Si el horror tuviera rostro sería el de ellas: las víctimas de los ataques con ácido. Estas mujeres inician una tortuosa nueva vida tras la agresión, signada por el autoaislamiento, el dolor físico, el estigma social, las operaciones reiteradas, las cicatrices imborrables y la impunidad de sus agresores. A nivel mundial, tan sólo el 20% de los atacantes resulta castigado por este acto, con el que no buscan matar a sus víctimas, sino transformar su existencia, única e irrepetible, en una pesadilla de la que jamás puedan despertarse.
Estos ataques no se limitan a mujeres, también hay casos de hombres agredidos y cientos de niños y niñas. Los motivos van de la violencia familiar a la venganza y las disputas económicas, pero que siempre tienen como blanco al eslabón más desprotegido de la cadena. Por ello, el 80% son mujeres y niñas. Este delito, que se cobra más de 1500 víctimas anuales en 20 países y que tiene mayor incidencia en la India, Pakistán, Bangladesh, Afganistán, Nepal, comienza a causar gran preocupación, también, en nuestra región. En Colombia, la gran cantidad de casos, en franco aumento desde hace casi una década, está causando una fuerte conmoción interna, ha despertado la paranoia colectiva, está poniendo en jaque al gobierno y suscita la atención de los principales medios internacionales.
El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, se vio muy cuestionado por haber dejado vencer el plazo de implementación de una nueva ley que condene con más severidad estos hechos y no bajo el mismo paraguas de otros ataques personales, como una golpiza, de los que la víctima puede recuperarse en un 100% con el paso del tiempo y atención médica. Frente a las críticas y al temor de la ciudadanía, Santos reaccionó con fuerza, ofreció recompensas de 40 mil dólares por información que conduzca a esclarecer delitos de este tipo, inauguró una línea telefónica de emergencias, restringió la venta al público de los químicos y ofreció atención médica gratuita a las damnificadas. Sin embargo, según datos de Medicina Legal de Colombia, esta modalidad delictiva ya se ha cobrado unas 1000 víctimas en ese país que registra más de 60 casos anuales y que afecta a todos los estratos sociales.
En el resto del mundo, especialmente en Asia, esta práctica propia de la Edad Media, es aún más difícil de combatir. El sencillo y económico acceso a los ácidos, la extrema pobreza combinada con la falta de educación y el machismo, perpetúan estos castigos que ni siquiera conllevan una condena social severa contra el agresor. Además, como en el imaginario colectivo existe una asociación que vincula erróneamente a las marcas de ácidos con el adulterio, se termina convirtiendo al victimario en víctima y sumiendo a esas mujeres en la humillación y la vergüenza.
El derecho de una mujer o de una niña a rechazar a un candidato, a asistir a la escuela, a mirar a un hombre a los ojos o a negarse a tener relaciones sexuales con él, suelen ser los actos que con mayor frecuencia se penan con uso de ácidos que generan cicatrices físicas, sociales y psicológicas que se llevan de por vida. La mayoría de las víctimas pierde la vista o sufre quemaduras en las manos (por la reacción natural a protegerse con ellas) lo que luego les impide trabajar o hacer tareas cotidianas como alimentarse o higienizarse.
Los relatos en primera persona estremecen. La película Saving Face, ganadora de un Premio Oscar, muestra en formato de documental, la realidad a la que se enfrenta un médico cirujano plástico pakistaní formado en Londres que vuelve a su tierra a ofrecer ayuda a estas mujeres, muchas de ellas privadas de atención médica y que llevan adelante lo que queda de sus vidas cubiertas de harapos y en la oscuridad. Se trata de historias verídicas muy duras pero a las que vale la pena abrir los ojos para ver lo que aún ocurren aún hoy, en nuestro tiempo.
Frente a este flagelo, las acciones más importantes vienen precisamente desde el tercer sector, de la mano de varias ONG como Acid Surviviors Trust International, Action Aid o la colombiana Reconstruyendo Rostros. Sin embargo, desde otras esferas, el compromiso es nulo o casi nulo y muestra todo lo que queda por hacer en la lucha contra la violencia machista, que se erige en diversas formas y matices, pero que sigue muy presente también en nuestra región, donde el cuerpo de la mujer no es la esencia que le pertenece a ella misma, sino un objeto que decora, que vende productos, del cual el hombre se adueña en el matrimonio, que puede comprar, alquilar o destruir con cierta levedad y hasta tolerancia social.