La corporación de la cultura

Se dice que la política es la segunda profesión más antigua del mundo, y que se parece bastante a la primera. El desprestigio de los políticos es evidente. Esta sensación no es inherente a nuestros atribulados países de Latinoamérica, pero es un rasgo particularmente notorio en estos países y en el sentir de nuestra vida política. Razones no faltan. Desde la propia incapacidad para gobernar en pos del supuesto “bien común” (máxima repetida hasta el hartazgo por la casi totalidad de los políticos en campaña), en la notoria pauperización en la calidad de vida de las mayorías, hasta en los visibles escándalos de corrupción donde el denominador común son siempre funcionarios que se enriquecen raudamente en su paso por la función pública.

En la Argentina tradicionalmente la forma más visible y escandalosa que han utilizado los funcionarios públicos para enriquecerse ha sido a través del presupuesto público y la infinidad de variantes para succionar recursos del erario público, ya sea, a través de sobreprecios, adjudicaciones de obras o servicios a empresas amigas -a cambio de un soborno, claro está-, licitaciones directas a empresas vinculadas a los propios funcionarios, y al uso de la estructura estatal para obtener ventajas en operaciones fraudulentas (i.e. compra de tierras fiscales a precio vil para su posterior reventa  a precio de mercado), entre otras poca ingeniosas pero certeras maniobras.

Desafortunadamente, también hemos vuelto a incorporar viejas estructuras que en el pasado han sido enormes caldos de cultivo para la corrupción como las elefantiásticas empresas del Estado, verdaderos monumentos a la ineficiencia y la corrupción, y verdaderas máquinas de devorar recursos públicos. Lo podemos ver hoy en día con el lamentable ejemplo de Aerolíneas Argentinas (AA) gestionada por una cúpula gerencial cuyo único mérito es rendir pleitesía al poder político de turno y de formar parte de la misma agrupación política creada por el hijo de la presidenta. Hoy AA acumula pérdidas por más de 3500 millones de dólares (el equivalente a tres American Airlines) que son sufragados por los ciudadanos que producen y pagan impuestos. Y el panorama tampoco luce alentador ya que ahora AA ni siquiera está en condiciones de pagar impuestos en tiempo y forma.

Pero hay más, además de esta corrupción ya tradicional, visible, y tan común a nuestro país, también se han extendido otras formas más sutiles, menos visibles, pero no así menos costosas o menos inmorales (respecto de cuán costosa será cuestión de hacer los números, pero no me caben dudas de que es más inmoral). Lo que hemos visto con las contrataciones para los últimos festejos patrios y populares, o con los subsidios a la corporación de la cultura es una lamentable práctica que se ha venido aceptando en nuestro país y que consiste en utilizar los recursos públicos para comprar conciencias, a través de la imagen del político en esta especie de rol de albacea y filántropo desinteresado que fomenta alegremente a trovadores populares con la plata del erario público pensando en que no hay un ápice de corrupción ya que no se queda con nada. Claro que no se queda con nada. Lo que nadie parece darse cuenta es que lo que no se queda el político en realidad se lo está entregando a otro. Pero eso tiene otro nombre. Se llama compra de voluntades, compra de conciencias. Tráfico de favores. O acaso no hay coincidencia en que casi inequívocamente los autodenominados artistas populares que reciben dichas prebendas (dinero del pueblo para hablar más precisamente) son curiosamente todos sin excepción “oficialistas”? Extraña coincidencia.

Esta postal no difiere demasiado de la del lobbysta industrial que pide al gobernante restringir o limitar la competencia poniendo como excusa alguna ínfula nacionalista perjudicando así al resto de los trabajadores que ahora deben pagar más caro a un industrial nacional más ineficiente. Pero hay algo moralmente superior en el lobbysta en el caso que nos ocupa. Este último al menos no oculta su intención. Su intención es ganar plata. Como es más ineficiente, debe hacer lobby frente a los gobernantes. Y ya sabemos que los lobbystas al encolumnarse todos tras un interés común frente al resto de la sociedad que se encuentra atomizada y pobremente representada pueden finalmente imponer sus intereses frente a un gobernante que muchas veces cede frente a la presión del lobby.

Por eso, sepan ustedes, los “artistas con consciencia social”, que son un lobby como cualquier otro, que obtienen los dineros del pueblo porque son un grupo con mayor poder de influencia, y que esos dineros que reciben para financiar su “arte” no provienen del bolsillo dadivoso de su presidenta sino del sudor de todo el pueblo argentino (1/3 del cual todavía sigue bajo línea de pobreza) incluso de aquellos que a ustedes les dan asco.