Las últimas decisiones tomadas por el juez de la corte de distrito de Nueva York, Thomas Griesa, entre ellas la de rechazar la medida cautelar que habían solicitado los abogados de la Argentina para suspender la sentencia que obliga a pagar a los fondos buitre, limita fuertemente las opciones de una negociación exitosa con los acreedores.
En diciembre de 2012 ya se había dado una situación similar cuando el Gobierno rechazó un gesto de buena voluntad de la Corte de Apelaciones de Estados Unidos al pedirle a la Argentina que presentara una fórmula alternativa y un cronograma de pago a los holdouts. La respuesta argentina en aquel momento fue que no obedecería un dictamen judicial en este sentido.
La situación que afronta en este momento el país se basa, sin embargo, en un problema de políticas implementadas desde fines del siglo XX; es decir, el mote de “defaulteador serial” que se le ha dado a la Argentina no está sustentado en hechos históricos, porque hasta finales del siglo pasado el país siempre había cumplido con sus obligaciones de deuda externa. La mayoría de las naciones latinoamericanos que se endeudaron en los 70, defaultearon en los 80, pero sólo la Argentina lo hizo en dos oportunidades.
Muchos artículos se escribieron acerca de cómo se llegó a ese último default, pero casi todos coinciden en que la principal causa fue el déficit fiscal. La base del plan de convertibilidad de los 90, cuyo objetivo principal fue el de contener la inflación, requirió la restricción a la emisión de moneda y, a consecuencia de ello, la necesidad de eliminar el déficit fiscal o de financiarlo a través de deuda. El déficit no pudo disminuirse y la deuda aumentó. En este escenario las exportaciones cayeron por falta de competitividad y también los recursos públicos para hacer frente a la deuda. Todo eso, sumado a las devaluaciones que sufrieron países con los que teníamos intercambio comercial, a la caída del precio de los commodities y a la crisis global hizo que la Argentina no pudiera reaccionar. La situación de crisis interna y de falta de credibilidad externa imposibilitó cualquier posibilidad de extensión de plazos o de nuevos préstamos. La situación institucional se agravó con la sucesión de presidentes, y con la salida del plan de convertibilidad la deuda externa pasó de ser del 67% al 166% del PBI.
Pero también es importante recordar el origen de las negociaciones para la reestructuración de deuda. Varios países pasaron por este proceso (Rusia, Ecuador, Paquistán, Ucrania) y lograron quitas a valores nominales (hasta el 50%), alargamientos de los plazos con la emisión de nueva deuda y un porcentaje bajo de holdouts. Sin embargo, ninguno de ellos llegó a situaciones como la que enfrenta hoy la Argentina. Históricamente, las negociaciones de las deudas se realizaron siempre en el marco de las negociaciones con los otros organismos multilaterales acreedores (FMI y Club de París en nuestro caso), pero en la década de 2000 la Argentina, por las razones que fueren, decidió no seguir los procesos de reestructuración aceptados y comenzó otro sin ese apoyo y por fuera de las condiciones que se consideraban “de mercado” (quitas de entre 27 y 30%).
Esa decisión de no respetar las reglas no escritas de reestructuración de deudas soberanas puede haber tenido una gran influencia en la manera en que la Argentina es percibida por los tribunales que reciben las demandas de los “fondos buitre”, independientemente de cuan reprochables puedan o no ser las acciones o las intenciones de estos acreedores. Además, si bien no sirve como justificación para el accionar judicial, ciertas declaraciones públicas respecto de la negativa a cumplir y el repudio a cualquier orden o sentencia de los tribunales estadounidenses pudo generar cierta animosidad judicial. Las muy recientes acciones del Juez Griesa hablan por sí solas. El rechazo de la cautelar y el nombramiento del abogado Pollack como “special master”, un título que bajo la ley estadounidense no da facultades para “negociar” el fallo sino para establecer maneras de que se cumpla la sentencia demuestran que las opciones de lograr una negociación conveniente para la Argentina son, por lo menos ahora, muy limitadas.