A la pregunta del título mi respuesta es “no lo sé”, pero me pareció interesante reflexionar al respecto. Cualquiera que haya estudiado en la UBA sabe que hay margen para mejoras. Infraestructura anticuada e insuficiente, bibliotecas incompletas, miles de docentes que donan su tiempo y estudiantes que reciben un servicio deficiente esconden muchos de los costos ocultos de la UBA.
Según estadísticas oficiales, aproximadamente el 53% de los docentes de la Universidad de Buenos Aires desempeñan su función de forma ad honorem. O sea, que en relación al financiamiento del cuerpo docente, más de la mitad de la UBA se sostiene con donaciones de particulares lo cual cambia el paradigma. La UBA es una institución de financiamiento mixto donde una parte significativa del presupuesto es aportado por voluntarios y sponsors.
El trabajo que cada docente no remunerado realiza en su aula merece un homenaje individual. Pero debo reconocer que esta forma de suplir la insuficiencia presupuestaria pone en riesgo la calidad educativa de la institución. La falta de una paga y la ausencia de un proceso de selección riguroso genera fuertes incentivos para que los docentes más calificados tiendan a invertir menos tiempo en las aulas públicas migrando al sector privado. El costo de la insuficiencia presupuestaria es un cuerpo docente menos motivado y dedicado en promedio que el que pudiéramos tener con más recursos asignados y mejor administrados.
Que la educación sea pública no implica necesariamente que deba ser gratis para todos en cualquier circunstancia. Lejos de ser esta una muestra de progresismo, bien puede ser una forma regresiva de invertir en educación que puede generar efectos perjudiciales para la comunidad, como una menor calidad educativa o un menor acceso de las personas con bajos ingresos. Una idea superadora a la de acceso gratuito es la idea de acceso igualitario a los servicios públicos que implica que quien pueda pagarlo lo haga y que quien requiera una ayuda la reciba en la medida de sus posibilidades. Pensaré un modelo posible hacia el final de la nota.
Lamentablemente hemos naturalizado que un servicio público administrado por el Estado puede ser deficiente y que por ello no debemos alarmarnos ni escandalizarnos. Esto se explica porque existe un “mediador” en el pago que hace que aquello que se recibe no dependa, en principio, del que lo consume. La lógica de la dádiva o “regalo” que genera el Estado al asumir el rol de principal pagador tiende a generar un sesgo cognitivo en las personas beneficiarias del servicio público.
La Dra. Gabriela Riquelme al estudiar la economía de la educación señala que en la década de los noventa la educación pasó en 1991 del 2,6% del PBI al 5% en el 2001 representando así una variación del 2,4% que luego cae a 4,1% en el 2002 datos que surgen del Ministerio de Educación. El kirchnerismo sanciona acertadamente la ley 26.075 de financiamiento educativo apuntando a llevar el gasto mínimo al 6% del PBI a partir 2006 que se termina materializando en 2010. Sin embargo, vale aclarar que la cantidad de dinero invertido no es un dato suficiente para analizar si la política educativa es suficiente y eficaz.
Junto a cuánto se gasta debe analizarse cómo se gasta para definir si una política pública es exitosa o no. En Argentina 23 de cada 100 estudiantes de universidades gubernamentales terminan sus estudios mientras 40 de cada 100 lo hacen en las del sector privado según un informe del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA). Yendo al análisis por país, en Argentina se gradúan solo 2,5 por cada 1000 habitantes, casi la mitad de los 4,3 que ostenta Brasil. El debate excede únicamente a las universidades públicas y debe medirse el éxito global de la política de educación superior del país.
La Ley Federal de Educación (Ley 24.195) estipula en su artículo 39 el principio general de gratuidad “en todos los niveles” que permitan que “el servicio se preste a todos los habitantes que lo requieran”. En otras palabras, el dinero nunca puede ser un impedimento para acceder a las instituciones públicas. Posteriormente, la Ley Nacional de Educación Superior (Ley 24.521) establece en su artículo 59 inciso c que las universidades podrán generar recursos adicionales de “derechos o tasas por los servicios que presten” y para aclarar el concepto agrega “Los recursos adicionales que provinieren de contribuciones o tasas por los estudios de grado, deberán destinarse prioritariamente a becas, préstamos, subsidios o créditos u otro tipo de ayuda estudiantil y apoyo didáctico; estos recursos adicionales no podrán utilizarse para financiar gastos corrientes”. Es decir, la universidad pública puede cobrar una tasa por estudiar siempre y cuando la misma no sea obstáculo para el acceso.
La ley con excelente criterio establece que dichos importes no pueden ser destinados a “gastos corrientes”, asegurándose así que los aportes de los estudiantes no pasen a subsidiar el déficit presupuestario del Gobierno correspondiente y, en cambio, focaliza estos ingresos complementarios al armado de un sistema solidario de becas y apoyo estudiantil junto a inversiones que potencien el desarrollo didáctico. Permitiendo así la consolidación de un circuito financiero que permita que los estudiantes potencien la matrícula y las herramientas de estudio.
Reconozco que es un gran desafío instrumentar un sistema de este tipo. Para que funcione debería tomarse como prueba de ingresos una declaración jurada de cada estudiante que declare su aptitud para contribuir a conformar este “fondo solidario de desarrollo” priorizando siempre que nadie pueda resultar excluido si declara que no puede pagar una tasa por sus estudios.
En lo personal, creo que hay que trabajar fuertemente para garantizar un servicio de calidad que incluya a más argentinos. Para tal fin, no me parece descabellado que aquellos que pueden contribuir un poco más de lo que ya lo hacen indirectamente mediante sus impuestos ayuden a garantizar el éxito de la educación pública con sus aportes y demanden el servicio de calidad que todos nos merecemos.