Una suerte de “primavera” recorre las capitales sudamericanas. El año pasado, el proyecto re-reeleccionista eternizador de la familia gobernante encontró un severo límite en las elecciones parlamentarias celebradas en la Argentina. Dos de cada tres votantes expresaron su rechazo al modelo del vamos-por-todo con el que el gobierno pretendió producir en nuestro país un verdadero cambio de régimen para instaurar el decisionismo cesarista en manos de una dinastía familiar. Hace pocos días, Rafael Correa sufrió un serio revés en las elecciones locales en Ecuador. La crisis venezolana, iniciada hace tres semanas pone de relieve cómo, hartos del modelo de atraso, millones reclaman por el legítimo derecho a rebelarse frente a la opresión.
Ahí están, asustados, los amos del modelo: los hermanos Fidel y Raúl Castro temen que la caída del presidente títere Nicolás Maduro provoque el fin del régimen venezolano, que a control remoto les suministra las divisas indispensables con las que han reemplazado a las que otrora proveía la Unión Soviética. Pero, en el caso de Venezuela, el régimen chavista, tras quince años de gobierno ininterrumpido, ¿sigue siendo democrático?
Resulta evidente, a esta altura, que el socialismo-bolivariano del siglo XXI, inspirado en la Cuba de los Castro, ya no puede ser catalogado como una democracia. Cuando un gobierno mantiene preso a uno de los principales dirigentes políticos de la oposición, controla desde el Poder Ejecutivo el sistema electoral, promete cortar el suministro de combustibles a los estados en los que hay manifestaciones opositoras, reprime estudiantes que ejercen el derecho natural a peticionar a las autoridades y busca eternizarse en el poder, ese gobierno se ha colocado a si mismo en una posición en la que el resto del sistema interamericano debe condenar por no cumplir los mínimos requisitos institucionales de la democracia y la república.
Los defensores del proyecto bolivariano sostienen que deben respetarse a rajatabla los gobiernos por su origen democrático. Cuando la democracia se reduce al ejercicio de una simulación electoral cada dos o cuatro años, en los que el oficialismo y la oposición compiten en condiciones políticas, físicas, mediáticas y económicas diametralmente opuestas y el sistema se transforma en el otorgamiento de un cheque en blanco al ganador, ¿merece tal cosa el nombre de democracia o se trata tan solo de una ficción institucional? ¿Es popular y democrático quien una vez llegado al poder por vía electoral utiliza todos los recursos del Estado para perpetuarse en el gobierno mediante la reelección indefinida, el control de la prensa, la sumisión de todos los poderes públicos, la anulación de la República a través del sometimiento de todos los resortes de la vida institucional y el control total de la economía nacional?
No es la primera vez en la historia en que una persona o un partido acceden al gobierno por vía democrática y legal y una vez en poder se transforman en una dictadura. Napoleón III, Mussolini, Bordaberry y tantos otros ejemplos ilustran el cesarismo que el chavismo nos propone en pleno siglo XXI. Resulta penoso y lamentable que un gobierno como el argentino, que hace once años hace de la declamación de los derechos humanos su leitmotiv, haya respaldado a un gobierno cuya legitimidad democrática de origen es dudoso y cuya legitimidad de ejercicio está indudablemente cuestionada por las violaciones de derechos humanas cometidas. Por el contrario, leemos con alegría que el Congreso de la hermana República de Chile ha votado una declaración exigiendo la plena vigencia de los derechos humanos en Venezuela.
Bien han hecho, entre nosotros, Sergio Massa y Mauricio Macri en expresar su solidaridad con los manifestantes oprimidos por el régimen chavista y en representar el sentimiento de hermandad democrática que la inmensa mayoría del pueblo argentino siente por el venezolano. Llamar a las cosas por su nombre contribuye en mucho a simplificar el debate político y ayuda a esclarecer el camino que debemos recorrer para que la democracia funcione en serio desde Alaska a Tierra del Fuego. El silencio de la OEA ante lo que es una evidente violación de la Carta Interamericana, no debe ser óbice para afirmar que el gobierno de Venezuela ha dejado de ser una dictadura y que su presidente se ha colocado a sí mismo en la categoría de dictador.