El poeta italo-argentino Antonio Porchia abundó en reflexiones sobre la hora final (la frase que titula esta nota es una de sus varias líneas sobre el tema). Danzamos alrededor de la muerte con palabras para tratar de contenerla o comprenderla. Y este texto no es otra cosa más que una pieza más en este baile.
Nada nos hace ser más conscientes de nuestra vida que la muerte. El poder que tiene la idea de finitud sobre nuestras vidas es superlativo. Hemos inventado todo tipo de mitos para lidiar con ese momento: reencarnación, vida eterna, limbo, premios y castigos. Todas formas destinadas a enmascarar el miedo que nos produce el final o también lidiar con la frustración o dolor que nos causa nuestro presente. Para algunos el juego consiste en escapar de la muerte y para otros la muerte resulta ser el Gran Escape de sus vidas.
Acerca del valor de la vida, el filósofo Albert Camus plantea en su obra “El Mito de Sísifo” que sólo aquellos que se han quitado la vida pueden ufanarse de conocer el verdadero valor de la misma. Paradójicamente, el suicida es el único que logra darle un certero valor a la vida declarando, con su actuar, que no vale lo suficiente para ser vivida. El resto nos pasamos los días jugando a encontrarle un valor. Ese vacío propio de la indeterminación es lo que da a lugar a la singularidad y a la existencia de cada uno de nosotros como un sujeto único.
Más allá de lo que creamos que ocurre tras la muerte y del valor de la vida, resulta interesante dedicarle unos momentos de reflexión a la muerte en sí misma. Para los griegos existían dos deidades diferentes para la muerte, es decir, dos muertes: Tánatos, que representaba la muerte tranquila y Ker (o las keres), que representaban la muerte violenta.
El Estado trata, arrogantemente, de ordenar nuestra relación con la muerte y, por ende, con la vida. Estadísticas frías explican cuándo podrías morir y por qué, entonces, deberías ordenar tu vida de tal o cual manera. Esta función del Estado, de construcción cultural de la muerte, no suele ser debatida en público y, sin embargo, atraviesa una gran cantidad de políticas públicas.
Todas estas reflexiones sobre la muerte no son caprichosas. Hace unos pocos días el médico Richard Smith publicó una nota donde destacaba la virtud del cáncer como método de muerte dado que permite decir adiós y de disfrutar de todos placeres de la vida antes de la última campanada. Leí por casualidad la nota el 3 de enero, a 4 años de la muerte de mi madre en manos del cáncer y me sentí tentado a dialogar con las ideas del médico.
Si, es cierto, el cáncer da la posibilidad de ir cerrando nuestra historia aunque no todos aprovechan la oportunidad, al menos en nuestro caso mi mamá negó su muerte hasta el último momento. En paralelo a esto, el deterioro que genera la enfermedad produce un desgaste enorme en la persona afectada y en su entorno. Me resulta difícil afirmar si una muerte súbita o repentina es preferible, creo que depende de la forma en que cada persona y cada familia esté preparada para enfrentar la muerte.