Aunque la presidenta asegure que “profundizará el modelo”, ya ni la militancia que fue a saludarla al Patio de las Palmeras puede estar segura. Lo que conocimos hasta ahora como “kirchnerismo”, es inviable sin Guillermo Moreno en el Gobierno. Y quienes más lo saben, por supuesto, son los propios kirchneristas. El modelo kirchnerista ortodoxo es un sistema discrecional de toma de decisiones, sin reglas generales (mucho menos escritas) que pueden ser cambiadas en cualquier momento y sin anuncio previo, bajo el imperio de la razón del momento. Y para funcionar, es decir, para que sea creíble, necesita autoritarismo.
Moreno se prestó sin límites a la estrategia de minar cualquier razonabilidad de política económica, y su trabajo cotidiano consistía en someter a todos y cada uno al poder central, que él interpretó como nadie. En un Gobierno donde nadie estaba autorizado a tomar decisiones, si alguien quería exportar o importar, vender o comprar, invertir o desinvertir, sólo tenía un despacho al que acudir. Para Néstor Kirchner, las cosas eran muy sencillas. Si la carne aumentaba, había que dejar de exportarla. Si el INDEC daba aumento de inflación, había que intervenirlo. Si Clarín hacía una tapa negativa, había que comprarlo. El mundo de Moreno es igual de sencillo. Si el dólar aumenta, la culpa la tienen dos o tres banqueros que promovieron una “corrida”. Si los precios se salían de lo pactado, hay que apretarlos. Si la ropa se encarece, hay que promover el mercado ilegal. Si no hay dólares, hay que obligar a los empresarios a traerlos. Y lo más importante: si todo lo que hicimos fracasó, no hay que reconocerlo nunca.