Democracia o república, una antigua rivalidad

“Existe una fisura entre una tradición popular y otra tradición republicana en nuestro país, que no se resolvió. Gobiernos mayoritarios que han ignorado principios republicanos y gobiernos republicanos sin participación popular”. Esta frase fue parte del reciente discurso inaugural del año judicial a cargo del Dr. Ricardo Lorenzetti y, a mi juicio, sintetiza una de las principales causas de la división y de la debilidad institucional que nos aqueja.

Esta fisura se remonta a los tiempos de formación de nuestro país en donde dos bandos, que representaban visiones de argentinas muy distintas, se enfrentaban en múltiples luchas sin llegar ninguno de ellos a consagrarse definitivamente con una victoria. Estos bandos -o mejor dicho estos espíritus nacionales-, eran los entonces unitarios y federales, que dividían nuestra Argentina en dos y que aún hoy encuentran su representación.

Por un lado, los unitarios expresaban el modernismo, la ilustración, el racionalismo, el laicismo – producto de la influyente masonería-, la admiración por lo extranjero y los grandes diseños institucionales propios de las repúblicas desarrolladas de aquel entonces. Los federales, por el otro, representaban el corazón de su pueblo a través de sus distintos caudillos,  la cultura local y autóctona, la catolicidad y la latinidad, intentando expresar la voluntad de sus gobernados.

Ambos espíritus nacionales, cual pinceladas en paralelo y cada uno con sus aportes originales, fueron conformando nuestro país. Y así la Argentina fue oscilando entre gobiernos republicanos, defensores de las instituciones pero que en muchos casos se encontraban alejados de las realidades populares, y gobiernos populares, en donde el respeto a las instituciones se hacía relativo cuando a criterio del gobierno se obstaculizaba su relación directa con el pueblo.

La acentuación de estos dos “modelos”, generó un surco cada vez más profundo de división, abriendo grandes heridas en nuestra sociedad que hoy pueden vislumbrarse de un modo ostensible. La polarización es evidente.

En ese entendimiento, creo que es necesario volver sobre algunos conceptos elementales. La relación entre los distintos poderes del Estado no debe ser de enfrentamiento sino de coordinación. El Poder Judicial debe poner límites al Poder Ejecutivo y garantizar los derechos de los ciudadanos consagrados en nuestra Constitución y, en el ejercicio de dichas funciones propias, no debería ser acusado de “partido judicial”. El Congreso de la Nación representa al pueblo y a las distintas provincias que integran nuestro país; su deber es legislar, pero no por ello debe constituirse en escribanía del poder de turno. Y el Poder Ejecutivo debe llevar adelante la conducción y la administración general del país, pero no por ello el resto de los poderes del estado deben allanarse incondicionalmente a dichos fines.

Si pretendemos ser un país verdaderamente justo y desarrollado, necesariamente debemos lograr una síntesis de nuestra historia, pacificando ambos espíritus nacionales, de manera tal de integrar a demócratas y republicanos en una Argentina por un lado representativa, donde la participación popular sea su fundamento y por el otro una Argentina republicana, donde la división de poderes y el respeto a sus instituciones sea su esencia. Esa Argentina integrada fue la que imaginaron y soñaron nuestros constituyentes y se encuentra plasmada en el primer articulo de nuestra Carta Magna.

El próximo gobierno que asuma tiene por delante este gran desafío, el de pacificar nuestra historia, terminando con las fisuras, para constituir definitivamente la unión nacional, afianzando la justicia y consolidando la paz interior que tanto desea  nuestro país.

Cuando las certezas abandonan un país

El término certeza procede del latín certus, que puede traducirse como “preciso o seguro”.

La certeza es el conocimiento claro y seguro de algo.

Hace tiempo que en la Argentina las certezas han dejado de existir. Todo lo que hay son dudas, incertidumbres e inseguridades.

Desde el punto de vista económico, está a la vista la falta de previsibilidad. Tanto el empresario como el trabajador desconocen qué ocurrirá en un mes vista. El desempleado no sabe cuánto tiempo seguirá en esa condición. Los niveles de pobreza aumentan y los distintos índices de la economía fluctúan sin una lógica determinada. La falta de claridad en este escenario es alta.

Judicialmente nos encontramos con un panorama similar. Un Poder Judicial sumamente partidizado en donde, dependiendo quién sea el juez o el fiscal que tenga a su cargo tal o cual investigación, dependerá con qué éxito o no terminará la misma. La falta de certidumbre se hace presente nuevamente.

Desde la vuelta de nuestra democracia, cada presidente ha tenido su propia Corte, y por lo tanto, los fallos de nuestro máximo tribunal han seguido el camino de los distintos poderes de turno. Las desconfianzas siguen.

En la política también hay incertidumbre. Los partidos políticos como instituciones básicas y fundamentales para un sistema democrático, en su mayoría han implosionado hace muchos años pasando a denominarse “espacios”. Los distintos “espacios” políticos muestran muchas debilidades, ya que al no estructurarse sobre una base institucional, los pases de dirigentes de un lado a otro están a la orden del día. Es imposible realizar análisis políticos serios sin contar con el auxilio de la psicología, puesto que al ser sumamente personalistas, lo que piense y cómo lo piense el referente de cada “espacio” determinará finalmente su accionar. Otra vez la carencia de institucionalidad en los partidos políticos hace que las dudas e inseguridades continúen.

El triste hecho ocurrido en la noche del domingo 18 de enero con la sugestiva muerte del Fiscal de la Unidad Especial de Investigaciones AMIA, el Dr. Alberto Nisman, quien investigaba uno de los hechos más emblemáticos de nuestra historia que aún hoy clama por certezas, pone en clara evidencia una vez más la incertidumbre sobre un país que no termina por encontrar un rumbo claro y definido. Pone una vez más un manto de duda sobre lo ocurrido. Las faltas de respuestas siguen.

La debilidad institucional en la que todavía se encuentra la Argentina desde el 2001, pone en serios riesgos la gobernabilidad, ya que ni las certezas ni la justicia aparecen con contundencia.

Lamentablemente, sin instituciones sólidas y sin confianza en las mismas, las certezas nunca volverán.

Es imprescindible que las distintas fuerzas políticas encuentren puntos de acuerdo que se sostengan en el tiempo. Que puedan transmitir a la ciudadanía certidumbres sobre dichos acuerdos. Es fundamental también dotar a nuestro sistema judicial de personas comprometidas e independientes, capaces de resistir con herramientas institucionales eficaces los intentos desbordantes de control por parte del poder político.

Nuestro país camina en estas horas por umbrales sumamente riesgosos. Es fundamental para  la salud republicana que este hecho sea realmente esclarecido y, que de una vez por todas se le pueda dar respuestas y certezas a una sociedad que viene reclamándolas hace muchos años.

La Justicia necesita un shock de credibilidad

Nuestro sistema judicial actual carece de credibilidad y, por la tanto, de legitimidad.

Los diversos hechos de corrupción que quedan impunes, los escandalosos delitos en los cuales los delincuentes devienen en estrellas mediáticas, los intentos directos de la política por controlar las decisiones judiciales, jueces sospechados de mal desempeño que continúan en sus cargos sin ningún tipo de investigación, juzgados sin jueces, demoras extraordinarias en el servicio de justicia, y la lista podría seguir y seguir.

En esta descripción de la realidad se encuentran algunas de las razones por las cuales la gran mayoría de la gente desconfía de nuestra justicia actual.

Un trabajo del 2010 realizado por FORES, Fundación Libertad y la Universidad Torcuato Di Tella determinó que la imparcialidad de la Justicia es poco o nada confiable para el 80% de los encuestados; el 77% indicó que la capacidad y eficiencia de la Justicia le merece poca o ninguna confianza y el 79% confiaba poco o nada en la honestidad de la Justicia. Son datos escandalosos que no requieren de ninguna interpretación para concluir que, en nuestro país, la justicia está en jaque.

Es evidente que cuando un pueblo no tiene justicia, no tiene derechos. Una sociedad sin justicia real se convierte en un “sálvese quien pueda”; en una sociedad donde predomina el fuerte, el que se impone por sobre otros. En estas situaciones de escasa o nula institucionalidad, la fuerza, es la variable y la condición más importante para sobrevivir, reemplazando al derecho y a la justicia. Los que dominan por la fuerza imponen sus condiciones arbitrariamente.

Sin una legítima autoridad que imparta justicia de manera objetiva e independiente, todos nos convertimos en soberanos de nosotros mismos y por lo tanto, el Estado se desdibuja como una mera ficción jurídica.

Cuando no hay derecho que rija en una comunidad, desaparece el sentido mismo de vivir en ella, de respetar al otro, de cumplir con las obligaciones legales y de ejercer los derechos, de pagar los impuestos, etc. Sin justicia y por tanto, sin derecho, todo se diluye y nada tiene verdadera razón de ser. Sin justicia no hay derechos, y sin derechos no hay paz ni progreso posible en una sociedad. 

Observamos un constante y paulatino deterioro de nuestras instituciones. La arbitrariedad y la discrecionalidad en las diversas acciones y decisiones del gobierno nos confirman lo dicho. No hay reglas de juego claras e iguales para todos. Ni siquiera los procedimientos legales de sanciones de leyes por el Congreso Nacional son respetados (ej. la reciente sanción de la reforma  del Código Civil). Sin ánimo de ser alarmistas, venimos transitando por un camino sumamente riesgoso para nuestro querido país. 

Debemos revertir drásticamente ese norte. Se requiere de un shock de credibilidad para que la ciudadanía recupere la confianza en la justicia y en las instituciones, para que comencemos nuevamente a ser un país previsible, con seguridad jurídica, un país con reglas claras y permanentes que nos permitan saltar al verdadero desarrollo.

La seguridad jurídica no significa solamente cumplir con las normas establecidas, sino que también significa ser responsables con las leyes que se aprueban, ya que muchas ostentan inconstitucionalidades manifiestas y sin embargo los legisladores levantan la mano sin advertir que dicha norma está destinada a fracturar aún más el sistema. 

Desde la política, a través de los diversos partidos, desde nuestro superior tribunal de justicia, a través de sus sentencias, desde el Consejo de la Magistratura de la Nación, a través de sus designaciones de magistrados y de su poder disciplinario, se debe apostar por el pleno respeto a los límites institucionales, limites que evitan los desbordes de poder y que se enmarcan dentro de un sistema donde el poder es ejercido y controlado.

Necesitamos estar dispuestos sin miedos y sin ataduras a investigar y juzgar de manera implacable todos los hechos de corrupción política y judicial. Poder ejercer un verdadero control republicano, desde las mismas instituciones y desde la ciudadanía.

Este shock de credibilidad debe llevarse adelante primeramente desde el poder, y luego la ciudadanía comenzará a cuidar este mínimo estándar fijado a través de su respectivo control.

Será un desafío para el próximo gobierno poder mostrar, con apertura y firmeza, que nuestro país está dispuesto a seguir por el camino de la ley y no por el de la esclavitud, la fuerza y la arbitrariedad de unos pocos. 

De esa manera habremos recuperado nuestra Patria, habremos recuperado nuestro verdadero sueño de nación grande, desarrollada, equitativa y abierta al mundo.

Aspirar a la independencia del Poder Judicial

Nuestro Poder Judicial pasa por uno de sus peores momentos. Su legitimidad y la confianza por parte de la ciudadanía están cuestionadas. La Justicia argentina no puede demostrar su efectividad ya que carece de los medios para hacerlo y la discusión política necesaria en este sentido es sumamente pobre. La agenda es puramente coyuntural, lo cual no permite pensar y debatir temas de fondo.

El Consejo de la Magistratura de la Nación, órgano encargado de la selección y remoción de los jueces, así como de la administración general de la justicia, está prácticamente paralizado y sin actividad alguna. La razón: problemas estrictamente políticos.

Esta inactividad tiene un costo notorio. A modo de mera ejemplificación, se observan demoras exorbitantes en el avance de los diversos procesos judiciales, con dictados de sentencias que promedian entre cuatro o cinco años en el mejor de los casos; juzgados colapsados por expedientes de papel que no encuentran lugar; edificios en condiciones deplorables; escaso personal; falta de recursos materiales; demoras inadmisibles en la selección de magistrados para cubrir los numerosos cargos vacantes existentes; la casi nula aplicación del régimen disciplinario en los casos de jueces denunciados. La lista podría seguir. El acceso a la justicia se torna cada vez más abstracto.

En la Argentina, la anormalidad pareciera ser la regla. Que una sentencia promedio tarde entre cuatro o cinco años de proceso judicial es patológico. Que la participación política dentro del Poder Judicial sea usual, es inconcebible. Ningún país realmente serio y desarrollado padece estos problemas.

Está fuera de discusión que la política es el verdadero poder transformador; que es la única capaz de realizar los fines mismos del Estado. Son los partidos políticos los canales naturales para llevar adelante dichas acciones, pero de acuerdo a nuestro sistema republicano de gobierno tienen un claro ámbito de incumbencia.

Ahora bien, cuando los diversos partidos o sectores políticos deciden invadir el ámbito del Poder Judicial, lo único que logran es fraccionar el sistema, ya que como la palabra lo indica, partido es “parte”, “facción”, y por tanto, un partido no representa al todo sino a determinadas sectores.

De esta manera, la Justicia pasa a tener un carácter disfuncional a la hora de actuar con imparcialidad, favoreciendo a unos y perjudicando a otros. Una mirada sesgada no permite dar a cada uno lo suyo.

Por estos días se llevarán a cabo diversas elecciones para renovar gran parte de los integrantes del Consejo de la Magistratura de la Nación. En su actual composición de trece miembros, siete son directamente representantes del poder político (tres senadores, tres diputados y un representante del Poder Ejecutivo); tres representan al Poder Judicial; uno al mundo académico y dos integrantes representan a los abogados (uno por la Capital Federal y el otro por el resto de las provincias).

La primera elección será este martes 9 de septiembre donde se elegirá el representante de los abogados de la Capital Federal. Diversos partidos políticos han tomado intervención directa a través de frentes o alianzas electorales. En otras palabras, no conformes con los siete representantes que por ley se les ha otorgado, han decidido participar también dentro del único cupo que le pertenece a los abogados. 

No asombra que una  elección que a priori debe ser propia de los abogados independientes, se transforme en una elección de aparatos partidarios. Todo pareciera normal y tolerable, y la verdad que no lo es. Que los partidos tengan participación en la Justicia no es normal; que un juez federal tenga gran cantidad de denuncias en su contra y no pase nada tampoco es normal. 

Es natural la tendencia del poder político de querer inmiscuirse en los otros poderes del Estado. Sin embargo, en los países desarrollados, existen vallas de contención institucionales que funcionan de manera efectiva e impiden los desbordes y avances de dicho poder. Debemos reconstruir dichos límites institucionales para volver a recuperar esa Justicia verdaderamente independiente que hizo grande a nuestro país.

Es necesario plantearnos desafíos básicos: la defensa y el fortalecimiento de las instituciones para garantizar la efectiva división de poderes, el respeto a la Constitución, la existencia de resortes y límites infranqueables evitando que el poder político avasalle el Poder Judicial.

La justicia decide sobre nuestra libertad, nuestro patrimonio, nuestra vida. Por tanto, dicha independencia es vital. Los jueces buenos deben ser reconocidos y los jueces malos destituidos. Así funciona un verdadero sistema republicano de gobierno. Con nuestro compromiso y participación podemos afianzar verdaderamente esa justicia que tanto anhelamos.