La introducción, en la agenda pública, de la expansión del sistema de escuelas preuniversitarias en todo el país, debería promoverse como un debate prioritario y estratégico para una mejora integral del sistema educativo argentino.
El sistema universitario público está en condiciones de ofrecer un modelo de enseñanza media, orientado simultáneamente a cerrar la brecha cognitiva entre la escuela secundaria y los estudios superiores, motivar y formar a los docentes en nuevas estrategias didácticas y optimizar su desarrollo profesional, dotar al egresado secundario de una mejor calificación laboral y, finalmente, asegurar la inclusión mediante la construcción temprana del capital intelectual a que cada joven tiene derecho, orientando y fortaleciendo las diversas vocaciones.
Por encima de estas deseables y posibles mejoras en las destrezas académicas y la capacitación profesional, se ubica el gran desafío de la educación de hoy y del futuro: formar en el “aprender a ser”, es decir, a ampliar la conciencia hacia un mayor compromiso solidario con la sociedad y con el mundo.
A escala mundial, el modelo de la escuela media soporta una crisis de más de medio siglo. El predominio de la información fragmentada y compartimentada por sobre la adquisición de conocimiento razonado, la estratificación inconexa de asignaturas, la falta de estimulación a la lectura comprensiva y la ausencia de formación en destrezas genéricas -comunicación, trabajo en equipo, habilidades sociales- conforman una escuela que no sólo no prepara para la universidad sino que tampoco lo hace para el trabajo, con la excepción de algunos institutos de formación en oficios. Y, especialmente, no estimula la noción de pertenencia social, ni promueve una educación que abarque tanto el conocimiento científico-tecnológico como el desarrollo humano, entendido éste en su dimensión ético-política y en su dimensión personal, tal como lo propuso el documento de la UNESCO preparado por Edgar Faure hace más de cuatro décadas.
En contraste, las escuelas pre universitarias favorecen la alfabetización académica del estudiante e imparten una diversidad de orientaciones profesionales que facilitan el acceso al mundo laboral, tanto para quien elige seguir estudios universitarios y solventarlos con su propio trabajo, como para quien difiere esta decisión mientras se desarrolla en su empleo o emprendimiento. En cuanto al desarrollo de la conciencia social, estas escuelas promueven, en mayor o menor grado, enfoques transdisciplinarios que sirven de pilares a una visión global.
Pero la inclusión, tanto universitaria como laboral, no son las únicas ventajas de una escuela media gestionada por la universidad. Un tercer motor, que hace sinergia con los otros y enriquece el proceso, es la oportunidad de que los profesores de secundaria reciban su capacitación permanente de la propia universidad, calificando su función, mejorando su ingreso, consolidando una carrera docente y, como resultado, mejorando la calidad curricular y los abordajes didácticos.
En cuanto a los currículos, las universidades pueden, desde su condición autonómica, su anclaje regional y su cercanía con la realidad social y productiva, adaptarlos -sin menoscabo de los núcleos universales de la educación- a las necesidades que cada lugar presenta en materia de transferencia de conocimientos y tecnología. El enorme crecimiento de la matrícula universitaria atraviesa una paradoja, determinada por las carencias de capital cultural de los ingresantes, que los expertos han dado en llamar una “inclusión-excluyente”. El desgranamiento temprano es, principalmente, síntoma de una doble falla: la de la escuela, y la de la propia universidad, cuando no encuentra las estrategias de docencia para integrar a ese nuevo alumno.
En la actualidad funcionan en la Argentina unos 60 establecimientos preuniversitarios, gestionados por 25 universidades públicas nacionales y provinciales. La experiencia, variada, tiene algunos denominadores comunes exitosos: se reduce la brecha en las aptitudes académicas, facilitándose tanto el ingreso como la permanencia en los estudios superiores; los estudiantes adquieren herramientas de pensamiento crítico sumadas a una orientación profesional calificada, y los docentes se van integrando a nuevos escenarios formativos, optimizando a su vez su desempeño frente a las aulas. Pero esta oferta representa hoy menos del 0,5 por mil del total de unidades educativas públicas dedicadas a la enseñanza media.
Sin perjuicio de que las universidades mantienen en su agenda la apertura de nuevas escuelas, algunas de ellas con orientación técnica profesional vinculada con las necesidades productivas regionales, el desafío actual pasa por iniciar -con profundo debate y rigurosa planificación- un proceso de sentido inverso dirigido a una ampliación del sistema.
En esta enunciación no pretendemos adelantarnos a los estudios de factibilidad ni establecer un cronograma, sino fijar como propósito -que es el aliento inicial de cualquier proyecto- que las hoy más de 60 universidades públicas de la Argentina se involucren en la imprescindible renovación de los programas y los paradigmas de la enseñanza media, en la capacitación docente y, oportunamente, en la gestión directa.
La experiencia exitosa de las escuelas preuniversitarias -desde las más antiguas como el Colegio Nacional Buenos Aires, el Montserrat de Córdoba, el Liceo Agrícola y Enológico de Cuyo o la Escuela de Agricultura y Sacarotecnia de Tucumán, hasta las creadas en el último lustro- es una buena razón que induce a pensar que es un buen camino a seguir. Las universidades vienen trabajando intensamente en este aspecto, como pudo observarse en el Congreso de Docencia Universitaria organizado por la Universidad de Buenos Aires en 2013, donde se discutieron, entre otros, los “Nuevos desafíos para la inclusión de los estudiantes”
Ampliar la base de escuelas pre-universitarias se presenta como una vía para reemplazar un círculo vicioso por una espiral virtuosa. Existen por lo menos dos caminos para alcanzar este objetivo. Uno es la creación de nuevas escuelas preuniversitarias. El otro es la firma de acuerdos, entre las jurisdicciones en las que están radicados los colegios secundarios y las universidades, para que éstas se hagan cargo de la gestión a través de planes piloto que, en plazos programados, lleven a una evaluación de resultados y la consecuente consolidación de los proyectos. Los múltiples actores que participan del proceso educativo deberían constituir grupos de discusión y trabajo para que esto, hoy formulado como un propósito, se jerarquice como un objetivo.