Dos de abril. Día otoñal en el que los argentinos recordamos que hubo una guerra. Que tuvimos una guerra. Una guerra en la que no hubo sol de otoño, sino un frío cortante y ventoso, de los que rompen la piel. Un día en el almanaque dedicado a recordar lo que parecemos olvidar el resto de los 364 días que transcurren hasta el próximo 2 de abril. Porque algunos podemos darnos ese lujo: recordar y olvidar, recordar y olvidar. Pero, para quienes estuvieron allí, esa no es una opción. Para lo que extrañan a sus hijos, a sus maridos, a sus padres o a sus amigos, tampoco. Mucho menos para aquellos que, al volver, trajeron consigo recuerdos de horror y dolor, de esos que acechan noche y día.
En Malvinas murieron 649 soldados argentinos: 323 en el hundimiento del crucero General Belgrano y 326 en distintos teatros de operaciones. Pero las bajas de la guerra no terminaron con el cese de hostilidades del 14 de junio de 1982. Desde esa fecha hasta entonces, más de 400 ex combatientes se quitaron la vida, en un acto desesperado por apagar los tormentos que nadie les ayudó a sobrellevar. Esto es, un suicidio por mes. La sola idea causa estupor e indignación. Pensar que alguien que logró volver con vida de una guerra deba recurrir a la muerte ante la indiscutible y suficiente pasividad de la sociedad por la que estuvo dispuesto a entregar lo más preciado.
Hace un par de años, y con motivo de cumplirse 30 años desde la guerra, con DEF TV realizamos un documental para televisión llamado “Mensajes de Malvinas”, en cuya conducción me acompañó Tomás Bulat. Recuerdo cuánto nos conmovieron a todos los casos que conocimos. Desde la producción, la periodista Mariana Bachiller viajó por todo el país recogiendo testimonios, compartiendo días enteros con ex combatientes y sus familias, escuchando sus historias, sus sueños, sus dolores. Bachiller destaca que “en los relatos había un denominador común: a muchos de ellos los había salvado la palabra”.
Feliciano Sánchez, un soldadito correntino de 18 años, resguardado en su helado puesto de trinchera escribía compulsivamente en un cuadernito Gloria que guardaba pegado a su pecho. Era su único escape, su conexión con un mundo donde no había guerra. “Hoy llora emocionado al leer lo que escribió cuando tenía sólo 18 años”, recuerda. Fernando Romero, un conscripto, también correntino, cayó prisionero de las tropas inglesas. Durante su cautiverio escribió en precarios pedacitos de papel higiénico todo su dolor y angustia. Aún conserva ese diario de prisión que, según él, lo salvó de la locura. Al volver a su pueblo eligió un trabajo nocturno porque le resultaba insoportable relacionarse con otros en conversaciones banales. Una madrugada, dos años después de su regreso, saliendo de su trabajo se topó casualmente con otro ex combatiente a quien no conocía. “Esa fue la primera vez que pudo hablar de Malvinas, a partir de ese día comenzaron a juntarse para compartir sus memorias, según Fernando, nadie más podría comprender lo vivido. Esas charlas le salvaron la vida”, confiesa Bachiller.
Pero no todos tuvieron la suerte de poder expresarse, de encontrar el modo y la ayuda para exorcizar lo vivido. Si bien, con el correr del tiempo se fueron creando asociaciones y sitios desde los que se ofreció contención, lo cierto es que, hasta hoy, los ex conscriptos tienen que recurrir a la Justicia para exigirle al Estado que cumpla con la ley 23.109, sancionada en 1984, que lo obliga a una convocatoria anual para una revisión médica nacional en busca de detectar enfermedades y de evitar que continúen los suicidios. Pero dicha ley, votada por unanimidad por el Legislativo y vigente desde hace 30 años, nunca se cumplió cabalmente.
Sin embargo, cuando hablamos de suicidios post conflicto, vale aclarar que no se trata de un fenómeno exclusivamente argentino. Varios en el “otro bando” también se quitaron la vida, aunque los ingleses han sido muy herméticos a la hora de brindar estadísticas sobre el tema. En otros países, como EEUU, las cicatrices invisibles de la guerra también hacen estragos. El presidente Barack Obama llegó a hablar de “epidemia” -la tasa de suicidios en el ejército se duplicó durante la última década, con las incursiones en Irak y Afganistán- y es aún más alta entre quienes dejaron la Fuerza, donde se registran 8 mil suicidios por año, es decir, 22 por día.
Consultado sobre el tema el Dr. Luis E. García, especialista en Psiquiatría de CENPIA e investigador en Farmacología Clínica (MP: 112308) nos explica que “no todos los ex combatientes son iguales, a lo largo de la historia. Unos tienen reconocimiento, galardones y obtienen empleos de inmediato porque se les abre los brazos a un futuro post bélico. Otros solo son recordados en muros con su nombre, en un lugar público o en su regimiento, pero nadie los trata como héroes y les cierra las puertas”. Para él, “los Estados modernos, a pesar de la asistencia brindada, poco pudieron hacer para revertir el aislamiento social, la pérdida de oportunidades de empleo que, sumados a la patología propia de las guerras, conducen a depresión y suicidio en tasas más elevadas que la de la población general”.
Una de las patologías más frecuentes entre los veteranos es el “estrés postraumático” o “Post Traumatic Stress Disorder” (PTSD), cuya historia cobra cada vez más relevancia en las guerras del siglo XX. Como puntualiza el Dr. García “el cuadro, que comienza como un estrés agudo de gran severidad, tiene repercusiones neurobiológicas con muerte celular en áreas cerebrales ligadas a la memoria y a las emociones, como el gyrus dentado y el sistema límbico. El tratamiento debe ser temprano para evitar que el cuadro se desarrolle y establezca en el largo plazo: la depresión y la pérdida de memoria son síntomas clásicos, al igual que las pesadillas y estados disociados diurnos, donde se reviven los momentos de mayor trauma psíquico. La tasa de suicidios es muy elevada”. ¿Cómo debería tratarse a los pacientes que sufren de PTSD? El médico, con experiencia en esta materia, nos explica que “el tratamiento es doble, tanto farmacológico como psicoterapéutico, y debe ser puesto en práctica, de ser posible, antes de los 30 días de aparecidos los síntomas para evitar el paso a la cronicidad. La terapia cognitiva y el tratamiento con antidepresivos parecen ser la receta más probada, aunque aún queda mucho por aprender sobre el trastorno y la enorme variabilidad individual, tanto en su génesis como en la respuesta a los tratamientos.”
La llamada “desmalvinización”, posterior al conflicto, hizo perder un tiempo precioso para salvar a los que volvieron del horror de la guerra. 32 años después, es hora de entender que lo que le pasa a nuestros ex combatientes, nos pasa también a nosotros porque, lo que hacemos con ellos, nos define como sociedad. No podemos continuar “desmalvinizando” nuestra memoria colectiva, ni barrer debajo de la alfombra lo que no nos gusta ver, ni permitir que Malvinas sea carne de cañón para el rédito político del gobernante de turno, ni el objetivo fácil de nacionalismos huecos y populistas. Y, por sobre todo, no podemos abandonar a las víctimas de esa guerra, absurda y desbalanceada, que por eso mismo y más que nadie, son nuestros héroes.