Ya ni siquiera huelgas docentes

En educación, a fuerza de decepciones continuas y deterioro constante, la dirigencia  política argentina se jacta de lo mínimo. Como si el país emergiera de una guerra civil o de un tsunami catastrófico,  los funcionarios que no soportan medidas de fuerza de inicio de ciclo lectivo bajo su jurisdicción y la misma Presidenta, alzan su voz al viento para expresar, sonrientes, “empiezan las clases”, como un corolario fundamental, como un resultado planificado por años o, mejor, como un atisbo de normalidad allí donde todo se derrumba.

De todas las jurisdicciones educativas  y de todos los colores partidarios el “acá no hay huelga docente” se ostenta con el entusiasmo de la obtención de los primeros lugares en las pruebas PISA  o de un  premio Nobel: orgullo de equipo chico –perdón por la imagen futbolera-  que festeja un empate de visitante en una canchita de barrio como si fuera en el Maracaná.

Sin entrar a analizar el retraso del salario docente, sus condiciones que deben ser modificadas y nunca lo son y la actitud sindical, que merece un capítulo aparte, la clase política se alivia por un acuerdo salarial y pretende trasmitirnos la sensación de una especie de épica victoria sarmientina sobre la barbarie donde solo hay ausencia casi total de política educativa innovadora.

En los últimos años es difícil pensar en políticas educativas innovadoras por fuera de la distribución de netbooks. En los parámetros de calidad, en las estrategias de inclusión, en los sistemas de control de conflictos, en la organización escolar, en el rol del director, en el financiamiento de las escuelas públicas, nada se ha si quiera debatido o probado. En sus inicios los años dos mil eran la inercia negativa contra los noventas: los mismos que habían promovido las reformas de Menem y aprobado la Ley Federal de Educación se solazaban, indignados y con gesto triunfante,  con su derogación. Unos años después, ni eso.

En los albores de kirchnerismo, y durante meses, el Gobierno y los medios publicitaron hasta el hartazgo la repartija de libros en canchas de fútbol como una fenomenal política educativa. Parecía un chiste, pero era en serio. Y esa política cosmética se perpetuó en leyes que poco o nada impactan en la realidad de las aulas, mientras desde 2003 se asiste e un inédito proceso de salida de escuelas estatales a escuelas privadas. El marketing gubernamental no es gratis y desde 2003 se perdieron  300.000 chicos de las escuelas públicas primarias (datos oficiales): un éxito históricamente inédito si pretendían privatizar la educación. Nunca menos.

Es tal la falta de ideas educacionales en la Argentina que ni siquiera se optó por algo tan elemental y sin consecuencias gremiales como dividir la carrera del maestro de la del directivo, tal la propuesta del ministro Tedesco en 2008. Como la medida significaba “ una concesión a la derecha”, se optó por mantener un esquema jerárquico escolar que tiene más de cien años, probadamente inútil pero que es –seguramente-  “de izquierdas”.

El desierto pedagógico argentino se extiende cada vez más. ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI ni siquiera se debata que la antigüedad en el cargo (que premia la lealtad de un empleado con su empleador) sea el único y exclusivo aumento salarial que reciben los docentes argentinos?  ¿Por qué  seguir limitando  las funciones del director de escuela pública, quien hoy no participa ni mínimamente en la contratación de los docentes de la escuela que dirige, mientras a los directores de escuelas privadas sí se les asegura esa posibilidad, aun cuando los docentes que contraten sean financiados por el Estado? ¿Por qué todavía no tenemos en ninguna jurisdicción educacional del país una evaluación final obligatoria del secundario?

Es verdad que algunas de esas ideas cuestionan derechos adquiridos de la corporación docente. Pero, si acaso existe, un proyecto educacional merece ese debate para sacar al sistema educativo del anquilosamiento en el que está.

En el caso de un proyecto educativo que debata ideas innovadoras, puede que haya medidas de fuerza de los docentes, como ocurre en todos los países donde se pretende cambiar en serio la educación. Pero el motivo no será, como hasta ahora, una paupérrima actualización inflacionaria, sino la posibilidad de una innovación real del mundo escolar.

Postadata:

Según Infobae, en 2015 hay 11 provincias en las que las escuelas públicas no iniciaron las clases por medidas de fuerza. En 2004 estábamos un poco mejor: eran apenas 8. ¿Mañana será mejor?

 

Se sincera la decadencia educacional

Desde 2003, las escuelas primarias públicas del Gran Buenos Aires perdieron el 11% de sus alumnos. Perdieron, significa que de cada 100 alumnos que había en las escuelas públicas del conurbano hace doce años hoy hay tan solo 89. ¿A dónde se fueron los que se fueron? Algunos, los menos, desertaron: exclusión definitiva al no tener, si quiera, el certificado de escolaridad primaria. Otros, la mayoría, se fueron a la escuela privada: mientras la matrícula pública del conurbano cae, la de privada asciende vertiginosamente: desde 2003 creció nada menos que el 37%.

¿Será que estas nuevas medidas educacionales bonaerenses van a reducir estas brechas? ¿Qué estos cambios en las aprobaciones de los alumnos van a reducir este brutal proceso de privatización de la educación por medio del cual toda familia que tiene un mínimo de recursos se va de la escuela pública a la privada con la idea de salvarse?

Después de una década de esta política educativa, la respuesta es negativa: hace años que el pensamiento políticamente correcto domina la educación argentina y consiste en ablandar la exigencia pedagógica y disimular la calidad bajo una máscara de inclusión educativa que no incluye a los más pobres y que manda a los sectores medios a la escuela privada. Más allá de cualquier consideración, estas medidas son ineficaces porque no logran calidad ni tampoco inclusión

La idea que prevalece desde 2003 es que informar los problemas del aprendizaje, especialmente cuando están asociados a las paupérrimas condiciones de vida de un sector creciente de la población, es estigmatizar. Hace años que los docentes vienen denunciando que desde las altas esferas se los induce a “aprobar a todos”, que la desaprobación está mal vista y hace poco un director bonaerense rogó a a sus docentes no desaprobar a los alumnos porque –reconocía- no habían tenido suficientes días de clase. Estas nuevas medidas no traen nada nuevo: apenas sinceran la decadencia educacional.

Esta anestésica idea de que lo que estigmatiza no es la realidad sino el informar sobre la realidad ya está en la Ley de Educación Nacional, aprobada por amplia mayoría en 2006 que en su artículo 97 dice –textualmente- que “la política de difusión de la información sobre los resultados de las evaluaciones resguardará la identidad de los/as alumnos/as, docentes e instituciones educativas, a fin de evitar cualquier forma de estigmatización”. O sea, el problema no es que se iguale para abajo: para esta política educativa el problema es que se lo comunique.

Hace pocas semanas, a propósito de nuestro nuevo libro “Los mejores maestros: mitos, leyendas y realidades”, en una entrevista que me hiciera Claudia Peiró para Infobae, decíamos que igualamos para abajo la educación porque igualamos para abajo a los docentes. Lo que ahora vivimos es una prueba evidente de este proceso de deterioro educacional.

El deterioro trae más deterioro. Cambiar esta tendencia costará cada día más.

Y muy feliz día del Maestro a quienes sostienen la educación. A pesar de todo.