Cristina Fernández dejó pasar la oportunidad de mostrarse como una estadista que deja el poder luego de 12 años de gobierno kirchnerista y que, conocedora de la Realpolitik argentina, se ubica por sobre los problemas y conflictos banales, pensando en la historia grande del país.
La Presidenta hizo perder casi cuatro horas de tiempo a 40 millones de argentinos que hubieran preferido admitir, al menos gran parte de ellos, que su último discurso ante la Asamblea Legislativa fue convocante, con la mirada hacia el futuro, y llamando a la unidad, aunque tardía, de todos los argentinos.
Muy por el contrario, la mandataria ensayó un discurso que, salvo por la extensión, no se diferenció en nada de las habituales cadenas nacionales donde ensaya un autoelogio de su gestión, critica a la oposición y a todo el que piense distinto y luego envía un proyecto de ley para que la mayoría automática que ostenta en el Parlamento lo apruebe, creyendo que con eso logra acallar los reclamos de un sector mayoritario de la sociedad.
El discurso presidencial en el Congreso careció de iniciativas que busquen disminuir, al menos en apariencia, la “grieta” que el kirchnerismo trazó en la última década o las carencias que no pudo resolver la actual gestión. Sólo se limitó a proponer la estatización de los ferrocarriles, como si el buen o mal funcionamiento de los trenes, que en el 2012 provocaron la tragedia de Once con 51 muertes, dependiera del manejo estatal o privado. Como si el único tema pendiente de la era K fuera el funcionamiento de los trenes.
¿No habrá considerado siquiera, como deuda pendiente la Presidenta, la inseguridad, la inflación, la lucha contra el narcotráfico o la corrupción? ¿Es posible que Cristina Fernández no haya mencionado ninguna de esas palabras en tres horas 40 minutos de exposición?
El mensaje de despedida de la Presidenta, del Congreso Nacional, fue la impronta que deja el gobierno kirchnerista en su paso por el poder: la confrontación.
Comenzó su exposición criticando a los opositores por lo que consideró un apoyo interno a los fondos buitre; le enrostró el desendeudamiento y lo “poco” que va a tener que pagar el próximo Gobierno en materia de deuda pública sin mencionar los subsidios y el atraso tarifario que deja como herencia. Ironizó con el “partido judicial”, cuando fue el kirchnerismo quien designó a más de la mitad de los jueces nacionales. Y cuando se había animado a “interactuar”, eso sí con chicanas, nunca con una expresión de respeto, con los opositores del PRO, por el respaldo de Mauricio Macri a las “banderas” del Justicialismo, la Presidenta estalló.
Los carteles en la banca de tres diputados de la oposición –Claudio Lozano, Brenda Arenas y Omar Barchetta- que encolerizaron a Cristina Fernández no decían “El gobierno mató a Nisman”, ni “Cristina encubridora” o “Kirchnerismo=impunidad”. Los carteles solo decían “AMIA: apertura de los archivos” y “AMIA: Comisión investigadora”. Por eso, es incomprensible el enojo con el Poder Judicial que, hasta hace poco tiempo, era un aliado del gobierno nacional, que exculpó al kirchnerismo de varias causas por corrupción e enriquecimiento ilícito.
Mas aún. Si no hubiera sido por esos carteles, la Presidenta no se habría referido a la muerte del ex fiscal Alberto Nisman ni a la denuncia en su contra por el caso AMIA. Ni siquiera tuvo el buen tino, como sí lo hizo el jefe de gobierno porteño, Mauricio Macri, de proponer un minuto de silencio por la muerte del fiscal en el juicio a las Juntas Militares Julio César Strassera.
Muy por el contrario, quizás en un fallido que muestra la imagen que ve frente a su espejo, Cristina Fernández se comparó con Evita al señalar que ni siquiera “la abanderada de los humildes” logró, casi 70 años atrás, otorgarles los derechos que ella sí había conseguido a las personas que realizan tareas de limpieza en los hogares.
El discurso de la Presidenta careció de la visión de un estadista y derramó un lenguaje mediocre, de barricada, que poco tiene que ver con las obligaciones institucionales, republicanas, de un Jefe de Estado, mas allá de las ambiciones de la oposición.
“No somos idiotas, señores”, les dijo a los presentes, cuando afirmó que el Gobierno no tomaría ninguna medida que atente contra el empleo; “¡Hay que ser estúpidos”, exclamó, cuando rechazó las críticas al acuerdo de cooperación e inversión firmado con China; “Solo faltó que dijeran que nos iban a violar a todos”, bramó, al rechazar los vaticinios que auguraban un mal fin de año en el 2014. ¿Este es el lenguaje de una Presidenta que deja el poder e intenta seducir a todos los argentinos?¿Son estas las expresiones de un jefe de Estado que busca dar una imagen componedora y de consenso?¿Es un discurso propio de un líder político que quiere atraer a los votantes para que en octubre se pronuncien por el candidato de su espacio y le permita a su partido continuar en el poder? Nada de eso.
Cristina Kirchner se dirigió al Congreso Nacional y a los argentinos que siguieron su discurso como si se tratara de una charla que no le interesaba dar, cómo si a nadie quisiera convencer, ni atraer, ni seducir. Poco favor le hizo a quienes aspiran a sucederla por el Frente para la Victoria, Daniel Scioli, Florencio Randazzo o Aníbal Fernández, que siguieron las alternativas de la tertulia que ofreció la Presidenta.
Ni anuncios, ni políticas de Estado, ni gestos, ni mas diálogo, ni consenso, ni convocatoria. El último discurso de Cristina Fernández de Kirchner resultó ser para el olvido, que tal vez pase a la historia no por lo que sentenció, sino por lo que no dijo.