Nuevos tiempos

Rusia quedó afuera del G8. Sin ella, el ahora G7 – formado por el Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Japón, Canadá y Estados Unidos – comenzará una nueva etapa que se verá cristalizada en la mudanza del sitio de la próxima reunión de junio desde Sochi, la ciudad fetiche de Vladimir Putin, hacia Bruselas, el corazón político de Europa.

La histórica decisión queda un tanto deslucida por ser una más de las hasta ahora poco efectivas sanciones que EE UU y Europa le vienen aplicando a Rusia, como castigo por haberse apropiado de Crimea. Para colmo de males, la respuesta rusa se encargó de volver a empequeñecer el esfuerzo occidental por “un buen escarmiento”. Así,  durante la Cumbre Nuclear que se celebra en La Haya, el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Serguei Lavrov, aprovechó que se vieron las caras todos para  menospreciar el castigo al calificar al G8 de “club informal sin auténticos miembros” y decir que , en realidad, “lo importante es el G20”.  El canciller explicó: “Si nuestros socios occidentales creen que el modelo del G8 ya no sirve, no pensamos agarrarnos a ello. No es un problema para nosotros no acudir. Se trata de colaborar, no de capitalizar una relación cuando se necesita, para ignorar luego al otro en nombre de razones de política doméstica”.

Si hay algo que, hasta ahora, no parece  quedar claro es cuánto daño real buscan causar las represalias de EEUU y Europa, o si logran disuadir en algo a Rusia. Por el momento, las mismas se centraron en restricciones y vetos para viajar; y el congelamiento de activos de algunos individuos del entorno del primer ministro, pero no tocaron ni a  las empresas, ni al comercio de rusos. Como advirtió el propio Vladimir Putin “quienes hablen de sanciones deberían pensar ante todo en sus consecuencias” porque “en el mundo moderno, donde todo se encuentra tan interconectado y todos son tan  interdependientes de todos los demás, claro que es posible hacer daño a otros, pero siempre es un daño mutuo”.

Seguramente, el mandamás ruso pensaba en su país, cuya economía y moneda se han visto afectadas por la aventura de Crimea (pero que, a su vez, cuenta con un colchón anticrisis generado por el aporte de un porcentaje de las exportaciones de energía, que le da un respaldo perentorio en momentos como estos); pero también en Europa, cuya dependencia del gas soviético es de amplio conocimiento y mención en estos días. Lo que se comentó menos fue aquella exposición del actual representante de comercio de EEUU, Michael Froman, en la que buscó demostrar a la industria europea que podrían importar gas natural licuado de Estados Unidos por medio del Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión. Sin embargo, esta idea quedó un tanto stand by por el rencor europeo ante el escándalo del espionaje norteamericano y por la suspicacia de que las empresas estadounidenses terminen beneficiándose con este asunto.

Además, vale mencionar aquí que, en lo que concierne al “efecto rebote” por las sanciones a Rusia, la realidad de EEUU es muy diferente a la europea. Si bien este país está atado a Moscú en temas vitales de política exterior, a la hora de hablar de dinero, no hay mucho que los una. Las exportaciones estadounidenses a ese país equivalen a menos del 0,1% del PBI de EEUU,  las importaciones no llegan al 0,2% y los vínculos financieros entre ambos son insignificantes. Sirva esto para poner sobre la mesa a quien sí le importa mucho a EEUU: China, que representa un mercado de 300 mil millones de dólares, tanto por las exportaciones como por las ventas hechas en suelo chino por empresas de capitales americanos. En estos números  -y no sólo en la tradición china de no intervención en asuntos domésticos de otros países- se esconde parte de la explicación del silencio del gigante asiático que siempre veíamos ponerse del lado de ruso en los debates que se llevaban a cabo en el seno del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Por lo pronto, todo esto da cuenta del ensayo de nuevas posturas, de reposicionamientos, de acciones de prueba y error que llevan a cabo las potencias para reacomodarse en este otro tablero, el de un nuevo orden mundial que parece estar viendo la luz a partir del conflicto por Crimea y amenaza con continuar en otros territorios, como Transnistria, que también podrían resultar apetecibles para la insaciable hambre euroasiática de Vladimir Putin.

Un oso que ya no hiberna

“Hay que saber lo que significa Rusia para Crimea y Crimea para Rusia. Se trata de un lugar histórico y sagrado para Rusia, un símbolo de la victoria de la voluntad rusa, compuesta por diferentes etnias, muy parecida a la Gran Rusia, que no se disolvió”, sentenció Vladimir Putin frente a diputados del Kremlin, antes de firmar con los líderes de Crimea y Sebastopol el tratado de anexión. El discurso fue aclamado por la gran mayoría de los rusos y deja traslucir algo que los occidentales no deberíamos olvidar y es que, para comprender lo que está ocurriendo en Crimea, no alcanza sólo con dar cuenta de la importancia geopolítica de la península, tan indiscutible como obvia. Resultaría incompleto abordar el tema sin tener en cuenta el condimento pasional e histórico que sazona el conflicto y que tiene que ver con el séptimo pecado capital, capaz de condenar el alma al infierno: el orgullo. En este caso, el orgullo nacional ruso, malherido durante la Guerra Fría. En este sentido, para el analista Andrei Serbin, “hay pocas dudas sobre la humillación que sintió el pueblo ruso con el colapso de la Unión Soviética” que fue producto, no sólo de la victoria de Occidente, sino también el resultado de 70 años de comunismo.

Desde nuestro etnocentrismo pretendemos comprender los procesos que ocurren en otras latitudes usando sólo nuestros prismáticos y dando por hecho que nuestra visión de mundo, regada aquí y allá por la globalización, ha de ser abrazada y bendecida incluso por culturas densas, profundas y orgullosas, como la rusa. Así, el politólogo Luis Tonelli recuerda la reflexión de John Gray en False Dawn, en donde advierte que la globalización, más que ser una nueva situación mundial, es también una ideología de exportación que genera sus resistencias. No por nada, la visión ingenua de la globalización, prevaleció entre dos caídas: la del muro de Berlín y la de la Torres Gemelas a manos del fundamentalismo islámico. Por eso “uno puede imaginarse si a esta resistencia natural se le suma, como en Rusia, el orgullo herido y la nostalgia de haber sido el futuro alternativo al capitalismo, que muchos consideraban inevitable”.

Los 90s fueron difíciles para Rusia, pero en los últimos años el gigante ha ido levantando cabeza y quiere mostrar al mundo su magnificencia y poder. En mi artículo anterior, sostenía que el conflicto en Crimea -a mi juicio uno de los más importantes desde la disolución de la UURSS en 1991- puede convertirse en la bisagra hacia un Nuevo Orden Mundial. En ese tablero, Rusia quiere pisar bien fuerte, como el gigante que siente que es, y clama el lugar que cree que la Historia le tiene destinado (como lo demostró en Crimea pero también en Siria, con las negociaciones sobre el tema nuclear iraní, etc.)

Vladimir Putin no ha ocultado su nostalgia por la Unión Soviética y llegó calificar su colapso como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Resulta muy importante atender a lo que él piensa y dice, porque cada vez que escuchemos la frase “Rusia quiere”, “lo que hará Rusia” o “Rusia decide que”, lo que debemos pensar en paralelo es “Putin quiere”, “lo que hará Putin” o “Putin decide que”. Porque, si bien el país cuenta con un gobierno, un parlamento, un ministerio de Economía, un Consejo de Seguridad Nacional, la toma de decisiones hoy se concentran en el hombre fuerte que supo construir un sistema piramidal de poder por el cual las decisiones siempre terminan recayendo en “el macho alfa”, como se lo apodaba a Putin en los cable diplomáticos revelados por Wikileaks en 2010.

Que el primer ministro ruso tiene asegurado el lugar en la historia de su país, no cabe dudas. Lo que ahora se está trasluciendo es qué quiere que las páginas digan de él. Por lo que vemos hasta ahora, el líder vanidoso que supo leer y encarnar la ansiedad nacionalista del ruso de a pie -y cuya imagen, según la encuestadora independiente, Levada, no ha parado de crecer hasta alcanzar el 72% de aprobación este mes– se para frente al mundo como el “reconstructor de la Rusia Grande”. Esa potencia que se gasta 50 mil millones de dólares en Sochi solo para mostrarle su plumaje al mundo. La Rusia que no ha perdido oportunidad para poner a raya a EEUU y dejar impotente a Europa. Porque ahora el oso exhibe sus dientes y garras para hacer alarde de su poder, su tenacidad y su voracidad. No ya desde lo ideológico, sino con su capitalismo salvaje y feroz. Como dijo Putin en su último discurso “no estamos en contra de la colaboración con la OTAN, pero estamos en contra de que una organización militar se apodere de territorio en nuestra frontera. No puedo ni siquiera imaginarme que vayamos a Sebastopol a visitar al ejército de la OTAN. Es mejor que ellos nos visiten a nosotros y no nosotros a ellos.”

Por otra parte, llama la atención que, recién ahora, la Unión Europea haga un mea culpa sobre el gravísimo error (¿o negligencia?) de haber mandado a un grupo de tecnócratas, desconocedores absolutos de la historia de la región, a negociar el famoso tratado comercial con Kiev que desató las fieras. Occidente debe comprender que Rusia no va a regalar su patio trasero y que está dispuesta a recuperar su lugar de potencia mundial de peso, no solo en su zona de influencia, sino también en otra partes del globo, incluida América Latina, y si no, miremos al Puerto Mariel, en Cuba; los acuerdos por puertos y armas con Nicaragua y los contratos armamentísticos con Venezuela. Moscú quiere dar que hablar, incluso por estas latitudes.