Allá en los años 90 escribí una columna sobre algo que me ocurrió cuando La Repubblica celebró su vigésimo aniversario. Este periódico italiano imprimió un inserto que presentaba artículos publicados 20 años antes. En un momento de distracción, confundí los reportajes de dos décadas atrás con los nuevos. Tengo que decir en mi defensa que muchas de las noticias viejas eran más o menos lo que esperaríamos leer en un ejemplar actual. No era culpa de La Repubblica; era culpa de Italia. Mientras más cambian las cosas, más iguales son.
En esa columna de los años 90, yo me quejaba de un curioso estado de cosas: en asuntos legales, algunos periódicos tendían a tomar partido por acusados ilustres pero, en lugar de tratar de demostrar su inocencia, ponían en duda la competencia o la honradez de los jueces publicando artículos que eran ambiguos e insinuantes o deliberadamente inculpatorios.
Ahora bien, en teoría, demostrar en un juicio que una acusación está prejuiciada o que de alguna otra manera es injusta sería un buen ejemplo de democracia en funciones. (Si por lo menos fuera posible hacerlo en la farsa de juicios que muchas dictaduras montan como espectáculo). Pero en una sociedad en la que no sólo la acusación sino también el juez pueden deslegitimarse sistemáticamente, a priori, es evidente que algo no está funcionando. O la Justicia no está funcionando o los equipos de la defensa no están funcionando.