escribe Carolina Mantegari
especial para JorgeAsísDigital
La sociedad blanca, durante el Mundial, recuperó el control del fútbol.
“Cuando el tema interesa, la gente no vacila en ponerla”, confirma la Garganta.
Despachante de innumerables aviones privados, que forman fila en el aeropuerto de San Fernando. Para partir, cuando juega Argentina, hacia algún punto de Brasil. Belo Horizonte, San Pablo, Porto Alegre, Brasilia. Ahora despacha para Río de Janeiro.
Relata que se registraron decenas de “vaquitas” de diez u ocho personas cada una. A los efectos de juntar los miles de dólares respectivos para organizar el vuelo privado. Ida y vuelta, por ejemplo hacia Brasilia, con una noche de hotel cinco estrellas y sin certeza de conseguirles el valorable ticket de la entrada.
Y ni hablar del oportunismo extraño que se apoderó durante la demanda inagotable de los vuelos de línea. Derivaron en la triplicación de costos del pasaje.
“No me imagino que un alemán, de Berlin o Frankfort, pague hasta Río tres veces más por un pasaje, porque sea el Mundial”, confirma otra Garganta.
Otro que “no vacila en ponerla” para asistir el domingo, al partido final de Argentina y Alemania. Con dos de sus tres hijos. Y alguna novia.
En el ámbito local, al que pronto debe volverse, la sociedad blanca, presentable y educada, ya dio por perdido el espectáculo del fútbol.
Fue copado, absolutamente, por la violencia de los marginales, que la alejan. Con las divisorias barras bravas que disputan, entre sí, por los núcleos prioritarios de pertenencia. Desde la explotación del estacionamiento hasta la distribución de versiones piadosas de “la blanca”. Las entradas de favor, la regulación de los aplausos o condenas.
Por la pugna explícita, sea a trompadas, sea a palazos o tiros. Por la sucesión de los negocios multiplicados.
Circunstancias diversas que expulsaron a la sociedad blanca de las tribunas.
“Ir a la cancha ya no es más para uno”, confirma la Garganta, resignada a la placidez de la televisión.
“Suerte que el Mundial es diferente”.
El merito de reconocerse
Festiva, sin reparos, pintarrajeada de manera exuberante, la sociedad blanca disfruta del Mundial de Brasil.
Perfectamente puede reconocerse. Coincidir con otros pintarrajeados, con colores distintos. Aunque se unen, fraternalmente, por la gran pantalla, donde de reojo siempre se buscan. Y saludan fervorosos al encontrarse. Sonrientes y con ambas manos. Sospechan que son descubiertos por los amigos que los miran, igualmente movilizados, aunque en sus casas, algo más cómodos.
Basta con cualquier plano panorámico de las tribunas para captar la multitud de argentinos sensibles y emotivos. Donde no aparece, ni siquiera como muestra, la imagen de ningún violento marginal. De los que pueblan los espectáculos locales.
Así vale la pena conmoverse con sutilezas del fútbol. Con la educación que posibilita la distancia. Con una distinción relajada, sin riesgos elementales.
La ventaja de los costos marca, con claridad, la frontera de las diferencias sociales.
El costo permite el desplazamiento selectivo de los amantes del fútbol. Los que, inducidos por la pasión, asumen la magnitud del gasto, como un verdadero atributo.
“Vale la pena darse, alguna vez, el gusto”, confirma la Garganta.
De gritar a favor del equipo nacional, de “gastar” a los brasileros “que se comieron siete”. Simularse, durante un lapso, como presentable barra brava.
De tararear el himno. Otro núcleo de pertenencia que genera también su propia diferenciación.
Porque para disfrutar plenamente del Mundial de fútbol es necesario mantener una idea previa de nación. Aunque se encuentre oculta, o apenas atenuada.
Una idea de nación que supere el marco aldeano del terruño, del barrio o de la cuadra. O de la identidad que brindan los colores de la casaca del equipo, en el plano doméstico. Al que debe volverse en tres días.
También, para conmoverse con el aspecto nacional, se debe estar capitalizado previamente por el ejercicio de la educación.
Otro atributo (la educación), que también, en la Argentina de hoy, tiene un costo.
El Mundial de Fútbol aún puede entenderse mejor. Aunque nadie subraye que los jugadores de Bosnia, sin ir más lejos, fueron formados durante la cotidianeidad de la guerra interna que desmembró para siempre Yugoeslavia. O que varios de esos muchachos rubios, que patean con menos habilidad que los nuestros, pueden ser perfectamente musulmanes, de cinco oraciones diarias.
Tampoco es necesario saber que esos otros chicos, los que jugaron para Irán, pertenecen a la generación de la revolución islámica, nacidos todos después de la irrupción del ayatolah Komeini, en el declive relativo de la civilización persa. No se trata de esgrimir ninguna acumulación informativa que pueda confundirse con erudición. Menos, aún, con la portación inofensiva de cultura.
Basta con asumir que cada equipo, desde su presente, arrastra una historia,
Final con Fútbol para Todos
A esta altura de la crónica, sobre todo al tomar consciencia que en tres días se regresa a la normalidad, debe aceptarse que Fútbol para Todos -nobleza obliga- es de lo mejor que produjo el cristinismo. Un acierto. Pero por lo contrario de aquello que vulgarmente se supone.
Porque se incluye, en el fútbol para todos, a la desplazada sociedad blanca. La que se encuentra, en la práctica, ausente. Porque considera a los estadios un ámbito casi prohibido.
La sociedad blanca hoy puede mayoritariamente seguir los partidos locales por televisión. Mientras deja, a los marginales, a través del ejercicio de la violencia, el control de las canchas, de las tribunas. Para generar situaciones limitadas, en cierto modo, al exclusivo plano policial. Por la reciedumbre que impide, incluso, hasta la presencia de visitantes de otros colores.
A partir de estas carencias cotidianas puede valorarse la magnitud del Mundial para la sociedad blanca. La que “no vacila en ponerla”.
Se explica entonces que miles de sus exponentes inviertan para exponer la libertad admirable de pintarrajearse. De ponerse la casaca argentina o envolverse en una bandera.
De trasladarse hacia Río de Janeiro o a San Pablo, como dentro de cuatro años hacia Moscú o San Petersburgo. A los efectos de tararear el himno, para recuperar gloriosamente el fútbol que nunca (la sociedad blanca) debió haber perdido