De dictadores y autoritarios

¿Se excedió Mirtha Legrand cuando calificó a la presidente de “dictadora”? El jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, dijo que la conductora “perdió los frenos inhibitorios, quizá por la edad”, y el diputado Carlos Kunkel la llamó “hipócrita y despreciable”. Pero el kirchnerismo intentará imprimirle un sello parlamentario a la amonestación: la senadora nacional Sigrid Kunath, de Entre Ríos, presentó un proyecto de declaración para repudiar los dichos de Mirtha. “No podemos dejar pasar inadvertidos hechos como éste. Resulta grave pretender caracterizar a un presidente elegido por el voto popular como un dictador”, señaló Kunath.

Como resulta habitual con muchos políticos y funcionarios argentinos, se aprecia una ignorancia muy importante en estos comentarios. Es muy posible que Legrand se haya extralimitado en su apreciación, pero la explicación al hecho de que Cristina Fernández no es una “dictadora” no debe buscarse en el origen  “popular” de su elección o en el medio que le permitió alcanzar el poder. La mayoría de las dictaduras más atroces que conoció el mundo, las más sanguinarias y crueles, las que embarcaron al mundo en masacres esquizofrénicas, tuvieron, justamente, un origen “popular” y “democrático”.

Ni Hitler, ni Mussolini, ni Stalin tomaron el poder por la fuerza. Todos ellos llegaron al sitial del gobierno siguiendo las leyes electorales de sus países y refrendados por el voto popular.

Quizás el caso de Stalin pueda discutirse porque, obviamente, el líder de un movimiento que abiertamente confiesa que quiere instalar una “dictadura” (la del “proletariado”) no tiene muchos argumentos para discutir que no es un dictador, pero aun así, podríamos decir que Stalin no tomó (al menos él) el poder por la fuerza sino que llegó a la cúspide de acuerdo con el orden jurídico comunista impuesto por la revolución bolchevique años antes. Lo que ocurre es que la revolución bolchevique fue un movimiento dictatorial per se, con lo que todos sus jerarcas podrían caer en la descripción de “dictadores”. Pero ese es, en todo caso, un análisis que supera los límites de esta columna.

En donde no caben dudas respecto del origen democrático, legítimo y popular de sus gobiernos, es en los casos de Hitler y Mussolini. El Partido Nazi y el Fascismo ganaron las elecciones en Alemania y en Italia y sus líderes accedieron al poder de acuerdo al resultado de las urnas. Sin embargo, no hay lugar a ninguna duda que, por el ejercicio que hicieron del poder, ambos fueron dictadores que no tuvieron nada que envidiarles a muchos carniceros de la Edad Media.

Por lo tanto la calificación de un gobernante como “dictador” no debe remitir a cómo llegó al gobierno sino a cómo ejerció el gobierno. Y en ese punto, insistimos, Mirtha Legrand probablemente haya exagerado la nota, pero no caben dudas que existen severos alegatos en contra de las formas elegidas por la Sra. de Kirchner para ejercer el poder.

Claramente, un presidente que abiertamente confiesa su intención de “ir por todo” está entregando una definición casi gratuita que, desde el punto de vista que estamos analizando, casi lo condena.

En efecto, la referencia al “todo” no puede separarse del concepto de “totalitarismo” que describe los sistemas que van por el “total” del poder y que no admiten su división balanceada, tal como lo disponen la mayoría de las constituciones liberales de Occidente en resguardo de los derechos civiles del ciudadano y de sus libertades individuales. Resulta obvio que un poder “totalitario” o “todolitario” (lo que Cristina confesó buscar) está reñido con las libertades públicas y con los límites democráticos.

En ese campo, si bien la Sra. de Kirchner no sería una “dictadora” porque otras muchas de sus características no cierran con esa definición, la forma de ejercer el gobierno que tiene la presidente se asemeja bastante a regímenes alejados de la democracia, del equilibrio del poder y de la limitación de la autoridad del Estado.

Su relación con la Justicia, con la prensa independiente, con los Estados provinciales, con el copamiento abierto de todos los estamentos de la administración -incluidos los órganos de control- su manera inconsulta de tomar decisiones, su férreo control de áreas descentralizadas del Estado, su estatismo económico, la elección de sus socios mundiales (Rusia, Venezuela, China, Irán), su avance desmesurado sobre los medios de comunicación, su uso desmedido de los resortes del Estado para beneficio propio o partidario, su pretensión de autoridad y, por sobre todas las cosas, esa aspiración notoria a vivir por encima de la ley y de pretender que el orden jurídico normal aplicable al resto de los ciudadanos no se le aplique a ella y a su familia, tienen, en efecto un aire -si no dictatorial- cuando menos excesivamente autoritario.

Esa realidad no la puede borrar el origen electoral de su poder. Habrá sido muy elegida, pero una vez electa no se ha manejado ni siquiera por los palotes del más elemental Estado de Derecho.

Mirtha Legrand podrá haber pifiado la oportunidad y hasta la elegancia de sus dichos, pero no hay dudas de que la presidente no tiene una manera muy democrática (en el sentido del gobierno de la ley) de ejercer el poder. La democracia dista mucho de ser -como sistema de vida- un simple mecanismo de selección de candidatos, de modo tal que todos los seleccionados por sus métodos son automáticamente “democráticos”. Repetimos: los dictadores más oscuros de los que el mundo tenga memoria fueron seleccionados por mecanismos “democráticos” y eso no impidió, sin embargo, que se convirtieran en un estigma maligno que la humanidad aún recuerda con vergüenza.

La connivencia del poder con los violentos

Anteyer, en plena tarde de Buenos Aires, en el estadio de uno de los clubes más grandes del país se produjo la irrupción de más de 120 personas, algunas encapuchadas y la mayoría portando armas blancas y manoplas, que entraron en la confitería principal para desatar una batalla campal que dejó heridos de gravedad, a otros inocentes con golpes y cortes y a todo el mundo estupefacto en medio de la hora en que muchos chicos salían del colegio del Instituto River Plate y otros de sus prácticas de divisiones inferiores.

Algunos padres debieron esconderse en el baño tratando de proteger a sus hijos y una mamá pagó caro el hecho de haber ido a buscar al suyo cuando una silla de las tantas que volaban por el aire le cortó el labio y la cara.

Pronto la Argentina deberá implementar la prohibición absoluta para entrar a los clubes de fútbol. Desde hace más de un año el país creyó que inventaba la pólvora sin humo prohibiendo la asistencia de público visitante a los partidos de fútbol, porque la creencia era que la violencia se generaba entre las barras de los distintos equipos.

La locura en la que estamos nos va demostrando que ya no estamos en presencia de un peligro entre gente de distinto color sino ante la violencia más furiosa que ahora alcanza a los que supuestamente participaban de un mismo bando.

El monumental negocio económico y de poder que se ha armado detrás del fútbol con la complicidad de los dirigentes y del Estado es de tal magnitud que ahora la guerra estalló puertas adentro de los propios clubes. Las barras se han dividido en la mayoría de ellos en busca de más poder y de más dinero. Todo ha sucedido bajo un manto de connivencia que ahora impide actuar a quienes están siendo sus propias víctimas.

En el episodio de anteayer, la información da cuenta de que en las propias instalaciones de River estaban integrantes de la llamada “barra oficial” que habían ido a retirar las entradas de favor para el partido de mañana jueves entre el local y Boca por la semifinal de la Copa Sudamericana, que la dirigencia les da para que armen su propio negocio. Son entradas que puestas luego en la reventa pasan a valer miles de pesos. Se calcula que por este partido en donde la recaudación puede alcanzar los 15 millones de pesos, la barra puede racaudar entre 1 y 2 millones. Por ese botín matan y se matan.

A ese negocio hay que sumarle el de la calle, en donde se combinan los “trapitos”, que aprietan a la gente con el estacionamiento, la droga y otras “amenidades” por el estilo.

La dirigencia no ha estado a la altura de las circunstancias, pero muchas veces apunta detalles estremecedores. D’Onofrio, el presidente de River, por ejemplo, comentaba hace algún tiempo que encontró enganchado en el parabrisas de su auto un mapa con el recorrido que hace con su nieto para llevarlo al colegio. La amenaza de la violencia actúa con impunidad.

¿De dónde deriva esa impunidad? De la inacción del Estado. Y esa inacción es sospechosa. No ha sido uno sino varios los antecedentes públicos de hechos violentos en acontecimientos políticos en donde la “mano de obra” utilizada fue la de los barrabravas. En varias filmaciones que mostraban las acciones violentas de un grupo de poder contra otro, aparecen los mismos personajes que protagonizas los desmanes en el fútbol. Venden sus servicios a gente que luego los protege.

No hace mucho tiempo el mayor experto inglés en violencia deportiva visitó la Argentina invitado por organizaciones no gubernamentales para que explicara como en Gran Bretaña habían logrado imponerse a la violencia en el fútbol. A poco de establecer un paralelo surgía una diferencia entre ambos países que cambiaba completamente el ángulo para encarar las soluciones. En Inglaterra no había connivencia política con los hooligans. Estos eran grupos de borrachos que encontraban en el fútbol una manera de descargar sus violentas emociones poniendo en riesgo la vida de los demás. Pero el dinero, la droga y el poder no estaban involucrados en la pelea. Aquí sí.

D’Onofrio ha dicho que no tiene inconvenientes en echar de River a todos los que se compruebe estuvieron involucrados en la pelea. Pero se preguntó, ¿los mantendrá luego el Estado detrás de las rejas o los soltará a las pocas horas? “Porque si es asi, van a tener que ponerme una custodia muy grande”, agregó.

Parece mentira que un país como la Argentina en donde el fútbol forma parte de su historia cultural haya arruinado un espectáculo de estas dimensiones. Que los dirigentes y, fundamentalmente, que el Estado se hayan hecho socios de la violencia, del apriete y de los negocios de un conjunto de mafiosos es una muestra más de la decadencia en la que nos hemos metido.

La gente inocente sigue viendo como todos los días le roban delante de sus narices no solo sus propiedades y sus pertenencias sino sus alegrías y los pequeños placeres de los que no hace mucho aun disfrutaba.

Se trata de un deterioro serio de nuestra manera de vivir, de los valores a los que les damos preeminencia y de una renuncia absoluta a solucionar los problemas.

Pero la gran desilusión llega cuando todos advertimos que quienes deberían ser quienes se encarguen de la solución son parte del problema; que ellos estan metidos hasta el cuello en la misma inmoralidad que la sociedad pide a gritos que se termine.

La Argentina deberá olvidarse de encarar la solución a esta violencia como un sucedáneo del fútbol. El fútbol es solo una excusa y una víctima del problema. Aquí estamos en presencia de mafias que como aquellas de las películas están detrás del dinero y del poder. Las herramientas pueden ser el alcohol, el juego o las prostitutas. Pero el problema de fondo no es el licor, los casinos o las mujeres. El problema es la connivencia del poder con los violentos.

Nadie sabe ahora cuando llegará la respuesta de los que fueron sorprendidos ayer. Como en las historias de la mafia, se dice que hubo un soplón; alguien que pasó el dato de la presencia de la “barra oficial” en las instalaciones de River en la tarde de ayer. Fue el santo y seña para ir a matarlos. La Argentina estará pendiente, ahora, del siguiente santo y seña; del que marque la llegada de la próxima venganza.

El desapoderamiento

El próximo presidente de la Argentina deberá reunir cualidades muy especiales para enfrentar el desafío de volver a hacer de este país una tierra de oportunidades y para devolverle a la sociedad la vitalidad muscular perdida después de tanta droga asistencialista.

Las de mayor importancia dentro de esas cualidades serán el desprendimiento, la magnanimidad y la grandeza.

En efecto, la próxima administración deberá iniciar un camino de desapoderamiento del Estado para volver a transferir esos signos vitales a los individuos y a la sociedad. Han sido tantas la energías robadas a las personas en estos años, tanto el poder arrebatado a la sociedad para depositarlo en los funcionarios que encarnan al Estado, que la contratarea será ciclópea.

Pero además, como en la Argentina el empoderamiento del Estado ha sido interpretado como un empoderamiento de personas físicas de carne y hueso que han aspirado los bríos y las energías de los argentinos privados, la tarea de devolver esa vivacidad adonde corresponde (y de donde nunca debió haberse ido) necesitará de una condición de grandeza personal del próximo presidente muy parecida a la que tuvieron los presidentes de las primeras horas de la Constitución.

El próximo presidente deberá encabezar, él mismo, un proceso para hacer de la presidencia un lugar más liviano, un sitio menos excluyente y más prescindente de las decisiones privadas de los hombres y mujeres argentinos.

Para eso deberá tener la magnanimidad del desprendimiento. Después de años y años de una acumulación asfixiante y sin precedentes de poder en el puño presidencial, el próximo titular del Poder Ejecutivo deberá, en su propio”perjuicio”, volver a llevar ese poder al dinamismo individual, para que vuelva a florecer la inventiva, el vuelo de los sueños, y las ganas de cada uno por protagonizar personalmente la aventura de la vida.

Y hemos entrecomillado a propósito la palabra “perjucio” cuando nos referíamos a lo que el próximo presidente debería hacer, porque, efectivamente, a primera vista, quien voluntariamente renuncie a la cantidad de prerrogativas que la década kirchnerista le ha entregado al Estado (entendido éste casi como la voluntad omnímoda y personal del presidente) debe ser alguien con una voluntad de grandeza fuera de los común, que priorice los beneficios para el país antes que sus megalómanas manías por el poder.

Paradójicamente, sin embargo, ese eventual “kamikaze” , que se deshaga de todo el poder que la Sra. de Kirchner ha acumulado para el Poder Ejecutivo, terminará siendo más poderoso que ella, gracias a que su administración será recordada por haberle devuelto la sangre la sociedad y por hacer posible que la Argentina vuelva a ser un país en donde los sueños de cada uno no mueran en la asfixia a que los somete la concentración completa del poder.

La renuncia del próximo presidente a los poderes que la Sra. de Kirchner se autoregaló durante todos estos años será la verdadera tarea “derogatoria” del próximo gobierno. En efecto, si algo hay que derogar en el país es la innumerable pléyade de pererrogativas que el poder ejecutivo de los Kirchner le ha arrebatado a la sociedad durante los años de sus mandatos. Cada derogación será una devolución de libertades a los ciudadanos argentinos; cada renuncia que el próximo presidente haga a las facultades extraordinarias de las que gozaron Néstor y Cristina Kirchner deberá ser interpretada como una recuperación de derechos, como una reposición de lo que fue quitado, como un rescate de lo que fuera secuestrado, como un restablecimiento de la posibilidad de hacer de nuestras vidas lo que querramos con independencia de la voluntad del Estado, tal como lo había imaginado la Constitución.

Si ese milagro llegara a verificarse y por primera vez en mucho tiempo tuviéramos un presidente que se desprende de poder antes que un megalómano que lo acumula, la Argentina estaría en condiciones de protagonizar uno de los despegues socioeconómicos más extraordinarios de la historia humana, similar al que la transformó de un desierto pleno de barbarie a mediados del siglo XIX en una potencia mundial en menos de 70 años.

Con solo permitir que el centro de las decisiones trascendentes pasen de la presidencia a los individuos y a las empresas, la Argentina daría una vuelta de campana sin precedentes. La mayor decisión del próximo presidente es inaugurar un tiempo en donde las mayores decisiones no las tome el presidente. Ese cambio cultural hará pasar a la Argentina de la Edad Media a la Era Cibernética.

Si Dios iluminara por una vez a los argentinos para tener el tino de hacer ese distingo y por una vez a su dirigencia para limitar un poder que ha ahogado la aventura del emprendimiento en el país, la Argentina podría tener una chance en el futuro. Si al contrario, quien gane la presidencia continua creyendo que ha accedido a una alta torre desde donde puede manejar y controlar imprescindiblemente la vida de todos valiéndose de la herramientas que durante todos estos años los Kirchner le han arrebatado a la sociedad para entregárselas al Estado, el país terminará hundiéndose en el autoritarismo y en la inquebrantable pobreza que él genera.

El Gobierno que dice que “el Poder” está en otro lado

Es muy curiosa la interpretación del poder que tiene el gobierno. Durante toda esta década se la ha pasado (y con bastante éxito, por cierto) trasmitiendo la imagen y la idea de que en realidad él no es EL PODER sino que EL PODER está en otro lado, en vericuetos ocultos y oscuros, siempre urdiendo tramoyas contra el pueblo y contra lo que el pueblo votó.

Según esta interpretación el gobierno no sería el gobierno sino la oposición a ese poder; es decir, el gobierno actuaría con el poder del Estado pero oponiéndose al verdadero PODER, que, según esta versión, se ubicaría por fuera del Estado. Es más, según el gobierno, casi podría decirse que todo lo que no sea Estado sería el Poder Oculto al cual el gobierno debe oponerse.

Y decimos que la interpretación es curiosa por varios motivos. En primer lugar si todo lo que no es Estado es sospechoso de ser un poder oculto con intereses opuestos al pueblo, ¿cómo llamaríamos a los integrantes de ese supuesto poder?, ¿no serían parte del pueblo? Continuar leyendo

Después de mí no hay nada

La Presidente no puede con su genio. Ni en las condiciones más ideales para entregar un mensaje conciliador y en paz puede sustraerse a la tentación de meter una cuota de cizaña.  Es más, muchas veces ni siquiera mide si el contenido de su propio mensaje se le puede volver en contra, porque en su afán de lanzar acideces indirectas no ve su propia conveniencia.

Es lo que ocurrió el jueves, en su cadena nacional para anunciar el lanzamiento del satélite Ar-Sat. En un momento de su discurso, con total gratuidad, dijo: “Por suerte los satélites no se derogan”, en una vuelta de tuerca más a la novísima (y a la vez antiquísima) táctica de sembrar miedo entre la población respecto de cuál podría ser el futuro según sea el resultado electoral de 2015.

Luego de pretender endosar esas maniobras justamente a la oposición (apenas 24 hs antes, cuando en un acto en Tecnópolis dijo “asustar para ajustar”, en referencia a que la oposición siembra dudas económicas hoy para pavimentar el prólogo de su camino de “ajustes” una vez que gane las elecciones), la que toma el camino del miedo es ella dando a entender que si el oficialismo no gana el año que viene, muchas de las cuestiones aprobadas durante su gestión serán derogadas.

En ese marco el lanzamiento de un satélite físico al espacio le vino como anillo al dedo para jugar -entre sonrisas- con aquella ironía.

Pero la Presidente debería pensar mejor lo que dice. En efecto, toda la gestión K se ha caracterizado, justamente, por una enorme tarea de “derogación” de estructuras anteriores (desde el Código Civil a la ley de matrimonio y desde el  modelo jubilatorio a la  ley de radiodifusión -hoy llamada “ley de medios”-) en muchos casos, incluso, con carácter retroactivo. Esa tarea se ha llevado adelante apoyada en el número, solamente en el número. Si hay un movimiento que no ha sido cuidadoso respecto de tradiciones, modelos o legislaciones anteriores ha sido justamente el kirchnerismo: en base a su mayoría numérica en diputados y senadores se llevó puesto todo.

Es más, por  caminos más que directos,  transmitió  muy  claramente  la idea de que  su porción electoral -más allá de que no era obviamente la totalidad de la población- era el “pueblo”, el “pueblo” todo, insinuando -muchas veces de manera ostensible- que quienes no estaban allí no eran “nacionales” o “argentinos”.

¿Qué autoridad puede tener un movimiento de estas características para desconocer en el futuro la ley del “mayor número” cuando  ese “mayor número” le pertenezca a otro? ¿No  fue Néstor Kirchner acaso -o la propia Cristina o el inefable Kunkel- los que han desafiado a todo el mundo a “hacer un partido político, ganar las elecciones y después hacer lo que quieran”?

Bueno, no deberían ser ellos los que ahora se asombren por la posibilidad de que una nueva mayoría “haga lo que quiera” y les “derogue” todo lo que ellos hicieron. Fue, en efecto lo que hicieron ellos, durante más de 10 años.

En lo personal, no creo que eso pase. Me parece que hasta generacionalmente la Argentina está dando una vuelta de campana en donde los hábitos de los Kirchner quedarán atrás. En ese sentido – y si eso ocurre como, a lo mejor optimistamente, pienso- los Kirchner podrán llamarse afortunados porque alguien más cívico que ellos decidió no tirar todo por la borda simplemente porque tal o cual idea venía con la marca kirchnerista en el orillo.

Pero en el terreno teórico, si hay un argumento que la Presidente (y la concepción que representa ella, su fallecido marido y el grupo duro que los rodea) tienen prohibido usar es el argumento del número, porque fue el que ellos usaron contra los demás y la vaina con la que corrieron a todos los que opinaban diferente mientras los que opinaban diferente no tenían el número suficiente (como si el derecho a la opinión estuviera gobernado por el número)

La Presidente, su marido y el “partido” (si se le puede llamar de alguna manera) que ellos armaron han introducido una lógica muy jorobada para la convivencia como es, efectivamente, la idea del eterno comienzo desde cero, en donde quien llega destruye todo lo que se hizo antes bajo el argumento de que  “su” número le arroga la encarnación misma del “pueblo”. Para el kirchnerismo, la Argetina comenzó en 2003. Se han cansado de repetirlo en discursos, en estadísticas amañadas, en debates violentos, a los gritos y, en muchos casos, hasta con la amenaza y la insinuación de la violencia. Eso los expone ahora a tomar de su propia medicina si el “pueblo” decide cambiar de encarnación.

Quizás también por eso la Presidente dijo por primera vez, delante de las cámaras, algo que solo se ha escuchado de la boca de los “hombres fuertes” de regímenes nefastos. “Me pregunto si yo no hubiera ganado las elecciones de 2007 y de 2011 si este satélite estaría hoy en el espacio. Y esa es la gran duda, el gran interrogante que yo creo que deberían estar haciéndose todos los argentinos”, dijo la Sra. de Kirchner, como poniéndose ella misma en el sitial de un Dios salvador de la patria.

“¿Qué harían ustedes y este país sin mí? Ese es el interrogante que todoso deberían estar planteándose”. Se trata de una de las manifestaciones de egolatría pública más impresionantes de los últimos tiempos. Ya no es un tercero del círculo áulico quien lo dice, es ella misma la que declara que sin ella no tenemos destino. Cuesta encontrar una declaración que coloque a la sociedad en un estado de pusilanimidad tan infamante cómo ese.

¿Tendrá una concepción de este estilo vocación por respetar una determinada decisión social cuando esa decisión haga recaer el único poder en el que cree -el poder del mayor número- en alguien que no sean ellos mismos? No lo sabemos. Pero los indicios son preocupantes.

Sobre el “empoderamiento”

La presidente parece haber inaugurado el reinado de un nuevo término. No pasan dos frases en sus frecuentes apariciones en cadena nacional sin que pronuncie la palabra “empoderar”. Con este concepto la Sra. de Kirchner parece querer trasmitir la idea de que su gobierno está embarcado en la tarea de trasmitirle “poder” a la sociedad, en su criterio, retirándoselo a las “corporaciones”.

La luminaria tarea del kirchnerismo, aquella que vino a abrir una senda revolucionaria en la historia del país, sería, según este idea, la que consiste en producir un enorme trasvasamiento de poder a favor de “la gente”.

Pero cuando uno analiza estos años enseguida advierte una enorme contradicción. O estamos frente a una nueva mentira que, con una elipsis del lenguaje, pretende disimular una realidad opuesta, o la presidente tiene un concepto sumamente discutible de lo que debe entenderse por “sociedad” o por “gente”.

La sociedad es la resultante de un conjunto de individuos privados que, organizados bajo un orden jurídico racional, se da sus propias normas y elige sus propias autoridades para satisfacer el costado gregario del hombre que lo inclina a interactuar son sus semejantes en una determinada porción de territorio.

En esa interacción, las personas ponen en funcionamiento resortes de vida propios que, siempre de acuerdo con la ley, materializan el funcionamiento cotidiano del país, determinando su progreso, su estancamiento o su decadencia. Parte de la organización institucional supone la organización de un gobierno que se encargue de la administración común, pague los gastos y entregue las condiciones de seguridad mínimas para que los ciudadanos puedan desarrollar su vida de acuerdo a cada uno de sus horizontes individuales.

Para realizarse en la vida cada individuo necesitará del otro, porque todos llegamos al mundo en alguna medida “incompletos”. La interacción con el otro nos permite “completarnos” y a partir de allí progresar.

Como resultado de esas múltiples interacciones surgirán por supuesto individuos (o uniones de individuos) más “poderosos” que otros, pero esta es, en alguna medida, la gracia de la vida: el hecho de que cada uno pueda avanzar gracias a su capacidad, a su esfuerzo, a su voluntad y al tipo de asociaciones o relacionamientos que desarrolle.

En ese sentido es correcto que en una sociedad surjan sectores fuertes, poderosos, “empoderados”, diría la presidente. El “empoderamiento” natural y espontáneo es el único “empoderamiento” democrático porque surge del ejercicio de la libertad y del uso combinado de los derechos civiles. En todo caso ese “poder” es accesible por todos, porque todos, en un ámbito de libertad y de igualdad de oportunidades, tienen la capacidad individual de construir una vida “empoderada”

Pero el sistema social que la Sra de Kirchner tiene en mente es muy diferente. Ella parte de un concepto también muy distinto de lo que debe entenderse por “sociedad” o por “gente”. Según esta idea la sociedad no es la resultante  de la vida conjunta de un grupo de individuos libres cuyo “poder” consiste justamente en vivir libremente y tejer las asociaciones que les permitan cumplir sus metas o realizarse en la vida. Al contrario, si por el imperio de la libertad y por el ejercicio normal de los derechos civiles, ciertas personas lograran formar asociaciones privadas “poderosas”, esa no sería una señal de que el poder lo tiene “la gente” o la “sociedad” sino que grupos “concentrados” le han arrebatado ese poder a los débiles por lo que es preciso la intervención del Estado para que ese “poder” regrese a la verdadera “sociedad”.

Es de ese “empoderamiento” del que habla Cristina. Cuando pronuncia esa palabra lo que busca es más poder para el Estado, con la única diferencia que lo disfraza, haciéndole creer a la gente que lo reclama para ejercerlo en su propio favor.

Para la presidente la “sociedad”, “la gente” es el Estado, y el Estado es ella. Cuando legisla para retirarle poder a los privados “poderosos” no lo hace para trasladárselo a nadie sino para quedárselo ella. Con la diferencia entre el poder que saca y la ilusión que vende hace lo que en la historia del mundo se conoce como demagogia.

No hay mejor manera de “empoderar” a la sociedad (si es que la presidente fuera sincera) que permitir un alto grado de ejercicio libre de los derechos para que justamente la ciudadanía privada que conforma la sociedad sea la realmente poderosa. El razonamiento contrario no “empodera” a la sociedad sino al gobierno, es decir a un conjunto de ciudadanos que por ejercer el monopolio de la política, se adueña de los sillones del Estado.

En realidad el “empoderamiento” de “la sociedad” como ente colectivo no existe. Para que “la sociedad” sea empoderada necesita encarnarse en alguien, porque los poderes los ejercen las personas, no las entelequias. Ni siquiera existiría el “empoderamiento” del Estado, porque el “Estado” también es un colectivo imaginario. Por eso estas historias que pueden resultar tan simpáticas a los oídos populares a primera vista (razón por la que se hacen) siempre terminan haciendo más fuertes a los burócratas y menos “poderosos” a los ciudadanos.

No sabemos si la presidente cae en esta confusión de manera inocente (es decir creyendo de verdad que su acción entrega más derechos a los individuos) o si lo hace por el cálculo político de saber que por ese camino la única que resultará con más poder será ella.

Pero quienes no pueden tener dudas sobre esto son los ciudadanos. Éstos son “poderosos” (o se hayan “empoderados”) cuando el ejercicio libre de sus derechos les permite ser independientes de los favores del gobierno. De lo contrario serán dependientes de esas dádivas y ningún dependiente estará jamás “empoderado” de nada.