Suele citarse la frase de Churchill en el Parlamento respecto de la actitud de la Unión Soviética en la guerra: “No puedo asegurar qué hará Rusia. En efecto, Rusia es un enigma, envuelto en dudas, rodeado de misterios”. Pero, al mismo tiempo, no suele citarse la segunda parte de la frase: ”Sin embargo -dijo Churchill- creo que hay una clave. Y esa clave es el interés nacional de Rusia”. Es útil recordarlo: Inglaterra dudaba por cuánto duraría el pacto Molotov-Ribbentrop, es decir, el acuerdo de cooperación firmado por los ministros de Asuntos Exteriores de la URSS y el Tercer Reich. Churchill comprendió, acertadamente, qué haría finalmente Stalin.
La crisis desatada en las últimas semanas entre Rusia y Ucrania se ha instalado en el centro del conflicto mundial y ha concentrado el análisis y la atención de observadores de todo el planeta. Para comprender la naturaleza del conflicto conviene, entonces, entender Rusia.
En primer lugar, es útil entender cómo Rusia se ve a sí misma. En este plano, resulta crucial entender que el pueblo y la dirigencia rusa considera que la suya fue y es una gran potencia mundial. Una figura como Mikhail Gorbachov, inmensamente popular en Occidente por hacer destruido un sistema totalitario oprobioso, es considerado altamente impopular en Rusia por ser sindicado como el hombre que destruyó un imperio. Prueba de ello fue el resultado que obtuvo en las elecciones presidenciales en las que participó en 1996: unos trescientos mil votos, es decir, el 0,5 por ciento del total. En este orden, a nadie puede sorprender que Vladimir Putin haya sostenido, hace casi diez años que la disolución de la Unión Soviética había sido el mayor error histórico del siglo. Pero añadió entonces: ”Aquel que no extrañe a la Unión Soviética, no tiene corazón; aquel que quiera reconstruir la Unión Soviética, no tiene cerebro”.
La segunda particularidad rusa que se repite a lo largo de toda su historia es el rol central que la dirigencia política -de los zares a hoy- otorgan a la seguridad del Estado. La concepción que Rusia tiene de sí misma es la de un inmenso territorio sometido al peligro real o imaginario de una posible invasión. Sus extensas planicies han sido escenario de al menos dos ataques externos -con Napoleón y con Hitler- en los último doscientos años. De allí que para el Kremlin sea vital contar con una estructura de seguridad que otorgue un control territorial que asegure la supervivencia del Estado ruso. En este plano debe entenderse el papel decisivo que tienen para Moscú los llamados “ministerios de poder”, es decir, el servicio de inteligencia (FSB, ex KGB), el Ministerio del Interior, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Defensa (FFAA). En este mismo plano debe comprenderse la obsesión soviética por impedir el surgimiento de “vías alternativas al socialismo” en países del Pacto de Varsovia como Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.
El tercer elemento que es valioso tener en cuenta es la idea de soberanía limitada que Moscú tiene de Ucrania. La recurrente pretensión rusa de forzar a Ucrania a convertirse en un país-satélite es un dato objetivo de la historia. Naturalmente, esa realidad inquieta a Occidente pero dicha inquietud no puede obviar la interrelación histórica existente entre ambas naciones. La propia complejidad de la historia ucraniana, su permanente tensión entre las políticas pro-occidentales y las pro-rusas, y su realidad sociológica en la que, por caso en Crimea, más del sesenta por ciento de su población es rusa, son realidades tan evidentes que ignorarlas solo podían conducir a la crisis que ha tenido lugar. En el último siglo, Ucrania ha sido independiente tan sólo durante poco más de veinte años. En este punto, es evidente que una política como la seguida por la Unión Europea o la OTAN en pos de incorporar a Ucrania no podía sino suponer un juego peligroso para los intereses de Moscú.
El cuarto punto a destacar es el que nos brinda el contexto en el que tienen lugar estos sucesos. Dicho marco confirma aquello que Robert Kagan describió como “El retorno de la Historia, y el fin de los sueños”, es decir, la reaparición de actores indispensables en el plano mundial, nota distintiva del proceso histórico que estamos viviendo. El orden mundial surgido de la caída del Comunismo y la disolución de la Unión Soviética (1989-1991) podía caracterizarse como la Pax americana en el cual los Estados Unidos hegemonizó durante unos quince años el núcleo de poder mundial. Hoy, los Estados Unidos siguen siendo el principal país de la tierra y conservan la condición de principal potencia económica mundial y primera potencia militar del mundo. Sin embargo, dos acontecimientos decisivos, la tragedia del 11 de septiembre de 2001 y la crisis financiera de 2008/9, han marcado la relativa disminución de esa hegemonía. En nuestros días, Washington comparte el liderazgo de poder mundial y la centralidad de las decisiones globales con actores que han reemergido en los últimos diez o quince años. Entre ellos, China, Rusia, Brasil y la India. El G-20 parece conformarse como nueva plataforma de poder mundial. La Argentina, conviene recordarlo, es uno de sus miembros.
Occidente ha optado primero por no leer atentamente el llamado de la historia, luego por imponer sanciones que solo confirman el actuar detrás de los hechos y por último, impulsar una demonización de la figura de Putin. La incomprensión occidental respecto de la realidad de los valores rusos solo ha conducido hasta ahora a un deterioro en la situación y al aumento de tensión que pone en riesgo la paz y la seguridad internacional.
Entender Rusia tal como es y no como querríamos que fuera es el primer paso necesario para analizar la realidad de los hechos. Recomienda Spinoza: “No llores. No rías. Comprende”.