El default judicial

Desde estas columnas hemos trasmitido incesantementew la idea -y la convicción- de que somos nosotros la principal causa de lo que nos pasa y de que somos nosotros los últimos responsables de lo que finalmente termina ocurriendo en la Argentina.

Eso está claro y surge hasta de la lógica democrática que, teóricamente, permite elegir. Pero también es cierto que algunos estamentos institucionales de la Argentina han fallado completamente a la hora de ejercer su función y no han sabido poner en funcionamiento los mecanismos que la Constitución prevé para que ciertos descalabros que hemos vivido en estos años se evitaran.

Nos referimos concretamente al deslucido papel que han jugado muchos jueces, empezando por la Corte Suprema de Justicia.

El último escalón de esa “sacada del (cuerpo) a la jeringa” ha sido la lavada de manos que se pegó el más alto tribunal cuando un fiscal lo convocó para que se expidiera sobre el caso de Luis María Cabral.

La Corte se sacó el balurdo de encima mediante una formalidad, que es como estar acomodando los cuadros del living en el medio de un incendio.

Resulta francamente triste ver tanta pusilanimidad y especulación política cuando los derechos y las libertades públicas están en juego. Uno no tiene demasiada noción acerca de qué más debería pasar en el país para que, quienes corresponda, se den por enterados de que lo aquí existe es un intento serio y profundo de instaurar un régimen de mano única en donde la división republicana de los poderes desaparezca. Se trata de un verdadero golpe constitucional con el aparente “respeto” por la Constitución.

En efecto, con la incomprensible anuencia de algunos jueces, lo que se intenta es saltear la Constitución, estableciendo un sistema paraconstitucional, que derogue lo dispuesto en 1853 y que lo reemplace por un nuevo orden diseñado por la hegemonía del Gobierno.

Se trata del más sofisticado intento de borrar el orden liberal, democrático y republicano de la Constitución sin pasar por los escabrosos procedimientos de reforma, para los que, los protagonistas de este anhelo, saben que no tienen los votos: “como no tenemos los votos lo vamos a hacer igual, haciendo como que lo hacemos dentro de la ley…”

El choque entre ese intento y la Constitución debería ser marcado por los jueces y es este el paso que está fallando. Es cierto que ya gran parte de la Justicia ha sido colonizada y que muchos casos que recaen en jueces partidistas son desechados precisamente por eso. Pero otros, que incluso han llegado al más alto tribunal, no han recibido el trato serio y preocupado que deberían haber tenido, sino que fueron respaldados, dándole el gusto a un Gobierno que no siente por las valoraciones republicanas el más mínimo respeto.

Se trata de una verdadera claudicación. El país no ha honrado su organización de reaseguro. Todas las precauciones habían sido tomadas por los constituyentes para que la Argentina no volviera a caer en el autoritatismo. Las mejores instituciones del mundo habían sido adaptadas en el texto de 1853 para que estuviéramos protegidos contra ese flagelo.

Pero quienes han tenido la responsabilidad de hacer funcionar ese sistema no has estado, evidentemente, a la altura de la circunstancias.

Es cierto que la sociedad tiene su parte gruesa de responsabilidad porque no se ha manifestado con su voto en contra de estos regímenes mesiánicos. Al contrario, ha votado a figuras carismáticas que han ido perfilando un gobierno de culto. Pero aquellas personas que se suponen formadas y que han llegado a ocupar los escaños reservados a la defensa última de la libertad, han defaulteado su deber. No se sabe si el miedo, si el amor a los sillones o si el matonismo han sido más fuertes que el amor por la dignidad y por la vigencia de los derechos civiles. Pero lo cierto es que el resultado práctico final es un páramo desierto cuando el ciudadano que aún le importa vivir en libertad levanta la mirada y busca casi desperadamente un auxilio.

La sociedad contraconstitucional

Normalmente, el término “inconstitucional” se reserva para hacer referencia a leyes o a decretos que contrarían lo establecido por la Constitución. Así, cuando el Congreso o el Poder Ejecutivo aprueban normas que no son compatibles con letra (y, deberíamos agregar, el “espíritu” de la Ley Madre) los particulares tienen derecho a solicitar al Poder Judicial su no aplicación en todo lo que la ley o el decreto contravengan sus derechos. Generalmente, cuando ello ocurre, más allá de que esas declaraciones judiciales solo tienen valor para las partes involucradas en el pleito -el Estado y el individuo privado que pleiteó-, la ley o el decreto terminan cayendo porque la doctrina jurisprudencial lo tornarán inocuo.

Este es el mecanismo que los países republicanos han imaginado para detener el populismo y lo que Tocqueville llamó “tiranía de la mayoría”. Así, la República, no es solamente el gobierno de quien gana una elección sino el gobierno de la ley, por encima de todas las cuales esta la Constitución.

Esa Constitución protege como una barrera blindada los derechos de las personas individuales del aluvión de las mayorías. Es el secreto para distinguir el gobierno de las masas, del gobierno del pueblo: éste está formado por millones de individuos libres, todos diferentes y desiguales, con intereses, gustos y opiniones distintas que la ley Fundamental se propone privilegiar y proteger. La masa, al contrario, es una muchedumbre informe, indiferenciada y anónima que habla por el grito, se expresa por la fuerza y se representa por el líder.

¿Qué pasaría, entonces, si lo que se opusiera a la letra y al espíritu de la Constitución no fueran las leyes y los decretos sino una sociedad entera? ¿O si la abundancia de leyes y decretos inconstitucionales fuera la consecuencia de una sociedad “contraconstitucional”? ¿Qué pasaría, en definitiva, si la excepción fuera la Constitución y la regla la Contraconstitución?

La filosofía del Derecho ha distinguido históricamente lo que se llama la “Constitución formal” de la “Constitución material”, reservando el primer nombre para el documento escrito, firmado y jurado por los constituyentes soberanamente electos por uan sociedad en un determinado momento, y el segundo para el conjunto de hábitos, tradiciones y costumbres que se enraízan en lo más profundo del alma nacional y que responden a siglos de una determinada cultura.

¿No ocurre en la Argentina este fenómeno? Los partidarios de la cultura de la que la Constitución de 1853 es hija creemos que ella refleja las tradiciones del país y que su espíritu responde a la cultura, a las raíces y a las tradiciones argentinas. Pero, con una mano en el corazón, ¿es así?

Por supuesto que el texto jurado en Santa Fe aquel 1 de mayo receta parte de los ideales de argentinos que creían en ellos y que trataron de expandirlos a partir de los esfuerzos de la Generación del ’37 y de una camada de sucesores que se encargaron de poner en funcionamiento los palotes del nuevo sistema. La generación del 80 vio los primeros brillos de aquel milagro: un desierto bárbaro, entreverado, de repente, entre los primeros países de la Tierra.

Pero aquel esfuerzo descomunal ocultaba los rencores de una venganza. Los restos de la mentalidad colonial, feudal, rentista, caudillesca y, finalmente, totalitaria, no habían sido completamente derrotados. Como una bacteria latente, en estado larvado, esperando que otra enfermedad debilitara el organismo para ella hacerse fuerte nuevamente e iniciar una reconquista, esperó su turno agazapada, escondida detrás de las luces del progreso.

Cuando la recesión mundial de 1930 dejó a la Argentina tambaleante, el espíritu fascista, del caudillismo anterior a Caseros, renació. La sociedad no había tomado aun suficientes dosis de “constitucionalidad” como para que esa nueva cultura hubiera reemplazado para siempre las tradiciones de 300 años de centralismo, autoritarismo, prohibiciones, vida regimentada y estatismo. Fue todo eso lo que la Argentina había mamado durante tres siglos; setenta años de la contracultura de la libertad individual y de la república liberal no fueron suficientes para matar el germen del colectivismo. Allí, en medio del miedo al abismo y del terror a lo desconocido, la frágil Argentina de la libertad retrajo su cuerpo de caracol debajo de la coraza que la había cobijado desde el nacimiento: el Estado.

Allí nació la sociedad “contraconstitucional”; la que desafía con sus hábitos las instituciones escritas y juradas en la Constitución: la división de poderes, la libre expresión de las ideas, la libertad individual, el gobierno limitado, la justicia independiente, la libertad de comercio, la inviolabilidad de la propiedad.

Desde ese momento subsisten en el país dos Constituciones: la firmada en Santa Fe en 1853 y la traída desde la Casa de Contratación de Sevilla en el siglo XVI, aggioranada bajo las formas del caudillismo colonial primero y del populismo peronista después.

Como en la previa de mayo del ’53 hay aun bolsones de republicanismo en la sociedad, pero el virus del colectivismo demagógico ha ganado la batalla de las mayorías. Cualquier suma electoral que ponga de un lado la libertad y del otro el dirigismo estatista (peronistas, radicales, socialistas, izquierdistas) terminará en números cercanos a 80/20.

Ese “20” sigue teniendo la “ventaja” de decir “nuestras creencias están escritas aquí ” (señalando un ejemplar de la Constitución); pero el “80” se le reirá en la cara; su aluvión los dejará dando vueltas en el aire, con ejemplar y todo.

La Argentina es hoy un país “contraconstitucional”. Prácticamente nada de lo que ocurre aquí tiene que ver con lo escrito por Alberdi. Todo es exactamente al revés y, sin embargo, rige. La Justicia no ha estado a la altura de las circunstancias y, nada más que en estos últimos años, ha permitido la consolidación de monopolios estatales, la prohibición del ejercicio del comercio y de la industria lícita; ha tolerado el control de cambios, el cepo, la prohibición de exportar; ha respaldado la retroactividad de las leyes, permitió el menoscabo de la propiedad, avaló la supremacía del Estado por sobre la libertad individual; permitió una explosión de poder del presidente que prácticamente ha borrado el concepto de “gobierno limitado”; ha tolerado la persecución, la confiscación de la propiedad sin indemnización (es decir, el robo), la reducción de las provincias a meras dependencias administrativas del poder ejecutivo y ha validado un sistema de gobierno que solo considera democrático al pensamiento que gana una elección, en tanto ese pensamiento tenga la suficiente desfachatez de “irla de malo” y de ejercer el poder por el terror.

“El tirano no es la causa, sino el efecto de la tiranía”, decía Juan Bautista Alberdi, el padre de la Constitución. La tiranía descansa en nosotros. La inconstitucionalidad no está en la ley sino, principalmente, en la sociedad: es la sociedad argentina la “contraconstitucional”. Y es ella la que sufrirá la miseria, víctima de su propio virus.

Entre la locura y el Tigre

Las PASO ya son historia. Pero su resultado recién comienza. La rotunda derrota del gobierno en prácticamente todo el país electoralmente útil plantea interrogantes serios para el futuro de la Argentina. Si estuviéramos frente a un gobierno normal, lo más lógico sería suponer una recepción del mensaje, un ajuste del rumbo para ponerlo más acorde a lo que la votación arrojó y una apuesta a que esa corrección sea percibida por la sociedad para recuperar, en la elección de octubre, algo de lo perdido ahora.

Pero el país no tiene un gobierno normal. El país tiene un gobierno sectario; un gobierno que, sentado en las instituciones de todos, gobierna para una facción. Como todo gobierno faccioso siempre se atribuirá el triunfo: cuando gana porque gana; cuando pierde porque esa es la señal de que su lucha contra los verdaderos poderes enquistados en el conservadurismo argentino no está terminada y que deben redoblarse los esfuerzos para vencerlos definitivamente.

Del discurso de la presidente de ayer por la noche se deduce eso. La señora de Kirchner no admite nada, ni un error, ni una culpa, ni una falla. Nada. Ellos ganaron, “porque estas eran elecciones nacionales” y porque “son el David que lucha contra todos los medios y gobierna todos los días”.

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Gils Carbó y los “Jorges”

Los que quieran tener una versión adelantada de lo que será la Argentina sin Justicia -o, lo que es lo mismo, el país bajo la “Justicia democratizada”- sólo deberían prestar atención a lo que ha ocurrido con el Ministerio Público Fiscal desde que la presidente echó al procurador Esteban Righi (luego de que Amado Bodou lo acusara falsamente de tráfico de influencias en el caso Ciccone [Righi en realidad "renunció", pero a buen entendedor, pocas palabras]) para colocar allí a Alejandra Gils Carbó, luego de que su primer intento de coronar al impresentable de Daniel Reposo fracasara abiertamente por la intríseca ignorancia y brutez que el candidato mostró en las audiencias del Senado.

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