El Leviatán tropical que el castrismo ha construido a lo largo de sesenta años exige, de manera sistemática, una cuota de sangre. La legitimidad del modelo está en función al terror que el líder y el partido son capaces de imponer. La cuota, ese concepto que todo revolucionario convicto y confeso aprende en las “escuelas populares”, es el pago que demanda la ideología para construir aquí en la tierra el paraíso ácrata, el Edén del “hombre nuevo”, un mito apreciado por los remanentes del guevarismo. Así, el Estado regentado por los Castro, adecuando principios de la ortodoxia comunista a la realidad latinoamericana, ha seguido el viejo manual político esbozado por Marx, el hombre que escribió, en un arrebato de sinceridad radical, que lo suyo (y lo de sus discípulos) era “proferir gigantescas maldiciones”. En realidad, lo que el castrismo ha hecho con Cuba es la hoja de ruta de todos los regímenes comunistas que han sido, son y serán. Todo se legitima si con ello se construye el futuro. Siguiendo esta lógica, la sangre puede y debe ser ofrecida en holocausto si con ello se consolida la revolución.
Por eso, no sorprende que un Estado construido bajo estas premisas ideológicas totalitarias y maniqueas, haya decidido asesinar a un opositor de fuste como Oswaldo Payá. Sin logros económicos que ofrecer después de sesenta años de mesianismo y estatolatría, los Castro sólo puede mantenerse en el poder empleando en el frente interno, indistintamente, la coerción masiva o la aniquilación selectiva. Además, en el exterior, el castrismo disfruta del apoyo material del ALBA y de la complicidad política de ese bloque que algunos analistas denominan la “nueva izquierda latinoamericana”: el lulismo del PT, el socialismo chileno de la Bachelet, la confluencia peruana de Villarán, etcétera. La realidad es clara: la “nueva izquierda” latinoamericana nunca ha dejado de acudir a los besamanos que periódicamente organiza La Habana.