Esta Semana Santa vino acompañada de sorpresas no sólo gratas sino también coherentes. Coherentes porque los cristianos concebimos la Pascua como una muerte y una resurrección. Una muerte voluntaria y de sacrificio, como la de un Papa que elige la humildad de la renuncia porque no tiene fuerzas. Seguida de una Pascua (un paso, un cambio) como la elección de uno nuevo, que viene con energías renovadas a trabajar por el mundo. Al enterarme, sentí una gran felicidad. Estaba en el tren, volviendo del pediatra con mis cuatro hijos, cuando me llamó un amigo. Entre el ruido y la euforia no entendía, no caía en la cuenta de lo que me estaban comunicando. Tardé como nunca en razonar y procesar la noticia: “¡Bergoglio es Papa!”, grité en el medio del tren.
Fueron unos segundos con la mente en blanco y después rompí en llanto como una niña. Mis hijos no entendían nada, pero sabían que no eran lágrimas de tristeza. Después, todo fue alegría. No por el hecho de que sea argentino ni de conocerlo hace tantos años; cuestiones de tal trascendencia no admiten pequeñeces. Fue una gran alegría porque lo creo el indicado, el mejor para predicar con sus actos, para deslumbrarnos con lo simple.
Apenas pude, viajé a Roma, aun a costa de desobedecerlo y soportar un reto, ya que él pidió que no fuésemos, pero yo sentí que tenía que estar ahí. Para mí fue como un gran viaje para despedir a un amigo, a mi pastor, para hacer el duelo por Jorge y prepararme para Francisco y su nueva misión. Cuando me recibió, me invadieron los nervios. Hasta entrar al Vaticano no tenía noción de la dimensión de los acontecimientos que estaba viviendo. Pero cuando Bergoglio me vio entrar, me dijo: “Bue’, éramos pocos…”, y en un chiste entraron diez años de amistad y trabajo que me abrazaban intactos. Me dijo que era desobediente por haber ido pero que estaba contento de que estuviera allí, me preguntó por mis hijos y por mi esposo y, como siempre, me “mandó” a tener una nena, porque tengo todos varones.
Me impactó la forma en la que le cambió la cara y la mirada, lo vi con una luz distinta, el mismo Jorge de siempre pero con algo más. Quizá sea la felicidad pero yo, como persona de fe, creo que es el Espíritu Santo que lo está iluminando. Me conmovió mucho, siempre tuve la sensación que él era un hombre iluminado. Cuando ofrecía la homilía, lo hacía con el don de la palabra, no es que dice bien sino que sabe decir lo justo en cada momento. Siempre tuvo la palabra justa, pero el domingo en Roma, él tenía algo más.
Ahora, ya de regreso en Buenos Aires, pienso que perdí a un amigo, pero que todos ganamos un gran pastor. Desde Roma pidió que recemos por él, como siempre lo hizo, pero creo que no es lo único que podemos hacer. A Francisco lo acompañaremos desde la oración los creyentes, pero todos lo debemos acompañar con nuestras obras. Debemos luchar por la inclusión, por los que más necesitan. Él mismo lo dijo: que más allá de ser Papa es el obispo de Roma, primus inter pares. Es un Papa que abraza a todos. Está haciendo un cambio, un cambio muy profundo en la Iglesia: no es solamente una actitud gentil.
Alguna vez dijo que “hay que indignarse contra la injusticia de que el pan y el trabajo no lleguen a todos”. No podemos aplaudir a un Papa que proclama la humildad y la lucha por los que menos tienen y no intentar imitarlo. Estoy convencida de que el ejemplo de Francisco nos interpela, por lo menos, moralmente. Ojalá no nos quedemos en la anécdota de un Papa argentino o de San Lorenzo, y esto que sucedió sea para nosotros un nuevo motor para esta lucha incesante por la inclusión. No por nada el Cristo de San Damián le dijo a San Francisco de Asís: “Ricostruire la mia chiesa, non vede che crolla?”, que en español significa: “Reconstruye mi Iglesia, ¿no ves que se derrumba?”.