La armonía entre un pueblo y un conductor permite, en determinadas circunstancias de la historia, alcanzar cumbres a las que sólo llegan aquellos que son portadores de un acendrado sentido heroico de la vida y de una inquebrantable fe en Dios. Ese momento lo vivió nuestra Nación en sus primeros años con José de San Martín, por eso con justicia lo llamamos “Padre de la Patria”.
Sin embargo, su trayectoria permanece en muchos aspectos incomprendida, desde diferentes corrientes de pensamiento. Si cierta historiografía liberal quiso reducirlo a la condición de militar brillante, minimizando el genio político sin el cual no hubiese podido llevar adelante una hazaña de tamaña magnitud, el neo-revisionismo populista de hoy lo relega justamente por su condición de militar, como si hubiera en ello algún menoscabo. Pero hay otros motivos.
San Martín no fue unitario ni federal; fue americano, fue argentino, como él mismo se presentaba en sus cartas. Siempre tendió la mano a todos y buscó la conciliación y la unidad. Y se negó a desenvainar su espada para combatir a sus propios compatriotas, pese a que algunos de ellos estaban dispuestos a hacer eso con él: apresarlo y juzgarlo porque no le perdonaban el haber contrariado sus mezquinos designios. La figura de San Martín es por lo tanto intragable para quienes, de uno y otro lado, se asumen como una facción. Y así se explica que ayer haya sido víctima de manipulación y recorte y hoy lo sea de ninguneo.
Por eso, en este nuevo aniversario de la muerte del hombre que con su grandeza, vigor y amplitud de miras nos dotó del patrimonio geográfico en el que pudimos, a pesar de desencuentros, construir un destino común, quiero homenajearlo recordando el prólogo que el entonces Presidente de la Nación, General Juan Domingo Perón, redactó para el primer tomo de la colección de Documentos para la historia del Libertador General San Martín, cuya publicación había dispuesto él mismo por ley Nº 13.661/1949 (de homenajes al Libertador en el primer centenario de su fallecimiento).
El prólogo de Perón sobre San Martín
El hombre, desde el principio de los tiempos, ha tratado de penetrar el misterio que lleva, como un enigma, dentro de su corazón.
Desde la más remota antigüedad, la mayor preocupación del hombre fue llegar a las honduras de su intimidad: “conocerse a sí mismo”.
Los filósofos de todos los tiempos buscaron la “sabiduría”, conocer al hombre, mediante la observación directa de sí mismos y de la humanidad que los rodeaba.
Los historiadores prefirieron en cambio penetrar el misterio del hombre, mirándolo desde lejos…
Acaso los filósofos hayan partido siempre de la hipótesis de que el hombre es demasiado pequeño… Es indudable en cambio que los historiadores han fundado siempre su quehacer en “la grandeza del hombre” como hipótesis de trabajo.
Los pueblos se parecen en esto a los filósofos o a los historiadores.
Les atrae como un abismo el enigma de conocerse a sí mismos.
Hay pueblos que sólo miran, con el microscopio del instante en que viven, nada más que el presente. Son pueblos sin porvenir, enfermos de pequeñeces.
Otros pueblos, en cambio, se afanan por el conocimiento de sí mismos, contemplando, desde lejos, la altura de sus hombres y la grandeza de sus vidas.
Son pueblos “enfermos de grandeza”.
La eternidad los espera desde el porvenir y frecuentemente Dios los elige para cumplir un destino superior entre los demás pueblos.
Para que un pueblo pueda mirarse en su pasado y contemplar por lo tanto, su porvenir con grandeza de corazón necesita poseer en su historia, un momento por lo menos de gloria indiscutible.
Momentos así suelen darse con escasa frecuencia porque se necesitan para ello: la estatura de un hombre gigantesco y el pedestal de un pueblo extraordinario.
Pueblos hay que pasan por el mundo sin encontrarse con “el hombre” anhelado; y hombres gigantescos no encuentran muchas veces “el pueblo” que desean.
Los argentinos que siguieron a San Martín por los caminos de su inexorable designio de “ser lo que debía ser o no ser nada”, constituyeron indudablemente el extraordinario pedestal de nuestro Gran Capitán.
Para seguir los caminos de San Martín era necesario un pueblo consciente de su responsabilidad frente al destino de las naciones hermanas que debía liberar con su generoso sacrificio.
Y para conducir soldados de un pueblo así, era menester un alma como la de San Martín, capaz de ascender hasta las más altas cumbres de la humildad.
El Instituto Nacional Sanmartiniano, publicando esta extraordinaria documentación, actualizada mediante búsquedas afanosas, impregnadas de invencible patriotismo, nos pone de frente ante la grandeza indiscutible de San Martín.
En su grandeza sublime nos miramos ya, midiéndola con la grandeza del pueblo que supo conocerlo, comprenderlo y amarlo sangrando desde San Lorenzo a Guayaquil y más allá todavía.
Bien está que nos miremos así para conocernos con absoluta verdad… porque sólo contemplando la grandeza pasada podremos penetrar en la eternidad que nos espera desde el porvenir.
Yo tengo la presunción ahora, de creer que Dios ha vuelto a elegirnos, como en los tiempos de San Martín, para cumplir un designio de liberación entre los pueblos.
Acaso en estas páginas esté el secreto de nuestro destino y tal vez se encuentren algún día, leyéndolas, el pueblo y el hombre capaces de realizarlo más allá de las cumbres que sólo puede hollar la humildad.
Dios quiera que este esfuerzo extraordinario que honra a la historiografía nacional impregne de virtud sanmartiniana esta segunda mitad de nuestro siglo, en la que, sin duda, habrá de decidirse el destino de América y por ende de la humanidad.
Juan Perón