Cuando se habla de tener que desembolsar 15 mil millones de dólares, lo primero que alerta a nuestro pensamiento es lo elevado del número. Quince. Mil. Millones. Algún audaz intentará hacer una comparación de especias: el ñoño dirá que equivale al 20% de la fortuna de Bill Gates y el alarmista a la mitad de las reservas que nos queda en el tesoro nacional. Pero nunca, ni siquiera por un instante, nuestro pensamiento se detiene para percatarse de la última palabra de esa expresión: dólares. Es ahí donde está la trampa del sistema financiero internacional.
Nos han programado desde la cuna para incorporar en el lenguaje ciertos hábitos muy difíciles de modificar. Dejar de pensar a la economía bajo el paradigma del dólar requiere cambiar completamente de sistema operativo. Y somos incapaces de concebir una posibilidad semejante dada la fuerza con la que el dinero influye sobre nuestra cultura. A tal punto llega este absurdo que nos hemos pasado décadas escuchando a presidentes explicarnos como íbamos a lograr recuperar nuestra voluntad soberana obteniendo megacanjes o pagando todo de un saque al FMI. Pero sea una cosa o la otra, todo se hizo siempre en dólares. De los verdes, uno por uno, taca taca, sobre la mesa.
¿Qué soberanía es posible si el ladrillo con el que jugamos lo fabrica siempre el mismo país?
Pensar siempre en dólares es condenarse a ser vagón de cola. Y el sistema financiero internacional solo admite tickets de ese color. Estos sistemas basados en las monedas fiat (emitidas sin respaldo en metal precioso, tal como ocurre con el dólar desde 1972 o nuestro vapuleado peso), quien determina sus reglas de juego es siempre un grupo hiperconcentrado de poder. Puede ser tanto el Juez Griesa definiendo los destinos de nuestro país desde los Estados Unidos, como Amado Boudou y sus secuaces obsesionándose por una imprenta de billetes. El patrón en común entre ambos casos es que se basan en la autoridad central: al final del día es la firma de un mismo puño y letra lo que puede caprichosamente modificar las reglas de juego que sujetan la ficción monetaria en la que vivimos.
Y es justamente ahí donde yace la gran innovación de Bitcoin que muchos economistas omiten por desconocer sobre criptografía y seguridad informática. La tesis de Satoshi Nakamoto propone reemplazar a la autoridad central por un gran consenso basado en la autoridad distribuida. Su paper representa la solución a un histórico problema que llevó varias décadas resolver y lo logra planteando una nueva estructura de datos llamada Blockchain. Lo que propone es que el registro de las transacciones hechas en el sistema financiero, en lugar de guardarse en los libros contables de un poderoso Banco Central, se guarde sincronizadamente en cada nodo que participa de la red. Todos pasamos a ser nuestro propio banco. Las consecuencias de esta idea brindan ventajas extraordinarias a la hora de pensar un sistema financiero desde su raíz monetaria.
El planteo de que pasará si algún gobierno decide regular el Bitcoin o no ya perdió vigencia. Con los fallidos ataques que se intentaron hacer sobre la red de Bitcoin a comienzos de este año, quedó claro que la criptomoneda resistió sin problemas. La forma en que opera el código legal nunca puede alcanzar el ritmo de innovación que propone el código digital. Cualquier empresario del lobby discográfico puede acreditarlo. Y a medida que países como Estados Unidos, Alemania y Canada comienzan a mostrar una mirada amistosa hacia las criptomonedas, la verdadera pregunta que emerge en el ecosistema Bitcoin es ¿cuál va a ser la primera nación del mundo en tener parte de sus reservas en criptomonedas?
Como nunca antes en la historia, estamos a un paso de poder comenzar a pensarnos como un país que sea una locomotora de innovación si se logra la voluntad política necesaria. Si la Argentina coloca una mínima fracción de sus reservas en Bitcoin, pasaría instantaneamente a ser un jugador dominante en el sistema financiero internacional que va a cobrar cada vez más relevancia en el futuro. Y la oportunidad de hacer esa apuesta es ahora.
Conozco bien la voz de los escépticos: discuto a diario con tuiteros que argumentan googleadas. Pero lo cierto es que Bitcoin viene ganando mucha fuerza en su pulseada: las inversiones en cripto-startups pasaron de USD 50 millones en 2013 a USD 300 millones en lo que va de 2014. Tim Draper, uno de los más respetados inversores de Silicon Valley, afirmó que el dinero más seguro que posee lo tiene en forma de Bitcoin y que su obsesión principal es trabajar por su masificación. Y Rusia y China, países que se mostraron hostiles al Bitcoin en un comienzo, hoy ya comienzan a mirarlo de otra manera. Pero más allá de estos hechos, es importante rescatar que el valor fundamental de Bitcoin reside en algo que ningún billete impreso puede lograr: intentá romper un bitcoin y contame.
Cuando conocí a @JulioCoco en Venezuela, me hizo la siguiente pregunta:
— Chico, ¿para ti que es la política?
— ¿El arte de lo posible? -dije tímidamente.
— Jaja… No. Es una sola cosa: tiempo. Hacer política es hacer un acto en el tiempo. Lo que tu haces y dices en un día marcado con su fecha y hora. Registrar un acto en la historia. Nada más. Eso y solo eso es hacer política.
Guarden este artículo. Me hago cargo de todo lo que dije.