La persecución a activistas políticos, intelectuales opositores, ciberactivistas y personas que practican su religión fuera de los cauces oficialmente autorizados es una realidad cotidiana en China, lo que constituye un escenario de gravísimas violaciones a los derechos humanos. Esta realidad no debe pasar inadvertida tras la visita oficial a la Argentina que realizó este fin de semana su presidente, Xi Jinping, más allá de las oportunidades comerciales que representa para nuestro país.
Existen suficientes evidencias de que ser crítico del orden oficial en China implica correr riesgos de sufrir hostigamiento e intimidación, ser detenido arbitrariamente o incluso ser víctima de desaparición forzada. Un ejemplo es lo que ha estado sucediendo en el último tiempo con un grupo de personas que formaron una organización llamada Movimiento de Nuevos Ciudadanos, para reclamar una mayor transparencia en la actividad del gobierno y mejoras en la educación de los hijos de los inmigrantes, entre otras cuestiones. Hasta abril pasado, 70 de sus miembros habían sido detenidos.
A pesar de la apertura económica, el sistema político se mantiene con el paso de los años. A fines de 2013, el Partido Comunista de China anunció el cierre de sus célebres campos de re-educación, que funcionaron durante casi 60 años y en los que se permitía alojar por hasta cuatro años a personas detenidas sin proceso. Allí, los internos debían trabajar en condiciones durísimas por un pago mínimo o, incluso inexistente. Sin embargo, las pruebas iniciales reunidas por Amnistía Internacional indican que en realidad los cambios han sido cosméticos, ya que las autoridades utilizan otras vías para mantener encerrados y torturar a los disidentes. Aunque la tortura es oficialmente ilegal, en la práctica, tanto los opositores políticos como los delincuentes comunes son sometidos a prácticas como la electrocución, palizas, denegación de tratamiento médico e inyección forzada de drogas.
Un caso emblemático es el de Ilham Tohti, un intelectual de la región autónoma uigur del Sing-kiang, crítico de las políticas del gobierno de Beijing hacia su etnia. Thoti fue detenido en enero de este año, bajo la acusación de separatismo y desde entonces está incomunicado, sin siquiera acceso a un abogado. Últimamente, se supo que estaría siendo sometido a un juicio en secreto, en el que podría ser condenado a prisión perpetua. Las autoridades se negaron a confirmarlo o desmentirlo.
En China todas las personas que sufren violaciones de sus derechos enfrentan barreras para acceder a la Justicia, que no es independiente ni imparcial sino que está controlado por el Partido Comunista, a través de los nombramientos, el manejo del presupuesto y otras herramientas.
El resultado es que millones de personas recurren a las peticiones, un sistema extrajudicial, por el cual es el gobierno el que canaliza reclamos, garantizado por la Constitución china. En 2013, se estima que se presentaron unas 600.000 peticiones por mes, principalmente por cuestiones como desalojos de tierras rurales y demoliciones de construcciones urbanas. Muchas de esas personas que recurren a las peticiones son detenidas u hostigadas, por autoridades locales que buscan que los casos no lleguen a altos funcionarios o no trasciendan públicamente.
La comunidad internacional debe actuar y presionar a las autoridades chinas para que esta realidad cambie. Y las autoridades que lo recibieron en su visita a la Argentina perdieron una buena oportunidad de hacerlo.