Educar para la convivencia, convivir para educar

No hace falta ser un agudo observador de la realidad para percibir que vivimos en una sociedad cada vez más conflictiva y violenta. Esta situación pone seriamente en riesgo uno de los comportamientos más básicos y esenciales del ser humano: la convivencia, que puede sintetizarse como la capacidad de coexistir pacíficamente con los otros.

Si bien no es el único, la escuela se presenta como un ámbito natural de formación para la convivencia. Sin embargo, la escuela se ha convertido en una de las tantas cajas de resonancia de la escalada de violencia y conflictividad social. Quienes somos parte y tenemos algún tipo de responsabilidad dentro del sistema educativo no podemos mirar para otro lado.

Las agresiones físicas que suceden habitualmente entre transeúntes en las calles, o bien entre hinchas en las canchas de fútbol, tienen la misma raíz que el bullying o las salvajes golpizas entre compañeros de una misma escuela.

Herramientas útiles, pero insuficientes sin el ejemplo

En el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires, la escuela cuenta con herramientas para canalizar e intentar resolver las situaciones de violencia y conflictividad, como los consejos de convivencia y los programas de mediación escolar. Se trata de dispositivos que permiten entender al conflicto como un elemento constitutivo de las relaciones sociales y, al mismo tiempo, como una oportunidad para madurar y aprender del otro. Para ello se trabaja con un abordaje cooperativo, donde se resaltan los aspectos positivos y enriquecedores de las diferencias que tienden a separarnos y enfrentarnos.

Ahora bien, para que esas herramientas con las que cuenta la escuela –que siempre son escasas y perfectibles- sean realmente efectivas, resulta necesario que los propios padres, docentes y autoridades comencemos por dar el ejemplo. El primer paso en la tarea de la formación para la convivencia es mostrar el camino a través de hechos concretos.

No es lo mismo un padre que insulta a otra persona delante de sus hijos que uno que no lo hace. Asimismo, no da igual un docente que falta o incumple sus horarios, que otro que hace un culto de la puntualidad y el presentismo. Como tampoco resulta indiferente un directivo que se maneja con discrecionalidad que otro que es ecuánime y se ajusta a la normativa.

Los niños y los jóvenes aprenden de lo que nos ven hacer, más que de lo que nos escuchan decir. En ese sentido, tienen una especial capacidad para percibir nuestras incoherencias. Por nuestras obras y nuestros actos nos conocen. Por eso, a la postre siempre van a replicar nuestros actos antes que las enseñanzas.

Para concluir, la escuela se presenta como un ámbito natural de educación para la convivencia. Definitivamente, está llamada a ocupar un lugar primordial en la resolución de los conflictos y el combate contra la violencia. Pero en primer lugar los adultos necesitamos demostrar en los hechos esa forma de sana convivencia que aspiramos inculcar a nuestros hijos.