En los últimos días hemos sido testigos de un llamativo desfile por La Habana -con besamanos a Fidel Castro incluido- de mandatarios (y mandatarias) latinoamericanos. Si ampliamos el rango cronológico unos años, podemos hablar, como en el tango, de una “caravana interminable” hacia la isla comunista.
Si puede parecer natural que Rafael Correa, Evo Morales o Daniel Ortega vayan a la Meca de la Revolución; si, por razones ideológicas, podemos llegar a entender que Hugo Chávez haya elegido para tratar su complicada enfermedad un país que vuelve a registrar brotes de cólera después de ciento treinta años, menos entendible es la peregrinación a Cuba de presidentes como Michelle Bachelet (en su momento), Dilma Rousseff, Juan Manuel Santos, José Mujica, Cristina Kirchner, Ollanta Humala, y de ex presidentes como Lula (que irá a fin de mes). En el caso de este último, quizá el manipulite que lo acecha en su país sea el origen de esta necesidad de purificarse en “aguas socialistas”.
¿Qué explicación hay para semejante fuerza de atracción de una islita donde dos dirigentes agonizan -considerando el precario estado de salud del huésped y de su anfitrión, uno por enfermedad y otro por edad?
La excusa más reciente para estos viajes es ir a ver a Hugo Chávez pero hasta ahora ninguno de ellos lo vio. Como bien dijo el referente opositor venezolano Henrique Capriles: “Si el presidente puede firmar decretos que designan al canciller le pido que aparezca y hable a Venezuela”.
Pero quizá los presidentes latinoamericanos no vayan sólo por solidaridad sino más bien por sospecha de un régimen que parece haber heredado de la URSS la metodología de esconder el verdadero estado de salud de un dirigente, al punto de postergar el anuncio de un “fallecimiento de Estado” hasta crear las condiciones políticas para poderlo revelar públicamente.
En fin, lo cierto es que concursan los mandatarios para ir a Cuba y luego reunirse con los Castro, Fidel en particular.
Tal vez algunos necesiten tapar lagunas en su trayectoria, ahora que el progresismo está de moda, y para ello no viene mal una inmersión en el folklore castrista y poder tocar el manto sagrado -ayer un uniforme verde olivo, hoy un jogging.
Pero la verdad es que los tiempos en que la progresía setentista veía en La Habana el faro de la Revolución, cuando el castrismo oficiaba de intermediario entre Moscú y la izquierda latinoamericana, deberían estar superados y, sobre todo, desidealizados.
Geopolíticamente, Fidel Castro fue la policía soviética y, aunque se presentara como la cara “amable” del Imperio “bueno” o como una versión más digerible de socialismo real, lo cierto es que gobernó con mano de hierro su país durante más de medio siglo de gestión para dejarlo sumido en la miseria, y jamás dudó en alinearlo con la política soviética, fuese ésta de invasión (Hungría, Checoslovaquia, Afganistán), infiltración o explotación.
En el caso argentino, la desmemoria de los dirigentes es mucho más grave todavía, porque ese alineamiento soviético de los cubanos tuvo efectos concretos en nuestro país. En los años más difíciles de la dictadura que derrocó al tercer gobierno peronista, el castrismo fue un activo defensor del régimen argentino de facto en todos los foros internacionales en los cuales se denunciaban las violaciones a los derechos humanos, hoy leit motiv de los mismos que van a La Habana a fotografiarse con Fidel. “Cuba siempre nos apoyó y nosotros los apoyamos a ellos”, recordó un diplomático de la dictadura argentina que actuó en Ginebra, en alusión al hecho de que los representantes cubanos militaban activamente ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU para evitar una condena a Videla y compañía por la represión ilegal. Todo en defensa de los intereses de Moscú, que por entonces era socio comercial privilegiado de la dictadura argentina.
Pese a ello, representantes de gobiernos populistas, que hacen de los derechos humanos una de sus banderas, idolatran a un ex aliado de Videla.
Salvo que la desmemoria que los aqueja sea total, hay que buscar entonces otro motivo para este extemporáneo turismo revolucionario.
Más bien parece que allí se distribuye la herencia del populismo subcontinental y por lo tanto cada uno va a buscar su parte de la sucesión del liderazgo de Chávez.
Ahora bien, como nadie puede pensar que el presidente de una nación débil como Cuba esté en condiciones de decidir de modo omnímodo el reparto de esta herencia, los viajeros deberían preguntarse cuál es ahora el sistema de poder que lo respalda para llevar a cabo una tarea de esta magnitud. Testaferros de qué fuerzas son los Castro para administrar esa transferencia es la verdadera incógnita. Porque es difícil de creer que un pequeño país insular tenga por sí mismo tanta relevancia para la dirigencia continental.
Sin embargo, parece que nadie, en particular ninguno de los “líderes” latinoamericanos, se lo pregunta.
Será, que para el populismo lo más importante es ir y fotografiarse con Fidel (para el consumo interno). Touch and go, como diría Cristina.