Cinco preguntas a la sobreviviente de un genocidio

¿Quién podría imaginarse perderlo todo? Que te elijan por sobre tus hermanos para darte refugio. Pasar 91 días escondido en un baño de un metro y medio cuadrado junto a otras 6 personas más, sin poder conversar y recibiendo solo una pizca de alimento antes del anochecer. ¿Quién podría especular con el terror y los juegos de la mente cuando es llevada a situaciones extremas? ¿Quién resistiría salir del encierro y ser abrazado por la muerte de toda su familia, sus seres queridos, sus amigos? ¿Quién podría soportar sobrevivir para ver a su mundo arrasado y masacrado bajo el rigor de palos y machetes? ¿Quién se imagina un año en un campo de refugiados sin saber qué hacer, a dónde salir, cómo y por qué seguir respirando? ¿Quién sabría enfrentar cada día inmerso en una pesadilla de la que es imposible despertar? Pero más aún: ¿Quién sería capaz de perdonar a los asesinos?

Inmaculée Ilibagiza es el nombre de esta mujer ruandesa que estuvo en esa piel. Ella es una sobreviviente de lo que se conoce como el genocidio de Ruanda de 1994, una feroz carnicería de los hutu contra los tutsi, que tuvo un ritmo de matanza cinco veces superior al del Holocausto. A pesar de que han transcurrido 20 años desde esos hechos, y de haber viajado por todo el mundo contando, una y otra vez, su testimonio; aún pueden adivinarse restos de dolor, incredulidad y espanto en sus relatos.

Pero lo más sorprende de Inmaculée no es la historia que le tocó vivir, sino aquella otra que ella misma decidió escribir y protagonizar, una vez que salió de ese baño, apabullada y con 30 kilos menos. Esta bella mujer de sonrisa poderosa tuvo la capacidad de reinventarse, de renacer del infierno, y para ello se valió de su fe y profunda religiosidad.

Sin embargo, incluso para quienes somos agnósticos, su palabra resulta conmovedora y reveladora, por lo que considero lo más sorprende en ella que su capacidad de perdonar. De perdonar en el sentido más profundo y generoso del término. Haciendo honor a su etimología “per” que significa “con insistencia, muchas veces” y “donare” de “donar”. Como en el inglés, for-give; en el francés, par-donner; en italiano per-donare, en alemán ver-geben.

Porque perdonar es dar gratuita y abundantemente. Es ir contra uno mismo, abandonarse a uno mismo y priorizar al otro. No busca un fin, un objetivo. Es un acto del “dar”, una donación que no busca recompensas.

Así, el mensaje de amor, de paz y de perdón que reflejan tanto su libro “Sobrevivir para contarlo”, como en sus conferencias, es una profunda y maravillosa lección de vida y humanidad que nos hace repensar nuestra actitud hacia los demás y hacia nuestra historia.

Durante su visita a la Argentina, Inmaculée conversó con Infobae.

-¿Cómo era tu vida antes del genocidio?

Era espectacular, como la de todo el mundo. Solíamos ir a nadar, teníamos nuestros juegos y amigos que visitábamos en familia. Las personas eran muy amables y, sobre todo, muy confiables. Toda mi infancia fue muy bella. Lo mismo que vi en Estados Unidos: chicos jugando a la pelota, corriendo, saltando alegremente. Esta es la realidad que conozco. Quizás en Estados Unidos tienen mejor ropa, pero los niños son iguales en todos lados. Les gusta jugar. Son felices. También lo éramos nosotros. Siempre teníamos buena voluntad para ayudarnos entre los vecinos. Teníamos, en general, una vida muy cómoda.

-Como sobreviviente, ¿cuáles son tus recuerdos y tus testimonios del genocidio?

He sido testigo de los mayores actos de maldad. He visto lo que el odio hace en los seres humanos. Lo egoísta que se pueden volver. He visto cual puede ser el resultado que deja el odio. Pero también sé que las personas tienen la capacidad de hacer el bien. Eso sí, cuando eligen hacer el mal, todo puede volverse algo terrible.

-¿Cómo cambió tu vida después de eso?

En especial, lo que cambió fue mi familia. Uno toma las cosas por sentadas y luego caemos en la cuenta de que la vida es muy corta y efímera. Se nos puede ir en un abrir y cerrar de ojos. No es eterna. Por eso necesitamos una enorme fe en Dios. Yo comprendí que el amor, el perdón y la esperanza podían cambiar mi vida. La fuerza de la oración y el poder del amor me cambiaron. Físicamente perdí a mis padres y hermanos… Pero espiritualmente me convertí en una persona renovada.

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-¿Crees que Occidente da la espalda a África? Que para ellos la vida no tiene valor allí?

Más que nada pienso que no vieron ninguna clase de ganancia o recompensa. No les interesaron las personas necesitadas porque ellos mismo no ganaban nada prestándoles atención. Este es el comportamiento más frecuente que se tiene con los pobres. ¿Por qué ayudarlos? Esto es lo que sucede cuando falta amor.

-¿Cuál es el sentido más profundo del perdón?

La paz. El perdón verdaderamente nos trae paz y libertad. Si buscamos el bien de las personas que nos han lastimado las podemos cambiar. Esto es lo que puede lograr el amor. Si bendice a esa persona, puedes cambiar el mundo. No permitas que la ira y el resentimiento se apoderen de ti. Alguien dijo que el perdón es el perfume que despide una flor después de ser pisada. La rosa no pierde su perfume. En algún punto, nosotros perdemos nuestra identidad. Tenemos el deber de seguir amando incondicionalmente. Y sin necesidad de ser ingenuos: si alguien debe ser llevado a la justicia, está bien. Pero las personas pueden cambiar y nosotros debemos tener misericordia. Necesitamos perdonar.