Escribo esta columna motivado por el excelente artículo con el que Yamil Santoro provocó en este medio el debate sobre la conveniencia de implementar un sistema de aranceles destinado a financiar becas para los estudiantes de menores recursos. Coincido con el autor en la necesidad de tomar medidas para que la Universidad recupere niveles de excelencia y para que el servicio educativo, junto con las actividades de investigación y extensión, tengan un nivel tal que nos permita que nuestras casas de estudios estén entre las mejores del mundo.
La realidad es que, de acuerdo al ránking que publica Scimago Institute, la universidad latinoamericana mejor posicionada es la de San Pablo, que ocupa el lugar 12, mientras que la UBA, siendo la argentina mejor rankeada, recién aparece en el puesto 287. El otro problema de nuestro sistema de educación superior es que no solo no producimos la suficiente cantidad de investigadores full time, que son los que realmente crean el conocimiento y le dan calidad luego al aula, sino que dilapidamos muchos recursos porque los estudiantes tardan mucho en recibirse y encima la mayoría de los que se matriculan abandonan sin graduarse.
Para tener una idea, en el año 2011 (último Anuario disponible de la Secretaría de Políticas Universitarias) hubo 1.441.845 alumnos en las Universidades Nacionales, pero 29,5% de los reinscritos no habían aprobado ninguna materia el año anterior y 56% de ellos no había aprobado al menos 2 materias, que es lo que las condiciones de regularidad exigen. Quizás por esa enorme cantidad de alumnos con escasa actividad académica, el sistema mostraba entonces solo 73.442 egresados, lo que considerando que hay 307.894 ingresantes, arroja un ratio de egresos sobre ingresos del 23,8%
Lo que ambos valores están mostrando es que se produce una notable deserción en el sistema universitario que en buena medida tiene que ver con que el sistema les miente a los alumnos porque les promete carreras de 5 años de duración teórica, cuando en la realidad se extienden, en promedio, por 8,5 años. Entonces el alumno que terminó el primer año con 2 o 3 finales aprobados y enfrenta el prospecto de un plan de estudios de 34 o 35 asignaturas, abandona porque saca la cuenta de que el esfuerzo que debe realizar para recibirse durará más de lo que tenía previsto.
Todos los años cuando empiezo mis cursos en la facultad les hago la misma pregunta a los estudiantes e los cursos introductorios; les pregunto cuánto creen que tardarán en recibirse y sistemáticamente las respuestas caen en el rango de los 5 a 6 años, sobreestimando la verdadera capacidad de avanzar en la carrera.
Y aquí es entonces donde la cuestión del financiamiento es crucial, porque no es casualidad que como muestran los cálculos del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la UNLP (CEDLAS), mientras que solo el 19,9% de los jóvenes del quintil más pobre de la distribución del ingreso acceden a instituciones de educación superior, un 53,1% del 20% más rico ocupa un banco en el sistema. Si la Universidad realmente fuera gratis, pues tendría que haber menos ricos y más pobres, que son los que más necesitan educarse para mejorar sus posibilidades en la vida.
El problema es que la gratuidad de la matricula implica que el Estado paga solo un porcentaje menor del costo de llevar adelante el proceso educativo, que tiene que ver con el tiempo de los profesores y el uso de la infraestructura, dejando sin financiamiento al componente más importante: el tiempo de los propios alumnos, que deben resignar lo que podrían ganar en el mercado de trabajo si las horas que dedican a estudiar las ocuparan en un empleo.
De acuerdo al último Presupuesto 2014, el Tesoro destina unos $20.500 por alumno por año, pero si miramos la última Encuesta Permanente de Hogares del INDEC (EPH), el salario promedio de un joven de entre 18 y 25 años, con secundario completo y un trabajo de más de 35 horas semanales, fue en el último trimestre del 2013 (para 2014 hay que sumar probablemente un 25% más) de $4266, de modo que suponiendo que estudie 10 meses al año, son 42.660 pesos de costo de oportunidad, que debe resignar si es un estudiante full time. En resumen, el 67,5% del costo del proceso educativo lo está pagando finalmente el alumno aun cuando no pague ninguna matrícula o arancel y esto explica por qué los pobres no acceden masivamente a la Universidad, simplemente porque no pueden darse el lujo de renunciar a un salario.
Si consideramos entonces los derrames positivos de la educación al resto de la sociedad (mayor productividad de la economía) y le sumamos la altísima carga impositiva que enfrenta un graduado universitario que debe pagar impuestos al trabajo y ganancias, si está en relación de dependencia, y monotributo más ingresos brutos si es independiente (con niveles medios y bajos de facturación), y a eso le agregamos la carga tributaria del consumo de ese excedente que genera por haber estudiado (IVA, Internos, IIBB, etc), pues veremos que más del 50% de los beneficios son apropiados por la sociedad (vía impuestos o externalidades).
En conclusión, lejos de arancelar las universidades es preciso implementar un salario estudiantil, por la diferencia entre lo que ponen los estudiantes y el beneficio neto que obtienen, o alternativamente, aumentar el presupuesto educativo incrementando las designaciones exclusivas para investigación, que permitan mejorar la calidad de la educación por la que todos los alumnos pagan con su tiempo.