De entrada debo decir en honor a la verdad, que al adquirir la doble nacionalidad española, fui conminado a jurar lealtad a España y al Rey en un acto solemne, y antes de aceptar hacerlo por la parte que correspondía a la monarquía medité profundamente sobre lo que iba a hacer: los actos no son gratuitos, atan a las personas a determinadas consecuencias, y a pesar de lo anacrónico y hasta disparatado que consideraba el procedimiento de la cópula y posterior fecundación del óvulo como único requisito para establecer la jefatura de Estado, y de lo injusta que me parecía históricamente dicha institución, convine hacerlo, porque ciertamente pude, tras escarbar mucho en razones que me socorriesen en mi cometido, encontrar virtudes en Juan Carlos Borbón Dos Sicilias, en su papel como una instancia supra partidista, en una España que no tenía ni mucho menos aún resuelto su horrible pasado reciente de dolor, sangre y lágrimas. Y por supuesto, nobleza obliga, también porque jurar la lealtad a su Alteza no es que conviniese a mis intereses más íntimos, sino que me agenciaba en aquel entonces una situación de normalidad en un país que crecía a un ritmo fabuloso y donde se encontraba más manteca pegada en el techo que toda la que había sobre la mesa en el resto del mundo.