La “cultura del piquete”, cada vez más extendida y consolidada en Argentina, ha evolucionado –o más bien mutado- hacia una metodología de protesta subsidiaria: el acampe. Dicha práctica puede definirse como la instalación temporaria de un grupo de manifestantes en la vía pública, alojándose generalmente en carpas.
Históricamente ha habido acampes en el marco de protestas sociales, los cuales se efectuaban principalmente en plazas o parques, sin ánimo de interrumpir la libre circulación. Tal es el caso de la recordada “carpa blanca” de los docentes, instalada durante más de dos años frente al Congreso Nacional, a fines de la década del ‘90, para reclamar un aumento en los recursos destinados a la educación.
Si bien son casos aislados, hoy persiste ese modo de acampe prolongado en espacios verdes, como por ejemplo el de los veteranos movilizados durante la Guerra de Malvinas, quienes acaban de cumplir seis años asentados en la Plaza de Mayo.
Sin embargo, el tipo de acampe que últimamente se ha popularizado es de menor duración pero mucho mayor impacto, ya que tiene como principal objetivo la obstrucción total de vías públicas durante lapsos que van desde unas pocas horas hasta varios días. Inclusive, hay acampes que llegan a extenderse durante semanas.
Los actores que más recurren a esta metodología son las organizaciones sociales, aunque también ha sido incorporada por otros sectores; como ser los grupos de aborígenes, ambientalistas y de derechos humanos. Por lo general, los manifestantes premeditan el asentamiento en arterias que son vitales para la circulación. Arriban al lugar con carpas, alimentos, bebidas y un grado de logística muy aceitado.
El trasfondo de la irrupción de los acampes en la vía pública es la pérdida de efectividad de los piquetes de corta duración. A raíz de su extensión y masificación -favorecida por la inacción de las autoridades estatales-, la ciudadanía ha ido aprendiendo a convivir con los bloqueos durante lapsos breves. Al mismo tiempo, los medios de comunicación tienden a centrar su cobertura sólo en los cortes prolongados que afectan rutas, autopistas o avenidas principales.
Las organizaciones sociales y otros grupos conflictivos han tomado debida nota de ello, advirtiendo que para concitar atención mediática y de las autoridades destinatarias del reclamo se hace cada vez más necesario extender los piquetes en el tiempo y, a su vez, realizarlos exclusivamente en puntos neurálgicos de tránsito.
La Capital Federal es el distrito que más sufre los acampes, principalmente por parte de organizaciones sociales que se trasladan desde el conurbano bonaerense. En el interior del país se observa una dinámica similar, siendo las rutas nacionales y provinciales las vías de circulación más afectadas por los acampes.
También en pos de lograr mayor impacto político y mediático, la mayoría de los piquetes y acampes ya no se preanuncian. Por lo general, son sorpresivos y organizados en varios puntos en simultáneo, buscando deliberadamente sitiar barrios y, en muchos casos, ciudades enteras. En ese sentido, son cada vez más habituales las acciones coordinadas de grupos piqueteros para bloquear la totalidad de los accesos a la Capital Federal.
En síntesis, el acampe se presenta en nuestro país como una preocupante nueva cara de la “cultura del piquete”. Habiéndose naturalizado el hábito social de cortar vías públicas para protestar, algunos actores han comenzando a asumir la necesidad de prologar los piquetes en el tiempo, básicamente para potenciar su capacidad de presión.
De cara al futuro, quedan planteados dos interrogantes acuciantes. El primero: ¿hasta qué punto pueden sostenerse, por un lado, la pasividad de las autoridades estatales y, por otro, la tolerancia de la ciudadanía frente a la expansión de la cultura del piquete? Y, segundo: ¿Qué nuevas metodologías de protesta nocivas para la vida democrática pueden surgir cuando los acampes pierdan su efectividad o simplemente pasen de moda?