El ámbito del Papa

El papa Francisco es un jesuita que asumió un nombre franciscano y prefiere pernoctar en hoteles sencillos en lugar de alojamientos lujosos. Lo único que le falta es calzarse un par de sandalias y ponerse el hábito de monje, expulsar del templo a los cardenales que llegan en sus Mercedes y regresar a la isla siciliana de Lampedusa para defender los derechos de los inmigrantes africanos detenidos ahí.

A veces parece que Francisco es la única persona que todavía dice y hace “cosas de izquierda”. Sin embargo, también ha sido criticado por no ser suficientemente izquierdista: por no haberse pronunciado en público contra la junta militar de Argentina en los años 70, no haber apoyado a la teología de la liberación, dedicada a ayudar a los pobres y a los oprimidos, y no haber hecho pronunciamientos definitivos sobre el aborto y la investigación con células madre. Entonces, ¿dónde está colocado exactamente el papa Francisco?

En primer lugar, pienso que es un error considerarlo un jesuita argentino; quizá deberíamos verlo más bien como un jesuita paraguayo. Después de todo, es muy probable que su educación religiosa haya estado influida por el “Santo Experimento” de los jesuitas en Paraguay. Hoy en día, lo poco que se sabe de esos eventos es gracias a The Mission, película de 1986 con Robert De Niro y Jeremy Irons que, tomándose considerables licencias literarias, condensa 150 años de historia en tan sólo dos horas.

Resumamos: de México a Perú, los conquistadores españoles llevaron a cabo matanzas indescriptibles, con el apoyo de teólogos que consideraban salvajes a los indígenas y creían tener la justificación divina para dominarlos. A principios del siglo XVI, el valiente misionero y cronista español Bartolomé de las Casas cambió de bando, renunciando a sus siervos indígenas y regresando a España para abogar por una forma de colonización más pacífica. Se opuso decididamente a la crueldad de conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro, presentando a los nativos bajo una luz totalmente distinta.

A principios del siglo XVII, los misioneros jesuitas decidieron reconocer los derechos de los indígenas (especialmente los guaraníes, que vivían sobre todo en Paraguay en condiciones prácticamente prehistóricas) y los organizaron en las llamadas “reducciones”, que eran comunidades autosustentables. Los jesuitas los enseñaron a organizarse por sí mismos, en total comunión con las mercancías que producían, si bien con el objetivo de “civilizarlos”, es decir, de convertirlos.

A algunos de los nativos también les enseñaron arquitectura, agricultura, el alfabeto, música y artes; de ahí salieron algunos escritores y artistas de talento.

La estructura socialista de esas aldeas nos hace pensar en la “Utopía” de Tomás Moro o en la “Ciudad del Sol” de Tommaso Campanella, pero los jesuitas realmente se inspiraron en las comunidades cristianas primitivas. Aunque establecieron consejos de indígenas, designados por elección, a fin de cuentas los sacerdotes controlaban la administración de justicia. “Civilizar” a los guaraníes también significó prohibirles la promiscuidad, la pereza, la embriaguez ritual y el canibalismo ocasional. En pocas palabras, los jesuitas establecieron un estricto régimen paternalista. Y así, como en todas las llamadas utopías, podríamos admirar la perfección organizativa desde afuera, pero ciertamente no querríamos vivir ahí.

Con el tiempo, el conflicto por la esclavitud y la amenaza de los “bandeirantes”, los cazadores de esclavos venidos de Brasil, dieron pie a la creación de una milicia popular, respaldada por los jesuitas, que combatió valerosamente contra esclavistas y colonialistas. Poco a poco, los países católicos de Europa empezaron a ver a los jesuitas como agitadores peligrosos hasta que en el siglo XVIII, a raíz de una directiva del papa Clemente XIV, España, Portugal, Francia y otros países proscribieron a los jesuitas. Así llegó a su fin el “Santo Experimento”.

Muchos pensadores de la era de la Ilustración imprecaron al gobierno teocrático de los jesuitas, llamándolo el régimen más monstruoso y tiránico que hubiera visto el mundo, pero otros vieron las cosas de otro modo. Lodovico Antonio Muratori, por ejemplo, habló de un comunismo voluntario inspirado en la religión; Montesquieu, a su vez, aseguró que los jesuitas habían empezado a sanar la llaga de la esclavitud.

Ahora, si decidimos juzgar las acciones de Francisco desde este punto de vista, debemos de considerar el hecho de que han transcurrido cuatro siglos desde ese “Santo Experimento”; que ahora se reconoce ampliamente la noción de libertad democrática, incluso entre los integristas católicos; que el papa actual ciertamente no tiene la intención de realizar ningún experimento de ese tipo en la isla de Lampedusa; y que sería lo mejor que lograra eliminar gradualmente al Instituto para las Obras de Religión, el llamado banco del Vaticano. Empero, de vez en cuando no es tan malo captar un destello de la historia en los eventos que suceden en la actualidad.

Un niño con cualquier otro nombre

Parece que ha vuelto a estallar el debate recurrente sobre la trasmisión de los apellidos a los hijos. En esencia, el debate se reduce a esto: Peter, hijo del Sr. Green y la Sra. White, ¿debe ser conocido como Peter Green, Peter Green White, Peter White Green o Peter White? (Por no hablar de si debe de emplear un guión en la combinación elegida.)

En Occidente es costumbre denotar la descendencia por la línea paterna, pero no hay nada que nos impida seguir en cambio la línea materna, como hacen otras culturas. Después de todo, “mater semper certa est”, es decir, siempre podemos estar seguros de quién es la madre, mientras que la identidad del padre no siempre es obvia. Antes de la era de las pruebas de paternidad, el hombre tenía que confiar en la palabra de la mujer que le decía que él era el padre de su hijo. Silvia Vegetti Finzi, psicoterapeuta y escritora, afirmó recientemente en el periódico italiano Il Corriere della Sera, que darle al niño el apellido del padre es una forme de compensar al hombre, reconociendo al menos uno de sus derechos paternos.

La solución más obvia a este problema de nomenclatura se encuentra en España, donde las convenciones dictan que un niño llamado Rodrigo, hijo de Juan López y Juana Gutiérrez, se llame Rodrigo López Gutiérrez. Pero supongamos que Rodrigo desposa a Carmen Lozano Almeida; ¿qué apellido les pondrían a sus hijos? En 1952 conocí a un sacerdote que se llamaba don Laurentino Herrán Herrán Herrán Herrán: tanto su padre como su madre se apellidaban Herrán Herrán. De no haber sido sacerdote, y si se hubiera casado con una mujer con unos apellidos como los suyos (improbable pero no imposible), ¿sus hijos se hubieran apellidado Herrán Herrán Herrán Herrán Herrán Herrán Herrán Herrán?

Para ponerle fin a esta serie “ad infinitum”, la ley española actual prescribe que los niños tomen solo el primer apellido del padre y el primero de la madre, y cada familia tiene la libertad de decidir cuál va primero. Si esta decisión recae en los padres o en los hijos al crecer, depende de cada familia. Dado el enorme potencial de malos entendidos, pleitos internos y sentimientos heridos, ¿quién debe elegir? Si depende de los padres, bien puedo imaginarme bastantes divorcios postnatales.  Por otra parte, si se le deja la decisión al hijo, ¿éste se arriesgaría a usar primero el apellido del padre, sabiendo que su madre se quejaría por el resto de sus días de que el hijo no la quiere? ¿Usaría el de la madre, corriendo el peligro de que el padre lo desherede por considerarlo ingrato?

Aún más, debemos de considerar si el apellido debe reflejar no sólo la ascendencia del niño de sus padres y abuelos, sino también de sus bisabuelos, tatarabuelos y así sucesivamente. Podríamos calcularlo de este modo: ya que cada quien nace de dos padres, y cada padre tiene a su vez dos padres, entonces, de acuerdo con la lógica de la genealogía, cada uno debe de tener cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así sucesivamente. Podríamos alegar que, siguiendo esa misma lógica, si retrocedemos hasta los orígenes de la humanidad, la Tierra estaría poblada no por sólo 7.000 millones de personas, sino por 7.000 millones x 2 a la potencia de X, donde X representa el número de generaciones que nos separan de Adán y Eva. Claro, esta aritmética es defectuosa y está simplificada en exceso, ya que no toma en cuenta a los hermanos, entre otros factores. Pero el razonamiento de mi fórmula simplista es que, desde un punto de vista genealógico, si queremos que los apellidos sean siquiera algo transparentes, ¿no deberíamos de tener por lo menos una docena? (Imagínense cómo se verían en nuestro currículo, licencias de manejo y diplomas.)

En este sentido, supongo que la solución más justa sería que los padres les dieran a sus hijos un apellido totalmente nuevo. Pero también esto plantea riesgos. Después de todo, ¿cómo sería la vida de la prole de esos padres excéntricos que desdeñan los nombres de aspecto inocuo, como las capitales mundiales y las especies de flores, y en cambio tratan de hacer una declaración eligiendo nombres como Mussolini, Berlusconi o Bin Laden? (Esto no está fuera del ámbito de lo posible en un mundo en el que muchos padres bautizan a sus hijos con nombres como Benito y Lenin.)

No tengo ninguna solución que ofrecer, pues éstas son cuestiones de la más estricta naturaleza personal. Así que yo sólo consigno estas inquietudes para el lector. Pues, a fin de cuentas, ¿qué hay en un nombre?