La sancionó el Senado la semana pasada y los músicos argentinos están felices. Pero el artículo 31 atrasa y es ridículo.
La nueva norma establece que en la presentación en vivo de un artista extranjero deberá ser contratado un músico nacional, que contará con un espacio no menor a 30 minutos para su repertorio como telonero. En caso de incumplimiento, en concepto de multa, el organizador deberá pagar el 12 % de la recaudación del show.
La intención del artículo 31 es noble: busca maximizar la difusión y los recursos para el desarrollo de la canción nacional. Pero la solución es una expresión tardía, forzada y ridícula del “compre nacional”.
Es un impuesto al éxito ajeno. Ganarse la atención del público mediante una ley no es otra cosa que falta de creatividad con packaging de Patria y orgullo nacional. Un envoltorio muy vendedor, por cierto, en tiempos de crisis.
La solución que se encontró para el artículo 31 lo vuelve ridículo: si se aplicara el mismo criterio a otros rubros, hasta los músicos quedarían perjudicados. Deberían dejar de empañar Ray-Bans, colgar las Converse y prohibir las guitarras Fender y Gibson, y los amplificadores Marshall, en nombre de la Patria, el fomento de la industria textil y el desarrollo tecnológico local.
Sancionada y celebrada la ley de la música, ahora es necesaria una ley de la creatividad: quizá así nos obliguemos a engañarnos menos, respetar el genuino interés del público e impulsar la música nacional.
El artículo 31 no es una victoria de los músicos, es una derrota cultural: tener público por ley no es cultura, ni arte. Es una vergüenza.