comunidad judía argentina, de la que formaba parte, confiaba en él. Porque era un profesional respetado y capacitado para el ejercicio de sus funciones y la noticia de su muerte se expandió hacia la opinión pública y las organizaciones internacionales. Y porque el gobierno kirchnerista hasta 2012 defendía sus argumentos ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.
¿Cuáles fueron los móviles de ese asesinato? Todo es aún muy oscuro. Se mezclan en un aquelarre ominoso, los servicios secretos, las fuerzas de seguridad, fiscalías y juzgados, largas y tenebrosas manos de gobiernos extranjeros, sicarios y sus cómplices bien pagados, peritos, funcionarios responsables de la investigación criminal. Surgen hipótesis innumerables, de las más afiebradas e interesadas hasta muchas creíbles y aterradoras. La literatura, las redes sociales y los medios de comunicación multiplican sus versiones. La justicia no ha hablado y la fiscalía ha hablado en demasía sin esclarecer nada.
¿Quién se ha beneficiado con su muerte y su silencio? ¿A quién no le convenía la denuncia judicial que hizo y la audiencia frustrada ante la Cámara de Diputados de la Nación al día siguiente de su muerte? ¿Quién ha utilizado su indefensión absoluta para denigrarlo como persona y como fiscal, para inmiscuirse en su vida privada y en su patrimonio sin pruebas ni razones suficientes, pero sí con objetivos políticos indignos? ¿Quién se perjudicaba con su denuncia acerca de los motivos y de la celebración del tratado argentino-iraní, declarado inconstitucional por la justicia argentina?
En última instancia, las respuestas las dará el lector, porque tiene infinidad de información, a la que recurrir para ayudarlo a pensar. Si una imagen vale más que mil palabras podemos quedarnos con esa silenciosa marcha de miles de paraguas bajo la lluvia torrencial del 18 de febrero y con la presencia de sus dos hijas adolescentes que no comprendían tan enorme pérdida. Esa manifestación conmovedora se transformaba en un desgarrador llanto colectivo al que no solamente le dolía la muerte del fiscal sino la muerte de la credibilidad en la justicia y el Estado de derecho en nuestro país. Y si las palabras a veces tienen un peso definitorio más allá de las imágenes, son válidas las que escribió Nisman, en un último whatsapp a sus amigos: “…Me juego mucho en esto. Todo, diría. Pero siempre tomé decisiones. Y hoy no va a ser la excepción. Y lo hago convencido. Sé que no va a ser fácil, todo lo contrario. Pero más temprano que tarde la verdad triunfa. Y me tengo mucha confianza. Haré todo lo que esté a mi alcance, y más también, sin importar a quién tenga enfrente. Gracias a todos. Será justicia.”