¿Le ha llegado a la Unión Europea su “invierno del descontento”? Los resultados de las elecciones del pasado domingo 25 para renovar el Parlamento europeo así parecen indicarlo.
En prácticamente la totalidad de los 28 países que eligieron eurodiputados han surgido partidos anti-sistema que parecen expresar millones de voluntades que no se ven representadas ni contenidas por los moldes partidarios tradicionales de la socialdemocracia y la democracia cristiana.
En España los dos grandes partidos -el conservador Partido Popular y el socialdemócrata Partido Socialista Obrero Español- consiguieron en conjunto menos del 50% de los votos. La hecatombe provocó la caída del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba quien decidió renunciar a la dirección del partido. El PP y el PSOE han gobernado España sucesivamente en los últimos treinta años. El ex presidente Felipe González ha puesto en duda hace tiempo la continuidad del bipartidismo español. La magnitud de la crisis española ha llevado a González confesar no ver mal un Gobierno conservador apoyado por los socialistas “o al revés”, pues cree que los partidos deben responder a lo que “España necesite en cada momento” y resaltó el ejemplo alemán, donde las circunstancias “sí llevaron a que los dos grandes partidos”, el SPD y la CDU, “se pusieran de acuerdo para sacar al país adelante”.
El temblor llegó también a Francia, donde el gobernante socialismo del presidente Francois Hollande obtuvo menos del 15% de los votos. No le fue mejor a la derecha: ambos fueron superados por el ultranacionalismo de Marie Le Pen. La hija del legendario líder de la ultraderecha gala se alzó con la victoria y consiguió 24 de las 74 bancas que Francia posee en el Europarlamento. “Es un terremoto”, reconoció el primer ministro, Manuel Valls. Y admitió: “Estamos en una crisis de confianza”. Hollande en tanto, se confesó el lunes 26: “Hay un profundo descreimiento en los partidos de gobierno”.
Mientras tanto, en el Reino Unido, el Partido de la Independencia (UKIP) se convirtió en la sorpresa al relegar en los primeros cómputos a los partidos tradicionales: conservadores, laboristas y liberales. En Alemania en tanto, si bien el partido de gobierno de Angela Merkel (conservadora) no fue castigado como en otros países, una agrupación auto-calificada como neo-fascista obtuvo una banca. Convertido en una suerte de solitario gobernante vencedor, el primer ministro italiano Matteo Renzi, quien solamente lleva once semanas en el cargo, ha visto legitimado su gobierno: su formación obtuvo el 34% de los votos.
En tanto, al otro lado del Atlántico, The New York Times calificó el resultado electoral con la advertencia de la “insurgencia de una enojada erupción de populismo” a lo largo del continente europeo y se alarmó por la elección de “rebeldes, outsiders, xenófobos, racistas y hasta neo-nazis”.
La abstención y el voto protesta son la nota central de esta elección. El desencanto llamado euroescepticismo confirma la tendencia general de esta era de la globalización: conviven en el mundo el ascenso fulgurante de grandes potencias como China, Rusia, India y Brasil junto a la relativa decadencia de Europa. Mientras tanto, los EEUU conservan su rol como primera nación de la tierra aunque han perdido su capacidad de ejercer el poder mundial de manera hegemónica y deben compartir el liderazgo en el marco del G-20.
El hecho de que el voto protesta abarcó países cuyas economías están en crecimiento, como Alemania y el Reino Unido, países con economías estancadas como Francia y países con profunda recesión-depresión como Grecia, abre un interrogante sobre el eventual agotamiento del exitoso proceso de integración de la Europa de posguerra.
Las dificultades para formar coaliciones entre los partidos eurofóbicos se puso en evidencia inmediatamente. En las horas siguientes a los comicios se ha desatado una “guerra abierta” entre los líderes emergentes del domingo 25: la francesa Le Pen y el británico Nigel Farage, cada uno con una bancada de dos docenas de europarlamentarios. El requisito de contar con miembros de al menos siete estados torna compleja la constitución de bloques. El auge de los euroescépticos parecería no alcanzar para trabar el funcionamiento de la Eurocámara, aunque si para complicar la adopción de decisiones.
Pero la incapacidad para unir esfuerzos de estas opciones extremas no puede hacer olvidar la evidencia del malestar y el desconcierto de muchos ciudadanos europeos ante la peor crisis de la historia del proyecto comunitario. Las promesas incumplidas de progreso y prosperidad, la presencia de una dirigencia que pretende forzar la realidad bajo la armadura de sus dogmas, en lugar de adaptar sus ideas a las necesidades de la realidad de los hechos y la falta -sobre todas las cosas- de una vocación cultural y generacional de identidad continental. El exceso de gasto público en todos los estamentos nacionales y comunitarios ha llevado al hartazgo de una población cansada de soportar la carga impositiva más escandalosa de la historia.
El hedonismo y el relativismo cultural occidental encuentra en Europa su punto de mayor expresión. Quizás su mayor muestra puede encontrarse en la declinante participación en las elecciones europeas. En 1979, en la primera votación de eurodiputados, votó el 62%. El pasado domingo, solamente el 43%.
Mientras tanto, la dirigencia política europea se indigna frente a la previsible reacción rusa en la crisis ucraniana y no advierte hasta qué punto la Unión Europea incurrió en juegos peligrosos al pretender incorporar a Ucrania a su seno. Del mismo modo, Europa se desayuna perpleja ante el acercamiento de Rusia a China y no advierte que fuera de sus límites se alza un nuevo mundo pujante y de progreso.
Las elecciones del domingo han provocado un verdadero tembladeral en las grandes capitales europeas. Imponen a sus gobiernos y a sus pueblos el desafío de repensar su rol en Europa y el rol de Europa en el mundo. Pero sobre todas las cosas, ponen a Europa frente a sí misma. Ya no podrán culpar a los Estados Unidos, a los chinos o a un villano llamado Vladimir Putin.
Dijo De Gaulle, después de la guerra, ante una Francia destruida: “Me dicen que faltan caminos, hospitales, escuelas y casas y yo les digo: falta confianza. Francia debe volver a creer en sí misma”.