Un festival de incoherencias políticas

Yo, como buena parte de los lectores de periódicos, ya no aguanto leer las noticias en Brasil que entremezclan la política con corrupción; es un sinfín de escándalos. 

Algunas veces, aunque no haya indicios firmes, aparecen manchados los nombres de los políticos. Peor aun, de tantos casos con pruebas fehacientes de implicación en ”fechorías’’, basta mencionar a alguien para que el lector se convenza de inmediato de su culpabilidad. La sociedad ya no tiene dudas: donde hay humo, hay fuego.

No escribo esto para negar la responsabilidad de alguien específicamente, ni mucho menos para aligerar las posibles culpas de los involucrados en escándalos, ni tampoco para desacreditar de antemano las denuncias.

Los escándalos brotan en abundancia y no es posible tapar el sol con un dedo. La conmoción por la sobrefacturación en la compra de una refinería de Texas por la compañía petrolera Petrobras es de lo más simbólico, dado el aprecio que todos tenemos por lo que hace la compañía por Brasil.

Escribo porque los escándalos que vienen apareciendo en una onda creciente son síntomas de algo más grave: es el propio sistema político actual el que está en el banquillo, especialmente sus prácticas electorales y partidistas. Ningún gobierno puede funcionar en la normalidad cuando está atado a un sistema político que permite la creación de más de 30 partidos, de los cuales veintitantos tienen asiento en el Congreso. La creación por el gobierno actual de 39 ministerios para atender las demandas de los partidos es prueba de esto y, al mismo tiempo, garantía de fracaso administrativo y de la connivencia con prácticas de corrupción, a pesar de que algunos miembros del gobierno se oponen a estas prácticas.

No quiero lanzar la primera piedra, aunque ya se han lanzado muchas. No es de hoy que las cosas funcionan de esa manera. Pero la contaminación de la vida político-administrativa se ha ido agravando hasta llegar al punto en el que estamos. Si en el pasado nuestro sistema de gobierno fue llamado ”presidencialismo de coalición’’, ahora es apenas un ”presidencialismo de cooptación’’. 

Yo nunca entendí la razón de que el gobierno del presidente Luiz Inacio Lula da Silva se empeñara en formar una mayoría tan grande, y pagó el precio de las ”mensualidades’’, el escándalo de un sistema de compra del voto de parlamentarios. Cuando mucho puedo entender esto: es porque el Partido de los Trabajadores (PT) tiene vocación de hegemonía. No ve la política como un juego de diversidades en el cual se forma una mayoría para fines específicos, sin la pretensión de absorber toda la vida política nacional bajo un solo mando centralizado.

Mi propio gobierno requirió formar mayorías. Pero había un objetivo político claro: necesitábamos de las tres quintas partes de la Cámara y del Senado para aprobar las reformas constitucionales necesarias para la modernización del país.

Ahora bien, los gobiernos que me sucedieron no reformaron nada ni necesitaron de tal mayoría para aprobar enmiendas constitucionales. Se dejaron llevar por la dinámica de los intereses partidarios. No solo del partido hegemónico en el gobierno, el PT, ni de los mayores, como el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, sino de cualquier agregación de 20, 30 o 40 parlamentarios, a veces menos, que para participar en la ”base de apoyo’’ se organizaban bajo una sigla y exigían participación en el gobierno: un ministerio de ser posible, si no, la dirección de una empresa estatal o una repartición pública importante.

De ahí que fueron precisos 39 ministerios para dar cabida a tantos seguidores. En el México del Partido Revolucionario Institucional se decía que fuera del presupuesto, no había salvación…

La raíz de ese sistema se encuentra en las reglas electorales que llevan a los partidos a presentar una lista enorme de candidatos en cada estado para que, en ellas, el elector escoja a su preferido, sin saber bien quiénes son ni qué significado partidista tienen. A eso se le suma la liberalidad de nuestra Constitución, que asegura una amplia libertad para formar partidos.

Por eso no se pueden obtener mejorías en esas reglas por medio de una legislación ordinaria. Algunas de esas mejorías fueron aprobadas por los parlamentarios. Por ejemplo, en cierto número de estados se requiere que los partidos alcancen un porcentaje mínimo de votos para estar autorizados a funcionar en el Congreso; también está la prohibición de coaliciones en las elecciones de representación proporcional, por medio de las cuales se eligen diputados de un partido coligado aprovechando los votos que le sobran a otro partido. Las dos reglas fueron rechazadas por anticonstitucionales por el Supremo Tribunal Federal.

Con el absurdo número de partidos (en su mayoría simples siglas sin programa, organización o militancia), en cada elección se forma un mosaico de retazos en el Congreso, en el que ni los partidos grandes tienen más que un pedazo pequeño de la representación total.

Hasta la segunda elección de Lula da Silva, los presidentes se elegían apoyándose en una coalición de partidos y luego tenían que ampliarla para tener la mayoría en el Congreso. De allá para acá, la coalición electoral pasó a asegurar la mayoría parlamentaria. Pero, por la vocación de hegemonía del PT, el sistema degeneró en lo que llamo ”presidencialismo de cooptación’’. Y acabó en lo que acabó: un festival de incoherencias políticas y de puertas abiertas a la complicidad ante la corrupción. 

Cambiar el sistema actual es una responsabilidad colectiva.

Repito lo que dije en otra oportunidad a todos los que han ejercido o ejercen la presidencia: ¿Por qué no asumimos nuestras responsabilidades, por más diversa que haya sido nuestra parcela individual en el proceso que nos llevó a tal situación, y nos proponemos hacer conjuntamente lo que nuestros partidos, por sus imposibilidades y sus intereses no quieren hacer: cambiar el sistema?

Sé que se trata de un grito un tanto ingenuo pedir grandeza. La visión de corto plazo reduce el horizonte al día de hoy y deja el mañana distante. Aun así, sin un poco de quijotismo, nada cambia.

Si de hecho queremos salir del lodazal que ahoga a la política, y conservar la democracia que tanto trabajo le costó al pueblo conquistar, ¿vamos a esperar que una crisis más grande destruya la creencia en todo y la mudanza se haga no por consenso democrático sino por la voluntad férrea de algún salvador de la patria?

Desmitificar el engaño oficial

Cuando me empeñé, durante los años 1990, en hacer algunas reformas y modernizar la estructura productiva de Brasil, tanto de las empresas privadas como de las estatales, no lo hice movido por caprichos o por subordinación ideológica. Se trataba, pura y simplemente, de adecuar la producción brasileña y el desempeño del gobierno a los nuevos tiempos (sin discutir si son buenos o malos, mejores o peores que las experiencias de tiempos pasados).

Eran, como lo son todavía, tiempos de globalización impulsados por las nuevas tecnologías de comunicación e información, como la Internet, y por los avances en los medios de transporte, como los buques portacontenedores, que permitieron maximizar los factores productivos a escala mundial. De ahí en adelante, la producción se repartió por todo el mundo, con independencia del país de origen del capital. Los mecanismos financieros, a su vez, englobaron todos los mercados, interconectados por las computadoras.

En las nuevas condiciones mundiales, o Brasil se integraba en los flujos productivos del mercado de manera competitiva y, en la medida de lo posible autónoma, o perecía en el aislamiento y la desventaja competitiva, por el atraso tecnológico y por la ineficiencia de la maquinaria pública.

Las privatizaciones fueron sólo una parte del proceso modernizador, tan importante como lo fue la transformación del sector productivo estatal. El objetivo era transformar las empresas estatales en compañías públicas, sometidas a reglas de administración, fuera del control de los intereses político-partidistas, capaces de competir en el mercado y de beneficiarse de su dinámica.

El alboroto de la oposición, con Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido de los Trabajadores (PT) a la cabeza, fue enorme. Acusaba al gobierno de seguir políticas ”neoliberales’’ y de haberse sometido al ”consenso de Washington’’. A cada licitación pública para la exploración de un campo de petróleo (especialmente de aquél donde se vino a descubrir petróleo en el manto pre-salino) llovían protestas y movilizaciones de ”organizaciones populares’’, así como acciones judiciales para paralizar las decisiones.

Con igual o mayor vigor, la oposición y los sectores de la sociedad que todavía no se daban cuenta de las transformaciones por las que estaba pasando la economía global, protestaban contra las concesiones de servicios públicos, como en el caso de la telefonía y llegaban a la desesperación cuando se trataba de privatizar una empresa como la Vale do Rio Doce, que era una de las compañías mineras más grandes del mundo, o las siderúrgicas (que, ¡ay!, fueron privatizadas en los gobiernos de los presidentes José Sarney, 1985-1990, e Itamar Franco, 1992-1995).

Se alegaba que las empresas se malbarataban y vendían a precios irrisorios. En realidad, en el caso de la telefonía, se vendieron 20 por ciento de sus acciones, que garantizaban su control, por 22 billones de reales, precio que superó en más de 60 por ciento el valor mínimo establecido. Además de eso, la privatización permitió un gran volumen de inversiones en los siguientes años, sin faltar el salto tecnológico y el aumento de producción que rindieron las privatizaciones al país. Por ejemplo, pasamos de 2 millones de teléfonos celulares en los años 1990 a 260 millones hoy en día.

Se decía que las privatizaciones reducirían el número de empleos, cuando en realidad hubo una expansión laboral extraordinaria. Que la compañía Vale estaba siendo entregada a cambio de nada, cuando fue difícil encontrar participantes en la licitación porque su valor, en esa época, parecía elevado. Y si hoy vale billones es porque hubo inversiones y acción empresarial competente (digamos de paso que, en impuestos, Vale paga hoy al gobierno mucho más de lo que pagaba en dividendos cuando era una estatal). La Empresa Brasileña de Aeronáutica, Embraer, de estar casi quebrada pasó a ser una de las mayores compañias del mundo: en cuarto lugar después de Bombardier, Airbus y Boeing.

Todo eso se suspendió a partir del gobierno del presidente Lula da Silva, en su afán de mantener el estigma de ”vendedor del patrimonio nacional’’ y neoliberal sobre el gobierno anterior. Nada de concesiones, privatizaciones o modernizaciones que olieran a globalización.

Cuando los vientos del mundo favorecieron la valorización de las mercancías agromineras, gracias a China, y hubo abundancia de dólares, la máquina económica echó a andar a todo vapor y creó la ilusión de que bastaba con expandir el crédito, bajar los intereses e incentivar el consumo para que el producto interno bruto creciera y se generalizara el bienestar.

La crisis financiera global de 2007 a 2009 le dio al gobierno de Lula da Silva la oportunidad, bien aprovechada, de hacer políticas anticíclicas con resultados positivos. Pero una vez terminados los efectos de la crisis, los gobiernos de Lula da Silva y de la presidenta Dilma Rousseff hicieron una lectura errónea. Estaba dada la licencia para enterrar el pasado reciente de los años 1990 y adherirse sin embozos al populismo económico: más Estado, más impuestos, menos intereses, más salarios, más consumo y al diablo con las concesiones y las modernizaciones, al diablo con el papel regulador del estado – a través de sus agencias – en relación con el mercado.

Pero no dio para más. El gobierno de Rousseff, presionado por las dificultades de hacer funcionar la maquinaria pública y por la sociedad que exigía servicios de mayor calidad, redescubrió las concesiones (ah, pero no son privatizaciones, dicen, como si se hubiera hecho otra cosa con las telefónicas …). Y las hizo pero mal hechas: poco dinero privado y mucho crédito público.

Ahora se da cuenta de los malos resultados producidos por la recuperación de las empresas estatales por los partidos, como se ve en la compañía de Petróleo Brasileño, S.A. (Petrobras) y en la Caja Económica Federal, así como en el uso abusivo del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social. E incluso hubo una pérdida millonaria de recursos, se crearon nuevos ”esqueletos’’ (deudas no reconocidas públicamente) y contabilidades creativas impuestas para esconder las transferencias de recursos no declaradas en el presupuesto.

¡Cómo debe estar arrepentida la presidenta Rousseff, en el caso de Petrobras, de no haberse desembarazado de la responsabilidad política legada por su antecesor, que permitió que los intereses privados y públicos penetraran a fondo en las empresas estatales!

A pesar de todo, el PT y el gobierno ya se están preparando para engañar al pueblo en la próxima campaña para las elecciones de octubre, presentándose como defensores del interés popular, como si éste fuera lo mismo que la estatización y la hegemonía partidista, y estigmatizando a sus adversarios como representantes de las élites y fiadores de los intereses extranjeros.

Le corresponde a la oposición desmitificar tanto engaño, echándose a la uña el trompo de los escándalos de Petrobras, rechazando el matiz ideológico de ”neoliberal’’ y reafirmando la urgencia de cambiar los criterios de administración de las empresas estatales.

Cambiar el rumbo de Brasil

Año nuevo, esperanzas de renovación. Pero ¿cómo? Sólo si cambiamos el rumbo, empezando por la visión del mundo que resurgirá de la crisis de 2007-2008. El gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), sin decirlo, le apostó todas sus fichas a la “declinación del Occidente”:

  • De la crisis surgiría una nueva situación de poder en la cual los países de BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el mundo árabe y lo que sería el antes llamado Tercer Mundo tendrían un papel destacado.
  • Europa, abatida, haría contrapunto a unos Estados Unidos menguantes.

No es eso lo que está sucediendo: los estadounidenses salieron adelante, después de cierta confusión para salvar su sistema financiero y ahogar al mundo en dólares, logrando además un fuerte arranque en la producción de energía barata. Y el mundo árabe, después de la primavera, sigue desgarrándose entre chiítas, sunnitas, militares, laicos, talibanes y lo que más haya. Rusia se convirtió en productora de materias primas.

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Una fase difícil en Brasil

No se necesita mucha imaginación ni entrar en pormenores para darse cuenta de que atravesamos una fase difícil en Brasil.

Empecemos en el plano internacional. Los acontecimientos abren espacios cada vez mayores para la afirmación de influencias regionales significativas. El mismo “embrollo” del Medio Oriente, del cual Estados Unidos sale cada vez con menos influencia en la región, aumenta la capacidad de actuación de las monarquías del Golfo, que tienen dinero y quieren preservar su régimen autoritario, así como Irán, que les hace contrapunto. La lucha entre wahabitas, chiítas y sunitas está detrás de casi todo. Y Turquía, por su parte, encuentra brechas para disputar hegemonías.

En ese sentido, Brasil no hace más que perder influencia en América del Sur. Nuestra diplomacia, paralizada por la innegable simpatía del ex presidente Lula da Silva y de la política del Partido de los Trabajadores (PT) por el “bolivarianismo“, zigzaguea y tropieza. Ya sea que cedamos a presiones ilegítimas (como la reciente de Bolivia, que no le daba salvoconducto a un asilado en nuestra embajada), ya sea que nosotros mismos ejerzamos presiones indebidas, como en el caso de la retirada de Paraguay del Mercosur y el ingreso de Venezuela. Al mismo tiempo, fingimos no ver que el “arco del Pacífico” es un contrapeso a la inercia brasileña. El saldo, pues, es una diplomacia y un gobierno sin voluntad clara de poder regional, funcionarios atolondrados y papeles ridículos por todas partes.

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