La Corte Suprema de Justicia tiene en sus manos un nuevo caso de “muerte digna”. Como consecuencia de un accidente de tránsito en Neuquén, M. D. se mantiene en estado vegetativo desde hace 18 años. Sus hermanas comenzaron en los tribunales hace 9 años una lucha para que se acceda a cesar las medidas que lo mantienen con vida. Si bien en 2013 el Tribunal Superior de Justicia de Neuquén dejó sin efecto la decisión de un tribunal de primera instancia que había denegado el pedido de las hermanas, esta sentencia fue apelada ante la Corte Suprema de Justicia. Recientemente se conoció el dictamen de la Procuradora General, Alejandra Gils Carbó, a favor del pedido de las hermanas. La Corte, entonces, tiene ahora el caso en sus manos. Esta circunstancia es una ocasión para reflexionar acerca de los principios que deben guiar las decisiones de los tribunales argentinos en casos de “muerte digna”.
No es la primera vez que la Corte Suprema enfrenta decisiones de este tipo. En 1993, por ejemplo, seis jueces de la Corte se expresaron a favor de respetar la voluntad del paciente en el caso Bahamondez, quien se había negado a una transferencia de sangre porque pertenecía al culto Testigos de Jehová. Más recientemente, en 2012 la Corte Suprema trató el caso de Albarracini Nieves, que había ingresado inconsciente a una clínica, necesitado de una transfusión de sangre. Albarracini, también perteneciente al culto “Testigos de Jehová”, había efectuado en 2008 una declaración por escribano público manifestando que no aceptaría transfusiones de sangre, aún si su vida se encontrara en peligro. Su padre reclamó, mediante una medida cautelar, que se le realizara la transfusión a su hijo. Siguiendo la línea de Bahamondez, los jueces de la Corte se comprometieron con la idea de que el Estado carece de facultades para entrometerse en los planes de vida de los individuos cuando éstos no afectan derechos de terceros: en base a sus valores, los pacientes tienen derecho a aceptar o rechazar tratamientos, aun cuando su decisión nos parezca irracional o imprudente. Es más, para avanzar con el respeto a la voluntad del paciente, no es necesario obtener autorización judicial: la decisión personal del paciente no debería trascender la esfera de su privacidad.
La situación de M. D., no obstante, plantea la dificultad de probar la voluntad del paciente cuando, a diferencia del caso de Albarracini Nieves, el paciente no ha dejado directrices anticipadas por escrito respecto de si corresponde o no que se continúe con cierto tratamiento médico para mantenerlo vivo. No es obvio que otras personas puedan saber cuál sería la voluntad del paciente. En respuesta a esta pregunta compleja, nuestros legisladores han tomado partido: la Ley de Derechos de los Pacientes establece que, en caso de que el paciente no esté en condiciones de otorgar su consentimiento informado, éste pueda ser prestado por sus parientes o personas muy allegadas -como explica el dictamen de la Procuración, es probable que éstos sean quienes están en la mejor posición para saber cuál sería la voluntad del paciente. Sobre esta base, la Corte Suprema debería acceder a la petición de las hermanas de M. D.
En suma, las personas podemos tener una concepción propia acerca de cómo preferimos morir, que puede, a su vez, formar parte de una concepción propia acerca de nuestra vida. Este tipo de casos complejos nos recuerdan que nuestro compromiso constitucional con la autonomía y con la dignidad requiere tomar seriamente y respetar esa preferencia.