¿Cómo va el juego?

En la propia bipolaridad de los acontecimientos diarios, esa que tanto nos mueve el piso y que nos desenfoca a razón de cuatro o cinco veces por día, la autocrítica y la mirada que se sustrae del propio sujeto se hacen cada vez más necesarias.
Con esto quiero decir que, y es algo que he escrito en reiteradas oportunidades, nuestra identidad como venezolanos está en juego. Nos hemos desfigurado, transformado, mutado, convertido en algo muy distinto a lo que realmente somos. Nuestros instintos están al mil por ciento, a la defensiva, siempre atentos al ataque del otro que a priori creemos nos hará daño, nos estafará, nos matará.

Parece que esa cultura del “vivo bobo” nos está llevando por delante y la estamos dejando ganar ¿qué nos pasa? ¿Por qué dejamos que nos arrinconen y que a partir de nuestra supuesta indefensión se nos pretenda cambiar, para mal, nuestras ideas, estilos de vida y comportamientos?

No. No estoy hablando del Gobierno. Esta vez no. Nos estoy hablando a nosotros. No lo hemos hecho bien, por múltiples causas, yo no lo he hecho bien. Nuestras redes sociales se han convertido en obituarios, en pantallas de servicio público para ubicar cualquier medicamento, o para advertirnos no llamar a fulanito o menganito porque le acaban de robar el teléfono. Dejamos de hablar de nuestra gente, de nuestra querida Venezuela, de lo que somos y que representamos. La transmutación es triste y evidente.

Ya no hablamos de futuro, de esperanzas ni de logros. Eso quedó para el recuerdo. Mientras tanto entre la obra de Cruz Diez y la calle, se siente un ambiente distinto, enrarecido, como sustraído de un cuento de Isabel Allende. Con un pie aquí y otro allá, pareciera que la esperanza se convirtió en vivir un día a la vez, con la expectativa de lo inesperado.

Sin embargo sí tenemos cura. No todo está perdido. Estamos en el purgatorio, pero no en el infierno. Muchos nos preguntamos por la llave para salir de este encierro. Pues les cuento que aunque usualmente hemos pensado que ha estado guardada por los políticos, la verdad es que no. La llave la tenemos nosotros. El poder es nuestro. Las ganas y voluntad de cambiar están en nuestras manos, no en las de otros.

Rescatemos aquel Manual de Carreño, la amabilidad que nos caracterizaba, la bondad de nuestro pueblo, de nuestros abuelos. Recuperemos la esperanza un día a la vez, pero hagámoslo. Una esperanza que comienza perfectamente en casa, con acciones concretas.

¿Qué podemos cambiar? ¿Qué está en nuestras manos para hacer de nuestro país y nuestra propia realidad algo mejor? ¿Cómo podemos levantarle la mirada a nuestro hermano y brindarle una mano? La respuesta queda abierta, porque son muchas las formas y los modos. Pero vamos, que sí se puede…

Vamos mal, pero podemos estar mejor

Haciéndole seguimiento a las noticias que se emiten desde Venezuela, he recordado un viejo libro, escrito en 1988 por Arturo Ochoa Benítez, el cual lleva por título “La Cultura Folclórica del Venezolano y de las Instituciones Públicas”. En él se expone una serie de argumentos sobre nuestro comportamiento, de cara a lo social y cultural, denotando un problema de base que se remonta a los tiempos de la colonia y de la propia independencia. Los mesianismos latinoamericanos, la cultura autoritaria de los uniformados, la corrupción como vía para alcanzar “más rápidamente” los bienes de fortuna y la crisis de valores, no son culpa exclusivamente ni de Chávez, ni de los adecos y copeyanos, refiriéndome a los principales partidos que dominaron la esfera política de la Venezuela contemporánea.

Bien podríamos decir, por mero reduccionismo, que todos los males son producto del actual sistema de valores y de aquellos que tienen como responsabilidad el control del poder central. Claro está, acoto, que con el gobierno de turno la crisis moral se ha evidenciado con un marcado acento en la deformación de las creencias y modos de ser, en el desmontaje de las estructuras que predominaron para crear un je ne sais quoi que nunca terminó de funcionar.

También es cierto que hubo mucha gente excluida, que según el propio Ochoa Benítez ha sido un presente continuo registrado desde que se tiene data. Gente que a inicios del gobierno de Chávez, por ejemplo, comenzó a sentir que su voz se escuchaba, que sus reclamos eran tomados en cuenta. Lamentablemente hoy es otra la realidad, la que dejó en evidencia una supuesta “inversión social” con el único propósito de permanecer en el poder el mayor tiempo posible, cosa que al parecer les funcionó.

Ese tipo de inversiones no fueron coherentes, entre la corrupción y la pésima gerencia oficialista. En poco más de 15 años el país se fue carcomiendo cual enfermo terminal, pese a haber contado con el mayor cúmulo de riquezas de toda su historia, tanto así que casi era literal la famosa frase “nadábamos en dólares”.

Hoy día, un altísimo porcentaje de todo ese gasto público queda reflejado en el mal sabor de boca de cientos de empresas expropiadas –y arruinadas– por el régimen, de construcciones que quedaron a medio camino en el mejor de los casos, de hospitales, escuelas y centros asistenciales inoperantes. Lo único que puede reflejar realmente la inversión de este gobierno son las grandes mansiones y propiedades ubicadas en las mejores zonas del país y que, por supuesto, están en manos de funcionarios públicos y testaferros. Pero tal como lo comentó en su momento Ochoa y lo suscribe el propio paso de la historia, esta tendencia ha pasado, tristemente, de generación en generación.

Sin duda alguna nuestro esquema mental ha sido expuesto a un modelo deformado, que no llega a tener nombre propio pero que ha hecho mucho daño a nuestros pueblos, dejándonos atrás y muy mal parados. Pareciera que ese sincretismo expuesto por Gabriel García Márquez en su artículo “Estas navidades siniestras” (1988), se puede aplicar perfectamente a lo que se expone en estas breves líneas. Y es que terminamos siendo algo que nunca quisimos ser, como una especie de “Frankenstein social”, y sin muchas ventanas visibles que demuestren cambios significativos.

Pero no todo está perdido. Como bien lo dijera Martin Luther King “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol.” Un sujeto y un predicado. El cambio no puede venir de la mano de nuevos gobernantes. No. La evolución no puede caer del cielo. No. La responsabilidad del destino de nuestras sociedades, de nuestros pueblos, de nuestra descendencia y tradiciones está en nuestras manos y no en un funcionario de turno. Ya es momento de dejar a un lado esa proyección psicológica de la culpa para entender que los únicos responsables de todo lo bueno y malo que pasa en nuestros pueblos somos nosotros mismos. Cuando no respetamos el semáforo, cuando nos quedamos con algo que no es nuestro, cuando miramos al otro lado cuando se comete una injusticia, cuando simplemente pretendemos ignorar como esperando que eso o aquello no nos pase a nosotros. No, definitivamente no.

El sentido común y de pertenencia, debe estar de la mano, independientemente de la clase social y nivel educativo. Debemos exigirnos a nosotros mismos el mejorar todos los días. De allí hay muy buenos ejemplos, como el de la Calidad Total creado y promovido por los japoneses, donde el objetivo consistía en mejorar algo diariamente, por muy sencillo que fuera. Eventualmente, si todos creáramos este hábito tan sano y proactivo, comenzaríamos a notar la diferencia y a entender que con sacrificio, trabajo y dedicación, sumados la genuina voluntad de querer preservar lo propio y colectivo, las cosas mejorarán.