El cubo mágico de Obama

Para EEUU la política exterior siempre fue un asunto serio. Ser una potencia requiere, antes que nada, entender cómo funciona el mundo y reaccionar con certeza y determinación para que no queden dudas de quién lleva la batuta del ritmo global.  La administración de Barack Obama no es una excepción en ese sentido. Desde el primer momento en que el actual presidente pensó el armado de sus dos gestiones, lo hizo de modo tal de asegurarse tener en su mesa a los pesos pesados de la materia. Como sostiene Marco Vicenzino, director del Global Strategy Project  y miembro de la Junta de Directores de Afghanistan World Foundation, Obama es un producto de la política de la ciudad de Chicago y, si bien no tenía experiencia internacional antes de candidatearse, es muy juicioso respecto a su importancia por lo que “se rodeó de gente del Partido Demócrata con experiencia en política internacional’’.

Una realidad preocupa a los grandes líderes: el mundo está que arde. Si bien los conflictos existen desde los albores mismo de la humanidad, esta dinámica multipolar, de economías interdependientes, donde la información es cada vez más poderosa, veloz y globalizada, lleva a que se aceleren y se enreden, como una madeja al viento, al punto de tornarse un desafío inédito. Con esto se encuentra EEUU ahora. Con un laberinto internacional muy intrincando, donde cada movimiento genera múltiples impactos a nivel externo e interno, muchos de ellos no buscados ni deseados. Un juego de ajedrez donde las piezas del tablero tienen varias caras, según cómo se las mire. Aquí radica la novedad.

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Un oso que ya no hiberna

“Hay que saber lo que significa Rusia para Crimea y Crimea para Rusia. Se trata de un lugar histórico y sagrado para Rusia, un símbolo de la victoria de la voluntad rusa, compuesta por diferentes etnias, muy parecida a la Gran Rusia, que no se disolvió”, sentenció Vladimir Putin frente a diputados del Kremlin, antes de firmar con los líderes de Crimea y Sebastopol el tratado de anexión. El discurso fue aclamado por la gran mayoría de los rusos y deja traslucir algo que los occidentales no deberíamos olvidar y es que, para comprender lo que está ocurriendo en Crimea, no alcanza sólo con dar cuenta de la importancia geopolítica de la península, tan indiscutible como obvia. Resultaría incompleto abordar el tema sin tener en cuenta el condimento pasional e histórico que sazona el conflicto y que tiene que ver con el séptimo pecado capital, capaz de condenar el alma al infierno: el orgullo. En este caso, el orgullo nacional ruso, malherido durante la Guerra Fría. En este sentido, para el analista Andrei Serbin, “hay pocas dudas sobre la humillación que sintió el pueblo ruso con el colapso de la Unión Soviética” que fue producto, no sólo de la victoria de Occidente, sino también el resultado de 70 años de comunismo.

Desde nuestro etnocentrismo pretendemos comprender los procesos que ocurren en otras latitudes usando sólo nuestros prismáticos y dando por hecho que nuestra visión de mundo, regada aquí y allá por la globalización, ha de ser abrazada y bendecida incluso por culturas densas, profundas y orgullosas, como la rusa. Así, el politólogo Luis Tonelli recuerda la reflexión de John Gray en False Dawn, en donde advierte que la globalización, más que ser una nueva situación mundial, es también una ideología de exportación que genera sus resistencias. No por nada, la visión ingenua de la globalización, prevaleció entre dos caídas: la del muro de Berlín y la de la Torres Gemelas a manos del fundamentalismo islámico. Por eso “uno puede imaginarse si a esta resistencia natural se le suma, como en Rusia, el orgullo herido y la nostalgia de haber sido el futuro alternativo al capitalismo, que muchos consideraban inevitable”.

Los 90s fueron difíciles para Rusia, pero en los últimos años el gigante ha ido levantando cabeza y quiere mostrar al mundo su magnificencia y poder. En mi artículo anterior, sostenía que el conflicto en Crimea -a mi juicio uno de los más importantes desde la disolución de la UURSS en 1991- puede convertirse en la bisagra hacia un Nuevo Orden Mundial. En ese tablero, Rusia quiere pisar bien fuerte, como el gigante que siente que es, y clama el lugar que cree que la Historia le tiene destinado (como lo demostró en Crimea pero también en Siria, con las negociaciones sobre el tema nuclear iraní, etc.)

Vladimir Putin no ha ocultado su nostalgia por la Unión Soviética y llegó calificar su colapso como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Resulta muy importante atender a lo que él piensa y dice, porque cada vez que escuchemos la frase “Rusia quiere”, “lo que hará Rusia” o “Rusia decide que”, lo que debemos pensar en paralelo es “Putin quiere”, “lo que hará Putin” o “Putin decide que”. Porque, si bien el país cuenta con un gobierno, un parlamento, un ministerio de Economía, un Consejo de Seguridad Nacional, la toma de decisiones hoy se concentran en el hombre fuerte que supo construir un sistema piramidal de poder por el cual las decisiones siempre terminan recayendo en “el macho alfa”, como se lo apodaba a Putin en los cable diplomáticos revelados por Wikileaks en 2010.

Que el primer ministro ruso tiene asegurado el lugar en la historia de su país, no cabe dudas. Lo que ahora se está trasluciendo es qué quiere que las páginas digan de él. Por lo que vemos hasta ahora, el líder vanidoso que supo leer y encarnar la ansiedad nacionalista del ruso de a pie -y cuya imagen, según la encuestadora independiente, Levada, no ha parado de crecer hasta alcanzar el 72% de aprobación este mes– se para frente al mundo como el “reconstructor de la Rusia Grande”. Esa potencia que se gasta 50 mil millones de dólares en Sochi solo para mostrarle su plumaje al mundo. La Rusia que no ha perdido oportunidad para poner a raya a EEUU y dejar impotente a Europa. Porque ahora el oso exhibe sus dientes y garras para hacer alarde de su poder, su tenacidad y su voracidad. No ya desde lo ideológico, sino con su capitalismo salvaje y feroz. Como dijo Putin en su último discurso “no estamos en contra de la colaboración con la OTAN, pero estamos en contra de que una organización militar se apodere de territorio en nuestra frontera. No puedo ni siquiera imaginarme que vayamos a Sebastopol a visitar al ejército de la OTAN. Es mejor que ellos nos visiten a nosotros y no nosotros a ellos.”

Por otra parte, llama la atención que, recién ahora, la Unión Europea haga un mea culpa sobre el gravísimo error (¿o negligencia?) de haber mandado a un grupo de tecnócratas, desconocedores absolutos de la historia de la región, a negociar el famoso tratado comercial con Kiev que desató las fieras. Occidente debe comprender que Rusia no va a regalar su patio trasero y que está dispuesta a recuperar su lugar de potencia mundial de peso, no solo en su zona de influencia, sino también en otra partes del globo, incluida América Latina, y si no, miremos al Puerto Mariel, en Cuba; los acuerdos por puertos y armas con Nicaragua y los contratos armamentísticos con Venezuela. Moscú quiere dar que hablar, incluso por estas latitudes.

¿Por qué importa lo que pasa en Ucrania?

12.830 kilómetros separan a Kiev de Buenos Aires. Sin embargo, los hechos que mantienen en vilo a Ucrania son mucho más cercanos para los argentinos de lo que parece a simple vista o de lo que el mapa pareciera insinuar. Más que nunca en la historia de la humanidad, la globalización y ésta economía mundial que nos entrelaza, hace que el ardor en las heladas calles ucranianas no pueda, o no deba, pasarnos inadvertido.

Esto es así por distintos motivos. Por un lado, por los lazos culturales que unen a ese pueblo con el nuestro, producto de las cuatro oleadas de inmigración: una antes de la Primera Guerra Mundial (con 10 mil a 14 inmigrantes), la segunda  en el período de entreguerras (la mayor de todas con cerca de 50.000), la tercera después de la Segunda Guerra Mundial (5 mil)  y, la cuarta, la post-soviética (con unos 4 mil inmigrantes). Así, se calcula que viven hoy en nuestro país entre 300 mil y 400 mil personas de origen ucraniano, aproximadamente un 1% de la población total.  Vale decir además que, por esas curiosidades de la Historia, los primeros inmigrantes ucranianos, fueron trasladados a Misiones en un plan del gobernador de ocupar tierras para impedir el avance territorial de Brasil. Hoy, son  sus descendientes, quienes desde su patria de origen, resisten ser devorados por el “vecino gigante”.

¿Por qué más debe interesarnos lo que pasa en Ucrania? Juan Pablo Petrini, un político argentino descendiente de ucranianos, especialista en procesos políticos y colaborador de la Delegación Ucraniana en Argentina, advierte sobre las semejanzas entre ambos países en cuanto a su interés estratégico desde el punto de vista geopolítico: la energía, las reservas de agua potable, los alimentos y  pasos marítimos estratégicos; por un lado el  de Malvinas, por la unión del Pacífico y el Atlántico; del otro, Crimea, con su acceso al mar Mediterráneo, como vía hacia el Atlántico o hacia la zona más turbulenta del planeta, Oriente Próximo. Por eso para Petrini “hay similitudes que pueden servir de lección y de parámetro a la hora de observar el esquema mundial. En cierto sentido, la situación circunstancialmente periférica de la Argentina juega hoy como una ligera ventaja que permite, si se aprende, anticiparse a situaciones que el tiempo parece anunciar mientras se hace presente en Ucrania.”

Pero además, lo que ocurre en el  “granero de Rusia” es también importante desde el punto de vista de su impacto en la economía mundial en general y en la argentina, en particular. La inestabilidad política se tornó inestabilidad económica y  la amenaza de guerra, desconfianza. De hecho, ya hubo un impacto concreto en el precio del maíz y del trigo (Ucrania es el tercer exportador mundial) y en el precio internacional del gas que, como se sabe, es el principal componente de la matriz energética argentina y su importación es relevante en nuestras cuentas.

Para el economista Luis Palma Cané, la primera repercusión de la crisis por Crimea es que genera un nivel de incertidumbre total, el segundo que desacelera la actividad económica, por la caída del comercio exterior, lo cual nos afecta a todos, en tercer lugar, el gas, cuyo aumento sube la inflación en el mundo (el 80% del gas ruso pasa por Ucrania) y, por último el tema del aumento del precio de las commodities. “Pese a que uno diría que esto debería beneficiar a la Argentina, lo cierto es que termina resultando insignificantes, porque las consecuencias negativas son mucho más importantes”, afirma.

Por último, no podemos perder de vista el impacto de los hechos que ocurren en Ucrania en materia política y de defensa, lo que sobrepasa el interés exclusivo de sus vecinos. Así, algunos analistas piensan que estamos en “las puertas de la Guerra Fría”, visión que considero un tanto extrema y peligrosa en cuanto compara dos contextos históricos muy disímiles. Sin embargo, dos cosas parecen ciertas: que habrá un antes y un después de este conflicto del que puede germinar un nuevo orden mundial y, por otro lado, que el mundo es cada vez más pequeño  y ya no podemos darnos “el lujo” de mostrarnos indiferentes frente a hechos relevantes de la política internacional, ni cometer la ingenuidad de creer que las balas “no nos tocan” por el solo hecho de que se disparan a miles de kilómetros de distancia.