No quiero un “sí, quiero”

En varias oportunidades, desde estas columnas, hemos reflexionado sobre la inaceptable vigencia de la esclavitud y del abuso y la violencia física y psicológica contra mujeres y niñas. Estos hechos, que parecen sacados de la parte más oscura de la historia de la Humanidad, siguen estando vigentes en nuestro tiempo y aparecen todos unidos bajo el fenómeno de los matrimonios forzados que causan gran preocupación mundial y que han pasado a ser el foco de lucha de varias organizaciones humanitarias.

Está práctica, basada principalmente en tradiciones culturales y religiosas, atraviesa continentes y culturas y castiga con mayor crudeza a las mujeres en situación de vulnerabilidad. Los casos más resonantes y numerosos no sólo se circunscriben a países como Pakistán, Afganistán, India, Tailandia o Yemen, sino que también tienen presencia en nuestra región. En México, varias comunidades aborígenes siguen celebrando matrimonios precoces y forzados, y lo hacen con la complicidad de las autoridades comunales, de la policía y de la justicia. Las raíces culturales de esta costumbre no pueden justificar lo que es una lisa y llana violación a los derechos humanos, en la que la mujer se ve privada de su derecho básico de consentir una unión que determinará su cotidianeidad y el resto de su vida futura.

Pero además, cuando involucra a niñas, se añade la terrible realidad de menores sometidas a violaciones, traumas, trabajos forzados y maternidad prematura, a edades en las que ni siquiera están preparadas para comprender y adaptarse a la vida matrimonial. En ese sentido, la Convención de los Derechos del Niño ha sido determinante en la prohibición de estas uniones que, por lo general, se dan entre niñas de alrededor de 8 años con hombres de más de 30 y, en ocasiones, ancianos. El matrimonio forzado sigue afectando a 400 millones de mujeres en el mundo y se calcula que, en el término de una década, puede extender a 142 millones de niñas más, según datos del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).

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Una niña afgana de once años junto a su marido. Tomada por la fotógrafa estadounidense Stephanie Sinclair, elegida como mejor fotografía del año por el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef)

La lucha contra este flagelo es extremadamente delicada. No sólo enfrenta la resistencia de comunidades enteras y de líderes religiosos, sino que además, pone en un dilema a quienes buscan ayudar a estas niñas, ya que son sus propios padres quienes las exponen a esta crueldad. Aquí la ignorancia y la pobreza se convierten en los cerrojos más poderosos de sus cadenas. Sus progenitores, la mayoría de ellos sumidos en la miseria, no pueden sostenerlas y cuentan con el dinero de la dote o de su venta para la subsistencia del resto del grupo familiar. Incluso, la detención de los padres implicaría, en muchos casos, dejar a la niña y a sus hermanos expuestos al desamparo total.

¿Cómo salir de esta maraña?. La respuesta más efectiva está en la educación, por eso fundaciones como “Girls not Brides” (“Niñas, no esposas”) centran su lucha en la formación de estas mujeres para permitirles forjar un futuro distinto y para que no continúen el círculo vicioso con sus propias hijas. En este contexto es que hay que leer también un hecho como la feroz reacción del grupo radical Boko Haram que secuestró a más 200 adolescentes en un internado de Nigeria. Las mismas son sometidas a violaciones y están comenzando a ser vendidas como esposas y esclavas. Tal como lo comunicaron ellos mismos, no fue azarosa la elección de “chicas estudiantes” sino que constituye un escarmiento simbólico para aquellas mujeres con aspiraciones intelectuales, que buscan un futuro distinto.

Por ello, el compromiso de figuras públicas como la francesa Julie Gayet, (más famosa a nivel mundial tras su affaire con el presidente francés, Francois Hollande), o la película “Tall as the baobab tree” de Jeremy Teicher, presentado recientemente en el Festival de Cine de Human Rights Watch que tuvo lugar en Nairobi, o el trabajo de varios fotógrafos que abrieron los ojos del mundo a esta realidad por medio de la fuerza de la imagen, constituyen todas contribuciones muy valiosas para unir voluntades que puedan salvar a miles de mujeres y niñas de vidas enteras transcurridas en el infierno.

Cuando nacer es morir

Derese, un granjero de Etiopía, hace lo posible para cuidar a sus hijos y ganar lo suficiente para alimentarlos. Desde que su esposa murió, 3 meses atrás, 5 de sus 10 hijos no lograron sobrevivir. “El décimo bebé murió en el parto junto con mi esposa” cuenta.  Un día y medio después de haber comenzado el trabajo de parto, la mujer finalmente pudo llegar a un centro de salud que, sin embargo, no contaba con el personal y el equipamiento necesarios para atenderlos.  “Si pudieran ver en mi interior, verían el fuego que me quema por dentro. Yo sé que, por el hecho de ser pobre y no tener dinero,  fui incapaz de salvar a mi esposa. Cada vez que pienso en ella me siento culpable”.

Este es uno de los testimonios desgarradores que la ONG Save the Children recoge en  su trabajo  Ending newborn deaths (Acabar con las muertes de recién nacidos. El estudio, publicado recientemente, da cuenta del cuadro de la mortalidad infantil en el mundo y destaca las mejoras de la última década, con un descenso del  50% en el número de muertes “gracias a programas de inmunización contra las enfermedades, la planificación familiar, programas nutricionales y también a la mejora de las economías en países en vías de desarrollo”. Sin embargo, los logros son insuficientes.

En 2012, un millón de bebés murieron sin poder atravesar su primer, y único, día de vida. La cifra se triplica para los primeros 27 días tras el nacimiento (mortalidad neonatal). Lo más triste es que, en la mayoría de los casos, las causas son evitables. A nivel mundial, el drama más descarnado se desata en los lugares pobres y en donde, por lo general, hay o hubo conflictos. Así, a la lista de muertes durante las primeras 24 horas, la encabeza  Sierra Leona con 18 decesos cada 1000 nacimientos. Le siguen Somalia, Guinea Bissau,  Lesoto y Angola (16), Pakistán y República Democrática del Congo (15), Nigeria (14), Afganistán (13) y  Bangladesh (9). Uno de los aspectos que más llama la atención de este estudio sobre la mortalidad infantil a nivel global, son  las enormes diferencias que saltan a la luz si miramos los números diferenciando los distintos puntos del globo. Así, podemos ver cómo se reflejan realidades muy disímiles entre regiones, países, e incluso al interior de muchos de ellos.

Por ejemplo,  según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la cantidad de niños que mueren en el mundo sin haber podido superar los primeros 27 días, es de 20.5 por cada mil nacimientos. Sin embargo, mientras en Europa la tasa de mortalidad neonatal es de 5.9, en el Sudeste Asiático llega a 27 y en  África supera los 30. Nuestra región está apenas por encima de Europa, con 8;  y en el caso específico de la Argentina, la cifra es de 7.6, de acuerdo con los datos proporcionados por  la Dirección de Estadísticas e Información de Salud del Ministerio de Salud de la Nación (2011). A estas desigualdades entre países -que son profundas, que trascienden al sistema de salud y que comienzan cuando la mujer aún no está embarazada – las ven los médicos en sus consultorios.

El doctor Savino Gil Pugliese, obstetra argentino que se especializa en diagnóstico prenatal en Londres, señala que las madres inglesas gozan de ciertos beneficios “no sólo en infraestructura sino en recursos humanos, educación, capacitación, organización y dedicación. Tienen acceso a profesionales de excelencia académica que pasan el día dentro del hospital trabajando y enseñando,  con salarios acordes al nivel académico y a las horas trabajadas.” A su vez, destaca  “la fuerte presencia de las ‘matronas’ u ‘obstétricas’ que están junto a los padres en todo momento y sobre todo al acercarse la fecha de parto, para impartirles clases de preparación. Los embarazos de bajo riesgo son seguidos completamente por ellas y las pacientes de alto riesgo son derivadas con especialistas, llamados ‘consultant’. El área maternoneonatal está dividida en unidades específicas que trabajan en conjunto, pero son grupos de matronas y consultants especializados en una tarea determinada.”

La contracara de esto es la realidad padecida por las madres de países pobres.  En total, 40 millones de mujeres en el mundo dan a luz sin ayuda alguna (el 51% de las madres en el África, el 41% en Asia del este). Existen zonas rurales donde solo hay una matrona por cada 10 mil mujeres, lo que resulta fatal, si advertimos  que tan sólo con la asistencia adecuada se evitarían el 45% de las muertes en el parto y el 43% de los fallecimientos durante las primeras 24 horas de vida.  Aquí, y de acuerdo con un informe elaborado por  Unicef , “Committing to Child Survival: A promise renewed – progress report 2013” , las principales causas de muertes de recién nacidos son los problemas relacionados con los partos prematuros (muchos prevenibles con suplementos alimenticios y controles prenatales), las complicaciones durante el trabajo de parto y el alumbramiento (por ejemplo, asfixia)y las infecciones adquiridas durante o después del parto. Por ello es que salta a la luz la necesidad imperiosa de fomentar la presencia de personal especializado que puedan ayudar a estas mujeres (se calcula que existe un déficit total de más de 7 millones de profesionales).

Pero también hay desigualdades a resolver incluso al interior de muchos sistemas de salud. Como estima uno de los investigadores de esta ONG “una distribución justa de los servicios de salud en 47 países clave podría prevenir la muerte de 950.000 recién nacidos, reduciendo la mortalidad neonatal de estos países en un 38%”. De esta manera, las recomendaciones del tercer sector apuntan pedir a los líderes mundiales y al sector privado que se comprometan a acabar con las muertes neonatales prevenibles y que, para ello, aseguren de que para el 2025 cada nacimiento sea atendido por personal sanitario cualificado y equipado que realice intervenciones de atención básica; que aumenten el gasto sanitario al menos al nivel mínimo establecido por la OMS de 60 dólares por persona; que eliminen las tarifas para acceder a cualquier servicio de salud materna, neonatal e infantil, incluida la atención obstétrica de emergencia y que el sector privado, incluidas las empresas farmacéuticas, ayude a cubrir las necesidades latentes, desarrollando soluciones innovadoras y aumentando la disponibilidad de productos sanitarios nuevos y existentes para madres, recién nacidos y niños que se encuentran en mayor situación de pobreza. Porque, como señala el documento,  muchas de estas muertes podrían evitarse si ” lo más básico de la atención se vuelve accesible a todos.”

El silencio de los inocentes

Desde hace más de dos años, la barbarie y la muerte ganaron las calles de Siria. Ese bello país que mira la orilla oriental del mar Mediterráneo se ha convertido en el infierno viviente para quienes lo habitan. Todo comenzó con los reclamos y manifestaciones que vinieron de la mano de la Primavera Árabe y que chocaron con la voluntad de hierro de su presidente, Bashar Al-Assad, de mantenerse en el poder a sangre y fuego, aun cuando el fuego fuese contra sus propios conciudadanos y la sangre de inocentes.

Desprecio, frialdad y frivolidad sin límites por parte del máximo mandatario hacia su pueblo. La pareja presidencial ni siquiera parece estar a tono con lo que ocurre, como lo demostraron los mails que salieron a la luz, apenas iniciado el conflicto, en los que la primera dama aparecía preocupada sólo por sus carísimas compras online y alardeaba con una amiga de ser ella “la verdadera dictadora”. Lo propio vale para su marido que, en medio de la crisis, sube fotos a Instagram en una cuenta que ha sido calificada de “despreciable” por la portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, quien dijo además que “es repulsivo que el régimen de Assad use esto para ocultar la brutalidad y el sufrimiento que causa y lo que realmente está pasando”.

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