Si usted hojea catálogos de casas de subastas como Christie’s o Sotheby’s, verá que, además de obras de arte, libros raros y manuscritos autografiados, también venden lo que se conoce como “memorabilia” o conjuntos de recuerdos: los zapatos que tal o cual estrella de cine calzó en el papel que lo llevó al éxito, una pluma que perteneció alguna vez a Ronald Reagan y así por el estilo. Sin embargo, existe una diferencia entre ser un coleccionista apasionado, indiferente a cuán grotescos pudieran ser los artículos, y la fetichista caza de dicho conjunto de recuerdos.
Si consulta uno de los boletines informativos dedicados a coleccionistas, usted descubrirá que la gente colecciona cosas como paquetes de azúcar, tapas de botellas de Coca-Cola y tarjetas telefónicas. Personalmente, creo que es más noble coleccionar estampillas que tapas de botellas, ¿pero quién soy yo para juzgar? El corazón quiere lo que el corazón quiere. Estos coleccionistas pudieran ser obsesivos, pero su pasión y entusiasmo por lo menos son comprensibles.
Sin embargo, es otra cosa si se desea a cualquier precio ese par -y solo ese par- de zapatos usados por una estrella de cine. Ahora bien, si usted coleccionara cada par de zapatos posible usado por alguna estrella de cine, habría algún método en la locura. Pero, ¿qué hace uno con un solo par?
Pensé en esto hace poco, cuando descubrí dos interesantes artículos noticiosos en La Repubblica. El primero era sobre Matteo Renzi, el primer ministro de Italia, quien había presentado 170 automóviles de lujo pertenecientes al gobierno para subasta en eBay. Entendería si alguien quisiera un Maserati y aprovechara esta oportunidad para comprarlo (aunque fuera uno con mucho kilometraje) a precio de remate. Pero, ¿cuál es el sentido de involucrarse en una guerra de ofertas por el Maserati – quizá pagando a final de cuentas dos o tres veces su valor – solo porque transportó alguna vez a un funcionario gubernamental en particular? Eso no es comprar un automóvil; es dejarse llevar por un fetiche.
El segundo artículo noticioso era sobre los planes para subastar una colección de cartas de amor –algunas de ellas más bien subidas de tono– que Ian Fleming escribió a los veintitantos años. En una de ellas, escribió: “Te beso por todas partes, especialmente [dibujó letras equis para indicar la boca, pechos y genitales] y abrazarte fuerte hasta que chilles”.
Es perfectamente legítimo coleccionar textos autografiados y, dada la alternativa, pudiera ser más divertido tener algunos ejemplos subidos de tono en la propia colección. Sospecho que incluso un coleccionista casual se alegraría de poseer la carta en la que James Joyce le escribió a Nora Barnacle: “Desearía que me golpearas o me dieras una buena tunda. No jugando, querida, en serio y en mi piel desnuda”. O la que Oscar Wilde escribió a su amado Lord Alfred Douglas: “Es una maravilla que esos labios tuyos de pétalo de rosa roja fueran hechos tanto para la locura de la música y la canción como para la locura de besar”. En todo caso, cualquiera de las cartas haría un excelente tema de conversación para sus amigos cuando usted sienta ganas de pasar una noche chismeando sobre grandes de la literatura.
Sin embargo, lo que carece de sentido para mí es el valor que se confiere a ese tipo de artículos en el contexto de la historia literaria y la crítica. ¿Acaso saber que Fleming escribió cartas típicas de muchos adolescentes cachondos disminuye nuestro gozo de sus relatos de James Bond, o altera de otra manera nuestra evaluación crítica de su estilo literario? En cuanto a Joyce, para entender su estilo particular de erotismo literario, no hace falta ver más allá de “Ulises”, particularmente el último capítulo. No importa si la vida personal del autor fue o no definida por la castidad o el libertinaje. La verdad es que muchos grandes de la literatura no escribieron prosa lasciva al tiempo que llevaban vidas virtuosas, sino más bien escribieron prosa virtuosa mientras llevaban vidas lascivas. ¿Cambiaría nuestra opinión de “Los Prometidos” si se saliera a la luz que Alessandro Manzoni era una fiera en la cama y que su insaciable apetito sexual ocasionó que sus dos esposas cayeran muertas de agotamiento?
Pudiera haber una diferencia entre codiciar el Maserati de un político famoso y coleccionar documentos que demuestran la destreza de ciertos autores (física o literaria). Sin embargo, a final de cuentas, ambos se reducen a fetichismo.