El regreso de Cuba a la OEA y el recuerdo de Frondizi

El reciente acuerdo para reanudar la relación bilateral entre Washington y La Habana y la vuelta de Cuba al sistema interamericano de la OEA parecen ser el resultado del reconocimiento del fracaso de cinco décadas de aislamiento a ese país. El embargo impuesto en octubre de 1960, en definitiva, no sirvió a nadie salvo a Fidel Castro, a quien le facilitó el recurso remanido de echarle la culpa de todos los males al imperialismo norteamericano. Un argumento tan falaz como oportuno para las necesidades del dictador.

Al triunfar la revolución contra el régimen de Fulgencio Batista y al tomar La Habana, en las primeras horas de 1959, Fidel Castro instauró una dictadura personal que lleva ya cincuenta y cinco años de duración. Dicen que pocos días después de los hechos, Nikita Kruschov fue consultado sobre si creía que Castro era comunista. El líder soviético respondió: “Castro no es comunista, pero los americanos harán de él uno muy bueno”.

Lo cierto es que en julio de 1960, la Unión Soviética anunció su respaldo militar al régimen castrista. Fidel por su parte se declaró “marxista leninista” y dijo que lo sería “hasta el final de mis días”. Debe reconocerse que cumplió: la suya fue la tiranía comunista personal más larga de la historia.

En tanto, en la Argentina, los hechos conmovieron al país. En ese mismo mes de enero de 1959, el presidente Arturo Frondizi realizó su viaje inicial a los Estados Unidos. Se trataba de la primera visita de un Jefe de Estado argentino a Washington. Frondizi planteó su inquietud por la situación cubana: en la Casa Blanca, le dijo al presidente Eisenhower que “Castro no es un Betancourt con barba”. Oscar Camilión escribió en sus Memorias (Planeta, 2000) que el presidente argentino “se encontró con una gran indiferencia” y que Eisenhower respondió con la frase de Jefferson de que el árbol de la libertad hay que regarla a veces con sangre, y que la dictadura de Batista había sido tan violenta y corrompida que era comprensible que se hubiera producido una reacción de ese tipo. Castro llegó a ser recibido en Nueva York como una figura que encarnaba los mejores ideales de la libertad y la democracia en América Latina.”

En las Fuerzas Armadas, el hecho de que varios altos mandos del Ejército cubano fueron fusilados en las primeras horas del triunfo revolucionario tuvo un gran impacto y acrecentó naturalmente el temor ante el comunismo. La Cuba de Castro envenenaría por décadas la política latinoamericana. Decido a “exportar la revolución”, el régimen financiaría y entrenaría a los movimientos guerrilleros que asolaron la región durante los treinta años siguientes.

El gobierno de Frondizi, en tanto, intentó inicialmente proteger la autonomía de la isla y respetar su soberanía ante la insistencia norteamericana de excluir a Cuba de la Organización de Estados Americanos (OEA). Para el desarrollismo, Cuba era víctima del subdesarrollo, una de sus principales preocupaciones y, en su visión, la causa de la expansión del comunismo en la región.

Los hechos se precipitaron en la cumbre interamericana de Punta del Este, en agosto de 1961. La reunión, convocada para fortalecer la “Alianza para el Progreso”, lanzada por el presidente Kennedy meses antes, mostró la división que en el seno del sistema americano había causado la situación cubana. El representante de Cuba, Ernesto “Che” Guevara, no adhiere. La delegación argentina la integraban, entre otros, Roberto Alemann (ministro de Economía), Oscar Camilión (subsecretario de Relaciones Exteriores) y Arnaldo Musich, Leopoldo Tettamanti, Orlando D´Adamo y Horacio Rodríguez Larreta, asesor del canciller y padre del actual candidato del PRO. Alemann recordó que “la confrontación entre los Estados Unidos y Cuba dominó la Conferencia con la clara alternativa de las democracias con libertad, estabilidad y progreso económico y social por un lado y la tiranía cruel, los fusilamientos entonces en boga de los opositores al régimen, la expatriación forzada de centenares de miles de cubanos a Miami y otras partes, el sometimiento del pueblo, la expoliación del trabajo con salarios miserables, el aislacionismo, la violencia interminable y la organización militarizada de la sociedad”.

Horas más tarde, Guevara realizó su viaje secreto a Buenos Aires, donde fue recibido por Frondizi. La presencia del “Che” en Olivos, descubierta por los servicios de inteligencia, provocó una nueva escalada en el conflicto interno entre el presidente y las fuerzas armadas. La reunión tendría consecuencias decisivas en el proceso político argentino: acelerarán la disconformidad de las fuerzas armadas con el presidente Frondizi en quien ven a un “cripto-comunista”. La Prensa comentó que Frondizi “mantenía reuniones esotéricas con líderes del comunismo internacional”.

Pero ¿qué motivó a Frondizi a complicarse como mediador en la crisis entre Cuba y Estados Unidos? El presidente argentino habría comprendido que la revolución cubana era irreversible pero que debía perseguirse el compromiso de que no buscaría exportarla. La historiadora Celia Szusterman relata en su biografía sobre Frondizi que “en 1963, Guevara le contó a Ricardo Rojo que Frondizi sólo había querido obtener la promesa de que Cuba no ingresaría en el Pacto de Varsovia. Guevara respondió que la URSS no les pedía eso”. Oscar Camilión cree que haber recibido al Che Guevara fue un grave error por parte de Frondizi. Así lo expresó: “Me pareció que la iniciativa no tenía ningún sentido, porque el costo interno era incomparablemente superior a cualquier tipo de beneficio internacional que la Argentina pudiera recoger. Hasta el día de hoy no logro comprender por qué Frondizi dio ese paso, que fue muy mal visto por las Fuerzas Armadas y contribuyó a acrecentar la tremenda desconfianza que existía”. Frondizi había incursionado en un juego peligroso.

Sin embargo, en el carácter estratégico de su pensamiento, Frondizi tuvo razón: la exclusión de Cuba del sistema americano la arrojó a brazos de los soviéticos. Frondizi, incomprendido en su tiempo, sospechado de “cripto-comunista” o “cripto-peronista”, fue derrocado en marzo de 1962 y sus aciertos recién fueron reconocidos décadas más tarde. Su caída representó una más de nuestras auto-derrotas nacionales y una prueba de nuestra incapacidad como sociedad de entender la historia con un sentido acumulativo y no de venganza.

Cinco décadas más tarde, la reapertura de las relaciones entre EEUU y Cuba y el regreso de esta al sistema interamericano, coronada en la reciente cumbre de Panamá, revelan hasta qué punto el tiempo es un factor implacable de la historia.

El imperativo vigente del desarrollo

Entre 1958 y 1962, la experiencia del gobierno desarrollista de Arturo Frondizi puso en práctica transformaciones de envergadura histórica en nuestro país que no fueron valoradas entonces y recién fueron reconsideradas décadas más tarde. Junto al presidente Frondizi actuó entonces una figura singular: Rogelio Frigerio, de quien se cumplieron en estos días cien años de su nacimiento.

Frondizi y Frigerio, ambos brillantes, polémicos, inquietos y a menudo incomprendidos por sus contemporáneos, llevaron adelante una política de avanzada en casi todos los planos. En materia política, al llegar a la conclusión de que el peronismo era un hecho irreversible en la historia argentina y que las conquistas alcanzadas por el movimiento obrero tenían un carácter trascendente a la obra de un gobierno, impulsaron la integración con esa fuerza popular, mucho antes que el recordado abrazo Perón-Balbín que tardaría muchos años más en llegar. Balbín comprendió en 1972 lo que Frondizi había entendido casi veinte años antes.

Frondizi-Frigerio realizarían la más extraordinaria política de desarrollo de infraestructura: en menos de tres años la Argentina conseguiría alcanzar el autoabastecimiento energético, a través de una política de atracción de inversiones extranjeras indispensables. Ya hacia el final de su gobierno, el propio general Juan Domingo Perón había advertido la necesidad de convocar al capital norteamericano para explorar y explotar el petróleo en el país. Desgraciadamente, el contrato con la California de Petróleo (Standard Oil) fue dejado de lado apenas derrocado el gobierno peronista por parte del régimen surgido de la Revolución Libertadora. Del mismo modo, en una decisión a todas luces errada, el gobierno del Presidente Arturo Illia anularía los contratos petroleros en noviembre de 1963.

Frondizi y Frigerio, además, convocaron a los mejores hombres para integrar el gobierno. Al hacerlo, no miraron sus pertenencias partidarias sino su capacidad y solvencia para cada una de las funciones que desempeñarían, cumpliendo el mandato constitucional que exige a la “idoneidad” como requisito de acceso a la función pública.

Entre 1958 y 1962, Frondizi desplegó intensamente lo que más tarde se dio en llamar “diplomacia presidencial”. Antes de asumir, como mandatario electo, realizó una intensa gira por la casi totalidad de los países latinoamericanos. En enero de 1959, se convertiría en el primer presidente argentino en viajar a Washington: se entrevistó allí con el general Dwigt Eisenhower. Más tarde realizaría otras dos visitas a EEUU (en septiembre y diciembre de 1961) cuando se reuniría con el presidente John F. Kennedy. En 1960 durante una gira por las principales capitales europeas, sorprendería al propio general Charles de Gaulle, quien le recomendaría a Konrad Adenauer “no dejar de hablar con este presidente latinoamericano que acabo de conocer y me ha impactado con su talento”. La modernidad del pensamiento y la acción de Frondizi lo llevaría (¡en 1961!) hasta la India, Tailandia y Japón.

La revolución cubana de 1959 estallaría en medio del gobierno de Frondizi. Llamada a envenenar para siempre la política hemisférica, la Cuba de Castro complicaría al presidente argentino. En agosto de 1961, al recibir al Che Guevara -entonces ministro cubano- Frondizi cometería una peligrosa imprudencia que pondría en riesgo las siempre hiper-delicadas relaciones que su gobierno mantuvo con las Fuerzas Armadas. Enfrentaría la incomprensión de quienes vieron en ellos a “cripto-comunistas” sin advertir que era el de Frondizi el gobierno más pronorteamericano de la historia argentina.

En marzo de 1962, la administración frondicista habilitaría la candidatura de la fórmula peronista Framini-Anglada para competir por la gobernación de Buenos Aires. El binomio justicialista se impondría en las cruciales elecciones del 18 de marzo y esta realidad resultaría intolerable para la reacia mentalidad de la cúpula militar de entonces. La suerte del gobierno estaba echada: diez días más tarde Frondizi sería derrocadao, en medio, una vez más, de una indiferencia general de la sociedad.

Frondizi y Frigerio, quizás, estaban adelantados a su tiempo. Oscar Camilión siempre relata una anécdota que le sucedió el mismo día en que Frondizi juró como presidente, el 1 de mayo de 1958. Al terminar de escuchar el discurso con que el nuevo mandatario se dirigió a la Asamblea Legislativa, Camilión le preguntó a un amigo qué le había parecido. “Creo que es el discurso del primer ministro sueco en 1980″, le contestó.

Esta evocación, lejos de constituir un mero recuerdo de carácter histórico, permite reflexionar una vez más sobre las necesidades pendientes de nuestra Argentina. Frondizi y Frigerio denominaron “Movimiento de Integración y Desarrollo” al partido con el que buscaron impulsar sus ideas una vez de vuelta en el llano, a mediados de los sesenta. Dos consignas que siguen siendo, en la actualidad, metas fundamentales de nuestro tiempo.

Venezuela, ¿democracia o dictadura?

Una suerte de “primavera” recorre las capitales sudamericanas. El año pasado, el proyecto re-reeleccionista eternizador de la familia gobernante encontró un severo límite en las elecciones parlamentarias celebradas en la Argentina. Dos de cada tres votantes expresaron su rechazo al modelo del vamos-por-todo con el que el gobierno pretendió producir en nuestro país un verdadero cambio de régimen para instaurar el decisionismo cesarista en manos de una dinastía familiar. Hace pocos días, Rafael Correa sufrió un serio revés en las elecciones locales en Ecuador. La crisis venezolana, iniciada hace tres semanas pone de relieve cómo, hartos del modelo de atraso, millones reclaman por el legítimo derecho a rebelarse frente a la opresión.

Ahí están, asustados, los amos del modelo: los hermanos Fidel y Raúl Castro temen que la caída del presidente títere Nicolás Maduro provoque el fin del régimen venezolano, que a control remoto les suministra las divisas indispensables con las que han reemplazado a las que otrora proveía la Unión Soviética. Pero, en el caso de Venezuela, el régimen chavista, tras quince años de gobierno ininterrumpido, ¿sigue siendo democrático?

Resulta evidente, a esta altura, que el socialismo-bolivariano del siglo XXI, inspirado en la Cuba de los Castro, ya no puede ser catalogado como una democracia. Cuando un gobierno mantiene preso a uno de los principales dirigentes políticos de la oposición, controla desde el Poder Ejecutivo el sistema electoral, promete cortar el suministro de combustibles a los estados en los que hay manifestaciones opositoras, reprime estudiantes que ejercen el derecho natural a peticionar a las autoridades y busca eternizarse en el poder, ese gobierno se ha colocado a si mismo en una posición en la que el resto del sistema interamericano debe condenar por no cumplir los mínimos requisitos institucionales de la democracia y la república.

Los defensores del proyecto bolivariano sostienen que deben respetarse a rajatabla los gobiernos por su origen democrático. Cuando la democracia se reduce al ejercicio de una simulación electoral cada dos o cuatro años, en los que el oficialismo y la oposición compiten en condiciones políticas, físicas, mediáticas y económicas diametralmente opuestas y el sistema se transforma en el otorgamiento de un cheque en blanco al ganador, ¿merece tal cosa el nombre de democracia o se trata tan solo de una ficción institucional? ¿Es popular y democrático quien una vez llegado al poder por vía electoral utiliza todos los recursos del Estado para perpetuarse en el gobierno mediante la reelección indefinida, el control de la prensa, la sumisión de todos los poderes públicos, la anulación de la República a través del sometimiento de todos los resortes de la vida institucional y el control total de la economía nacional?

No es la primera vez en la historia en que una persona o un partido acceden al gobierno por vía democrática y legal y una vez en poder se transforman en una dictadura. Napoleón III, Mussolini, Bordaberry y tantos otros ejemplos ilustran el cesarismo que el chavismo nos propone en pleno siglo XXI. Resulta penoso y lamentable que un gobierno como el argentino, que hace once años hace de la declamación de los derechos humanos su leitmotiv, haya respaldado a un gobierno cuya legitimidad democrática de origen es dudoso y cuya legitimidad de ejercicio está indudablemente cuestionada por las violaciones de derechos humanas cometidas. Por el contrario, leemos con alegría que el Congreso de la hermana República de Chile ha votado una declaración exigiendo la plena vigencia de los derechos humanos en Venezuela.

Bien han hecho, entre nosotros, Sergio Massa y Mauricio Macri en expresar su solidaridad con los manifestantes oprimidos por el régimen chavista y en representar el sentimiento de hermandad democrática que la inmensa mayoría del pueblo argentino siente por el venezolano. Llamar a las cosas por su nombre contribuye en mucho a simplificar el debate político y ayuda a esclarecer el camino que debemos recorrer para que la democracia funcione en serio desde Alaska a Tierra del Fuego. El silencio de la OEA ante lo que es una evidente violación de la Carta Interamericana, no debe ser óbice para afirmar que el gobierno de Venezuela ha dejado de ser una dictadura y que su presidente se ha colocado a sí mismo en la categoría de dictador.