Recientemente leí acerca de un servicio no convencional ofrecido en el Hotel Byron, un famoso balneario de la Riviera italiana, frecuentado por los ricos y famosos. Los huéspedes tienen a su disposición un psicoterapeuta políglota, cuyo objetivo es ayudarles a superar su dependencia de los teléfonos móviles, y si es necesario, del Twitter y todos los demás medios adictivos de comunicación social, que han inducido a todo un nuevo nivel de neurosis.
A principios de los años 90, cuando los teléfonos móviles aún no estaban en todas partes, escribí acerca de los “poseedores de teléfonos celulares” –un neologismo que acuñé, emulando a los “portadores de la antorcha”– que trataban de llamar la atención sobre sí mismos en los trenes y en los aeropuertos gritando a voz de cuello sobre el comercio de acciones, préstamos bancarios y otros negocios. Comenté que su comportamiento era un signo de inferioridad social: quien era verdaderamente poderoso no necesitaba tener teléfonos celulares, ya que tenían 20 secretarios contestando las llamadas; las personas que necesitaban los teléfonos móviles eran los gerentes de nivel medio, que tenían que informar constantemente a sus directores generales, y los dueños de empresas pequeñas que atendían las llamadas de su banco.