Cómo ser un pequeño saltamontes

Esto es más o menos lo que les digo a esos chicos de mis clases que contestan a la pregunta “¿Qué vas a ser cuando seas grande?” con “médico”, “arquitecto” o “neurocirujana”, con los auriculares puestos y la carpeta hecha un bollo, mientras piden a los gritos que alguien les preste una lapicera.

“Querido alumno: venir a la escuela no es sólo venir de vez en cuando a discutir conmigo si tuviste ganas de ponerte ojotas o andar con toda la panza afuera, desafiando las reglas del Consejo de Convivencia por millonésima vez. Venir a la escuela tiene que ver con hacer realidad tus sueños futuros. Dale, reite. Recién me contestaste que querías ser médico (o arquitecto, o neurocirujana, o lo que sea que hayan contestado). Bueno, vos venís a la escuela para prepararte para cumplir tu sueño”. Y al llegar ahí uso un discursito que durante décadas me resultó infalible.

“Supongamos que en lugar de médico, vos decís que querés ser luchador del UFC. Campeón. El mejor. Bueno, para lograr eso deberías entrenar mucho, ¿no es cierto? Deberías aprender varias artes marciales, primero. Supongamos que comenzás hoy, que esta es tu primera clase de, digamos, kung fu. ¿Podrías venir vestido como vos querés? No, por supuesto, hay reglas para eso. ¿Podrías estar con auriculares en tu cuello o en tus orejas? Tampoco. ¿Podrías estar tirado en el piso, con el celular, whatsappeando con tu novia o novio? Menos. ¿Podrías interrumpir a cada rato porque tenés ganas o echarte a dormir en el medio del salón? El profesor te diría que no estás participando de la clase o te llamaría la atención. Tu conducta significaría una pérdida de tiempo para todos, una molestia. Ni siquiera hace falta decir que no aprenderías absolutamente nada de kung fu. Continuar leyendo

Los adolescentes, entre el centeno y sin guardián

A veces me toca presenciar el cambio de conducta, pero lo que más me impresiona es el cambio en el rostro. Caritas que aplaudieron entusiastas el final de alguna lectura, que bajaron ojos emocionados al recibir elogios, se vuelven grises. La mirada pierde el aura que le da la inocencia, se vuelve turbia. Y el chico, luego de pasar más o menos años “portándose mal” dentro del aula, corta la conexión con la escuela, porque ahora siente vergüenza.

El abandono no es abrupto, pero tarde o temprano sucede. Lamentablemente, la escuela gimotea aliviada ante otro problema espantoso que fue incapaz de resolver.

¿Qué se hace dentro de un espacio cerrado con 20, 25, 30, 35 o más adolescentes que provienen de diversas realidades? Chicos que saben (o no saben) distintas “cosas escolares”, que se niegan a quitarse los auriculares y a abandonar sus celulares (“un ratito, es porque estoy explicando algo importante y quiero que entiendas, por favor”), chicos que se duermen cerrando los ojos más o menos, porque se quedaron toda la noche navegando en internet, buceando, buscando y buscando en el único campo que creen despejado y que en realidad está plagado de peligros y es el campo de centeno, pero sin guardián. Continuar leyendo

A la espera de mejoras

Se termina la gestión de Nora de Lucía en la provincia de Buenos Aires. Aquellos que seguimos dentro de las escuelas estaremos aguardando cambios drásticos que solucionen la larga lista de problemas que a lo largo de esta gestión que finaliza se han hecho públicos y notorios.

Ciento noventa días de clase. Salarios. Instituto de Obra Médico Asistencial (IOMA). Se preguntarán qué se necesita cambiar además de eso para que mejore la calidad de la educación que reciben nuestros chicos. Yo me lo pregunto todos los días.

En primer lugar, deberíamos ponernos de acuerdo como sociedad para enseñar en el seno de las familias que lo que sucede adentro de las escuelas es importante. Preparar a los papás para, desde el vamos, considerar a los docentes de sus hijos como colaboradores para realizar un trabajo en equipo. Si seguimos diciéndoles a los chicos que nacieron sabiéndolo todo y que nada de lo que les enseñen en el colegio sirve para nada, seguiremos estando mal. Porque estamos mal. Ya a esta altura, es “Chocolate por la noticia”.

En segundo lugar, deberíamos exigirles a los nuevos gobernantes que los edificios donde trabajaremos brindando educación formal durante 2016 estén en condiciones. No es cierto que cualquier espacio pueda ser un aula. No es cierto que se pueda explicar bien algo a los alumnos dentro de un comedor, en un pasillo, en un lugar inundado, agujereado o contaminado. Los resultados están a la vista. Continuar leyendo

Cuando suene el timbre

“Los alumnos decidirán si ingresan al aula cada vez que suene el timbre”. El titular, que pertenece al diario Elentrerios.com, podría ser un chiste. ¿El tiempo verbal es correcto? ¿Se trata de una publicación satírica? ¿De una ficción?

La nota detalla (y critica) una propuesta simple: Los alumnos podrán, además de contar con casi cuarenta inasistencias durante el año para utilizar a gusto y placer, decidir su asistencia a clases durante la jornada educativa. “Me gusta Matemáticas, voy”. “No me gusta, me quedo andá a saber dónde y bajo la responsabilidad de quién (haciendo vaya a saber qué cosa)”. Esta propuesta (y muchos otros proyectos y directivas acerca de lo que debe suceder dentro de una escuela) se basa en la inclusión entendida en su forma más aberrante: estar, de vez en cuando, algunas horas adentro de un edificio escolar.

La opinión acerca de si es placentero, divertido o fácil estudiar no parece haber cambiado con el tiempo. No es raro escuchar a los adultos decir: “Cuando era adolescente, estudiaba porque en mi casa, si me llevaba alguna materia, cobraba”. No se estudiaba por gusto, en general era por obligación. En otras épocas, llegar tarde, hacerse la rata, no aprender adrede eran la excepción y no la regla.

No olvido la educación en tiempos de dictadura militar. Por supuesto, no estoy añorando tiempos espantosos repletos de censura y de miedo. Escribo sobre inclusión y sobre cómo cambió la tarea de enseñar, palabra que ha adquirido un matiz negativo a causa de un pasado que no debemos olvidar ni repetir. Continuar leyendo

Las “violencias” y la escuela secundaria

Hace pocos días escuché en una reunión de padres una serie de propuestas de alumnos para “sanciones reparadoras” del Consejo de Convivencia y me quedé pensando en una que decía lo siguiente: “Si el alumno ha cometido una falta gravísima, deberá como castigo hacer caso a lo que le digan sus profesores”.

Creo que esa frase dice algo interesante sobre lo que estamos viviendo en las escuelas públicas bonaerenses y que puede relacionarse en cierto modo con lo que el módulo de trabajo destinado a la escuela secundaria Violencias y Escuelas, otra mirada sobre las infancias y las juventudes de UNICEF ha denominado como “las violencias” dentro de la escuela.

Basta con ingresar a un edificio escolar para notar el ruido. El “clima inapropiado” se ha desparramado y extendido, invadido todo, y gran parte de la jornada escolar se dedica a que los chicos ingresen al edificio, salgan al recreo, entren nuevamente a las aulas, tomen asiento, hagan silencio y realicen una serie de actividades que desde el afuera de la comunidad educativa la sociedad ni siquiera pensaría que pudieran generar polémicas.

Actualmente muchos alumnos deben ser persuadidos para que se comporten como alumnos. Los que trabajamos como profesores nos encontramos con una serie de obstáculos a veces dificilísimos de franquear para poder explicar algo dentro de un salón de clases y ser escuchados. Hay ruido. El famoso ruido que entorpece el circuito de comunicación y evita que esta se produzca. Un ruido que puede tomar la forma de risas, conversaciones, actividades que tienen que ver con el esparcimiento, el celular, Facebook, juegos, música, auriculares, ausencias, piñas, insultos, discusiones, llegadas tarde o, simplemente, echarse sobre un banco a dormir. Batallar contra el ruido como interferencia es interpretarlo como una de las “violencias”. Escuchar al profesor no puede ser interpretado como un “castigo”. Dialogando se entiende la gente. A eso se dedica el Consejo de Convivencia de la escuela.

A través del diálogo permanente, de la conversación, de la escucha atenta, el Consejo de Convivencia se yergue como un David atrevido y bienintencionado, gomera de almohadones de pluma en mano para prevenir, mediar, mitigar y solucionar. Bienintencionado porque funciona ad honorem, coordinado por docentes que no son psicólogos (ni psicopedagogos, ni asistentes sociales ni magos) que utilizan tiempo personal para combatir la discriminación, la violencia verbal y física, la venta y el uso de drogas, el alcoholismo, la desidia, el sufrimiento, el abandono y la soledad. Violencias variopintas, en diferentes grados y colores. Las horas libres, causadas por la dificultad de encontrar suplentes o por las enfermedades físicas o mentales que aquejan a los docentes; la falta de respeto absoluta (o casi) hacia los docentes y hacia cualquier adulto que pretenda entablar una relación asimétrica para comenzar a enseñar; el vocabulario inapropiado; los delitos; el mínimo (o casi mínimo) respeto hacia las normas básicas de convivencia que son las que hacen funcionar la institución escolar (y cualquier institución).

Escribir esto parece exagerado. No lo es. Ese conjunto de violencias que han ingresado a la escuela son las que hacen el batifondo que denomino ruido. El ruido es el que hace que el clima del aula sea inapropiado. Y el “clima del aula inapropiado” es el responsable (entre otros factores) de que algunos (¿cuántos?) alumnos no logren aprender y realicen su trayecto, año tras año, sin comprender consignas, sin comprender textos, sin poder realizar operaciones matemáticas simples, y muchos “sin”.

En mi opinión, absurdos como el que sostiene que escuchar a los profesores es un castigo o que a los docentes les disgusta el peinado o el uso de zapatillas por parte de los chicos (¿a quién se le ocurriría afirmar cosas así en un mundo razonable?) contribuyen a la existencia de “violencias. En la actualidad, los docentes  estamos en zapatillas y, la verdad, no tenemos ni medios ni tiempo disponible para ocuparnos de los peinados propios o ajenos. Dentro de la escuela nos encontramos con nuestros alumnos, no con “los adolescentes”, ni con “los otros”. Dentro de la escuela, docentes, autoridades, equipo de orientación, preceptores, auxiliares, padres y alumnos, somos “nosotros”.

Nuestros alumnos forman parte de la comunidad educativa a la que pertenecemos, y si no lo considerásemos así, probablemente no nos dedicaríamos a trabajar con ellos. Y esto, que suena exagerado también, no puede ser más cierto: entre las “violencias” está la de trabajar sin cobrar un sueldo durante meses y meses o recibiendo descuentos erróneos e inesperados; contar con una obra social que deja mucho que desear; estar dentro de edificios donde hace calor, frío o falta todo, hasta la seguridad.

Se preguntarán cuál es para mí la mayor de las violencias que se dan en la escuela. Es la imposibilidad de enseñar y aprender en forma plena. La ineptitud e ineficacia de los adultos para resolver el problema del “ruido que impide que los chicos aprendan y que todos trabajemos en condiciones dignas en muchos sentidos. La indiferencia de una sociedad que ha abandonado a sus adolescentes y les ha inculcado la falsa creencia de que el conocimiento no sirve, de que toda figura de autoridad, todo orden, todo método es algo despreciable. Que únicamente se puede considerar escuchar lo que dice un docente bajo la forma de castigo.

De nada sirve desgarrarse las vestiduras ante una juventud que no está capacitada para cumplir el horario de una jornada laboral o respetar las normas de una empresa. Ante una juventud que se anota en las universidades y los terciarios para continuar sus estudios superiores y fracasa en el intento. De nada sirve añorar las amonestaciones, la época donde los pibes cantaban el Himno Nacional Argentino durante los actos patrios y se dirigían a los adultos mayores con respeto. De nada sirve confundirse y creer que los docentes son adversarios y las calificaciones, algo ofensivo que se transformó en la medición de un simulacro. Se necesita abordar seriamente el estudio de “las violencias” que se viven en las escuelas y solucionarlas una por una para terminar con esta situación y formar una juventud que pueda hacer realidad sus sueños. Y para ello, además de “sanciones reparadoras” y docentes con buena voluntad, se necesitan políticas educativas realistas que sirvan para lograr una verdadera inclusión.

Basta de educación machista

Acto en el Jardín de Infantes. Las mamás, cámaras en mano, se deshacen en sonrisas y elogios. La seño de música hace sonar un triángulo, que reverbera en esa conjunción de lo viejo y lo nuevo que convive dentro de nuestras escuelas del siglo XXI. Silencio.

Ingresa un niño con la carita tiznada. El corcho quemado sobrevive victorioso, junto al sonido del triángulo. Una niñita acompaña al pretendido negro. Es la Negra Simona. En instantes, inevitablemente, recibirá una sonora cachetada. Continuar leyendo

Acerca de los “climas inapropiados”

Supongamos que fuimos invitados a un cumpleaños infantil, a realizarse en un saloncito. Nos pusimos bonitos, compramos un regalo acorde a la edad y sexo del homenajeado, asistimos a la hora indicada. Y nos encontramos con un panorama así:

Niños gritando y corriendo. Escribiendo sobre las mesas y paredes, destrozando los muebles, cortinajes y adornos. Desobedeciendo las consignas propuestas por la animadora de la fiestita, contratada por los papás. “Y ahora, vamos al pelotero”. “No queremos, no queremos”. “Y ahora, vamos a la mesa, que vienen los panchos”. Menos, quieren. Le revolean los panchos al pobre panchero, lo insultan, lo desprecian. Ensucian todo el lugar. Cuando aparece “el personaje elegido”: un Spiderman delgado y adolescente, se entretienen riéndose de él y pateándolo. Es el caos; el niño cumpleañero mete su cara dentro de una torta que debe haber salido una fortuna y feliz, al parecer, arroja pedazos embadurnando a los invitados.

Podemos suponer las reacciones de los adultos presentes, también, ya que estamos. Y agregar las que a nosotros nos hubieran parecido correctas, las que nosotros hubiéramos adoptado ante la situación que nos parece que generó … ”un clima inapropiado” para un cumpleaños.

Quizás la animadora, frustrada y humillada, continuará gritando, micrófono en mano, consignas al aire, hasta que la fiestita de pesadilla termine y pueda irse a su casa con los pesos que le pagarán al final dentro del bolsillo, cansada hasta la muerte. El personal del salón, impávido, contemplará la escena sin intervenir: los padres pagan y los daños están incluidos en el servicio. Son los habituales. El pobre Spiderman, que estudia Ingeniería y hace esto como changa, evalúa los nuevos moretones de sus piernas flacas y decide, como siempre, que será su última fiestita y que odia a los niños. Posiblemente, en la puerta, los padres del cumpleañero, embelesados, repartan las bolsitas con golosinas y souvenires y afirmen: “Por suerte, salió todo bien”, como unos enajenados.

Usted, lector, seguramente no vería nada normal en estas reacciones y hubiera procedido diferente si hubiera sido animador, dueño del saloncito o padre dentro de ese ficticio cumpleaños.  Porque si usted hubiera sido un invitado, la hubiera pasado tremendamente mal. Hubiera vivido, por lo menos, una situación incómoda. Posiblemente, se hubiera retirado del lugar con alguna excusa.  ¿Qué es lo que pensaría acerca de lo que sucedió allí? ¿Cómo juzgaría la conducta y las reacciones de los adultos ante lo que a todas luces es un comportamiento absolutamente inadecuado para una fiestita? Seguramente, usted tiene muy en claro cómo hubiera sido su proceder para que ese mismo cumpleaños se hubiera desarrollado en un ”clima apropiado” y no como un aquelarre.

Cuando los chicos rompen todo, desobedecen, andan a los gritos, pelean entre ellos, insultan y faltan el respeto a los adultos en su casa, en el seno de sus familias, cada padre, cada madre, cada responsable, reacciona de la manera que le parece correcta. Todos estamos de acuerdo con que eso está mal y hay que modificarlo por el bien de todos, para poder seguir viviendo sin perder la razón. Habrá quien piense que hay que buscar los motivos que llevaron a los chicos a comportarse de esa manera y solucionar el problema. Habrá quien vaya al psicólogo, quien se siente a conversar, quien se desagarre las vestiduras y no haga nada, quien vaya a su iglesia, quien grite, quien llore, quien pegue, quien llame a otros adultos, quien llame a la policía. Habrá quien se vaya, quien traslade la situación a otros para que la resuelvan. Habrá quien la agrave y se comporte del mismo modo que los chicos, o peor. Los humanos, somos tan variados como ocurrentes en nuestras reacciones.

Habrá quien le eche la culpa a los chicos. Y quien le eche la culpa a los adultos.

Habrá chusmeríos y rumores acerca de lo que sucede en “esa casa”. Al igual que, si nuestro ficticio cumpleaños hubiera existido, circularían chismes de todo tipo.

¿Qué sucedería si los mismos comportamientos inadecuados que describimos ocurrieran en una escuela, adentro de un aula? ¿A quiénes culparíamos si asistiéramos como espectadores invisibles a una ficticia clase en donde un docente imaginario fuera insultado y desobedecido constantemente, donde imperara el caos, el desorden, el destrozo y la violencia física y verbal? ¿Cuáles serían las reacciones que esperaríamos del docente ficticio ante eso que, evidentemente, está impidiendo que los chicos aprendan y que él pueda enseñar? También estaríamos ante un ”clima inapropiado”.

Al igual que en las situaciones anteriores: habrá quien le eche la culpa a los chicos por maleducados. A los padres de los chicos, que no los supieron educar.  Al docente, porque no tiene autoridad dentro de la clase. A la escuela, que no pone orden y ayuda al docente (o lo despide y pone otro que sepa qué hacer). Al siglo XXI. A los tiempos modernos. A internet. A los mensajes satánicos de la música escuchada al revés. A la comida chatarra, ya que estamos. Es muy fácil echar culpas.

Por suerte, todas las que describí son situaciones ficticias, que raramente ocurren. Si sucedieran con frecuencia, lo que me parecería correcto es que con urgencia hubiera equipos de especialistas trabajando en elaborar herramientas útiles para que padres y comunidades educativas resolvieran juntos los problemas climáticos.

Los del saloncito, que se embromen. Se puede volver a hacer cumpleaños en las casas, a la antigua, qué tanta vuelta con eso. Pero los papás y los docentes no tendrían que embromarse, esos no están haciendo ningún negocio. Están ocupándose de la educación de los futuros ciudadanos del país. De sus reacciones ante los problemas que impidan que se lleve adelante un aprendizaje pleno dependerá que exista un futuro pacífico construido por ciudadanos instruidos y solidarios. Así que, pensándolo bien… a pesar de que nuestras invenciones quizás, tal vez, remotamente, puedan suceder únicamente en casos excepcionales… no estaría de más que los equipos de especialistas abandonaran el plano de la ficción y comenzaran a trabajar en algo nuevo para ayudar a enfrentar estos  problemas con algo más que los acuerdos de convivencia que están en vigencia en las escuelas. Digo, por si estos no fueran suficientes en algún momento cercano… Mejor prevenir que lamentar, decían las abuelas. Y cuando desmejora el clima, mejor tener paraguas en la cartera.

Sí, fui a ver al Rubius, ¿y qué?

La jornada fue más que desmesurada. Hubo que hacer cola para entrar, cola para ir al baño, cola para comprar agua, café, algo (cualquier cosa, con el pasar de las horas) para comer. Me atrevería a asegurar que la mitad de los 30.000 asistentes al Club Media Fest, el sábado, eran papás. Y mamás. Puedo estimar el número porque pasé mucho tiempo esperando en las filas, conversando con ellos. Y para mí, ver semejante cantidad de padres acompañando pacientemente doce horas a sus hijos fue una experiencia tan interesante como reveladora.

Además de las colas, de la falta de lugar para sentarse, para apoyarse y para esperar, lo que había era una gran incertidumbre. Todos los padres presentes ahí teníamos muchas cosas en común. Antes de que llegara el gran día habíamos sido convencidos de la imprescindible, importantísima e ineludible necesidad de ir. Iba a ser un acontecimiento único. Nunca visto. Venían los youtubers ¡en persona! A Argentina. No importaron nuestras objeciones acerca de lo cara que era la entrada, acerca de que no podrían ir solos a causa de su corta edad (y que por eso, había que pagar más de una entrada), ni nuestra gran pregunta (la pregunta del millón): “¿Y de qué se trata el Media Fest?”  Eso, precisamente, nos seguíamos preguntando los papás adentro de La Rural, ya desembolsados los cientos (o miles, en muchos casos) de pesitos de la entrada y resignados a nuestro papel de “acompañantes de 13 a 23:30 hs”. “¿Qué es lo que vamos a ver? ¿Qué van a hacer los youtubers acá, afuera de youtube?”

Descubrir la respuesta nos llevó las doce horas, pero valió la pena el esfuerzo.

“Vine desde Rosario”, me contó una señora en la cola del baño. ”Pero insistió tanto en venir, que la trajimos”. ”A mi hija le compramos el VIP, pero es su regalo de 14 y de 15 años, anticipado”, le contestó la señora que estaba adelante. Hordas de adolescentes emocionados deambulaban por el predio buscando a sus ídolos y comprando lo que fuese que dijera “Rubius”: el Libro Troll, la taza, los anteojos, buzos, remeras. De vez en cuando, por un costadito cercano a las históricas gradas aparecía lejano un jovenzuelo delgado y con anteojos que saludaba. Había que verlo para creerlo. Ante nuestro asombro paternal, se apoderaba de nuestros hijos el mismo espíritu que animaba a las fans de Los Beatles y, entre alaridos infernales, miles de brazos felices agitaban celulares, tablets y tecnologías sofisticadas para fotografiar, filmar, registrar, al youtuber favorito. ”¿Quién es?” “¿Quién era?”, preguntábamos los papás estupefactos. No importaba, ellos sabían y lo habían visto.

La emoción fue in crescendo. La analogía con las fans de Los Beatles era evidente, pero con una diferencia fundamental: las chicas que lloraban entre espasmos, en el festival, inmediatamente eran abrazadas por… sus papás. O sus mamás. Con el pasar de las horas, los mayores “acompañantes” fuimos comprendiendo de qué se trataba el evento: la cosa estaba en verlos. No importaba qué hicieran… estaban ahí. En el mismo lugar, sin internet ni pantallas en el medio. Eran sus ídolos, sus amigos, sus compañeros de horas y horas de videos de youtube; conocían cada sonrisa, cada gesto, cada entonación de sus voces. Y eso nos permitía ver, hasta a nosotros, los “acompañantes”, que los youtubers estaban tan emocionados como nuestros hijos. El Club Media Fest los había puesto delante de sus espectadores, y ahí estaban, como estrellas de rock sin rock, cara a cara. Sólo se trataba de eso. Con el estar ahí, bastaba.

Pasadas las 22: 30, finalmente salió a escena el Rubius. Pude ver, desde lejos (por mi calidad de acompañante), pero en pantalla gigante, la emoción inmensa del muchacho ante su público. Hacía frío y los papás nos preguntábamos cómo íbamos a encontrarnos con nuestros hijos cuando salieran en masa, ante el inminente final. Con las caras cansadas preparábamos camperitas y mandábamos mensajes desde nuestros celulares a quienes nos esperaban en la puerta. ”La pasaron tan bien”, era el comentario. ”Mi nene consiguió el autógrafo”, ”Mi hija abrazó a su ídolo en el meet and greet que se había ganado con una foto, en un vivo”, ”Feliz, feliz”, se escuchaba. La cosa había sido meramente verlos. Y gracias a estar ahí, pude ver reconfortada a una generación variada de papás y mamás que acompañan a sus hijos a pesar de pertenecer a una etapa diferente, sin cuestionar algo nuevo que excede sus experiencias personales, por el solo hecho de saber que es algo importante para ellos.

Nada de críticas ni de incomprensión. Nada de drogas, nada de alcohol. Nada de soledad ni de intolerancia. Chicos que pertenecen a la generación digital, que tienen una vida virtual, ídolos y papás reales que les brindan afecto. Terminó. Salieron. Los brazos de sus padres, las camperitas, la compu para bajar las mil fotos tomadas durante la jornada los esperaban. Yo, por mi parte, le puedo contar a mis alumnos que vi al Rubius. Pero lo más importante que vi fue una generación de adolescentes que, lejos de lo que se pueda pensar, están acompañados por sus amorosos (y pacientes) padres.

La dicha del aprendizaje

Empezaron las clases.

A pesar de las frases burlonas que repicaron infaltables, de fondo (“¿Cuándo llegan las vacaciones de invierno?”, “¡Se terminó la buena vida!”, “¡Volvemos al infierno!”), un montón de chicos, chicas, adolescentes y  adultos, felices y emocionados, se reunieron en muchos patios para saludar a nuestra bandera, para cantar el Himno Nacional, para volver a “la normalidad”.

Contra los que despotrican pidiendo que desaparezca la escuela porque representa “lo viejo”, “lo obsoleto” y “lo inservible”, la sociedad entera respira aliviada cada mes de marzo ante la existencia de la Escuela como Institución. Descalificada y vetusta, abre sus puertas año tras año (más o menos temprano, ciertamente, porque pelea contra la descalificación y la vetustez, que no le son innatas) y la oleada de personas es como la sangre en sus venas, la que le da vida y la nutre para poder existir.

Se acercan los papás y dejan a sus hijos en un lugar que consideran seguro, en manos de adultos responsables que van a educar, cuidar y contener a los chicos mientras aprenden “cosas”.

Se acercan los chicos solos y se reencuentran con sus pares. Interrumpen su monólogo y se insertan en la rutina de cumplir con el horario, asistir a clases, organizar carpetas, leer, escribir, hacer cuentas, resolver problemas, fabricar o escuchar bromas, inventar, tomar mate cocido con galletitas, realizar actividades, disfrutar de recreos y una larga lista de acciones, expresadas en el simple ”cosas que los chicos aprenden en la escuela”.

Según el diccionario de la RAE un alumno/na es un discípulo respecto de su maestro, de la materia que está aprendiendo o de la escuela, colegio o universidad donde estudia. Si en algo estamos todos de acuerdo, opinemos blanco, gris o negro, es en lo siguiente: crecer siendo alumno es lo correcto. 

Porque no se nace sabiendo. En cierto sentido somos alumnos toda la vida, porque jamás dejamos de aprender “cosas”.  Y la mayoría, aprendemos a ser alumnos en la Escuela. Buenos alumnos algunos; otros, no tan buenos. 

Con aulas o sin ellas, con mesas o sin ellas, con contenidos estructurados en bloques, unidades o módulos. Con correcciones en rojo, en verde, en lápiz u orales…  Con amonestaciones o sanciones reparadoras, con cantidades altas o mínimas de matemáticas, de lectura o de taller. Con docentes viejos o jóvenes, conservadores o “modernos” en extremo, la escuela atraviesa el tiempo y los obstáculos, se adapta, cambia, resiste y se rebela, patalea y se queja, pero sigue ahí.

En la escuela, los chicos aprenden a socializar con sus pares. Interactúan con un conjunto de adultos de una manera formal (más o menos, según la escuela que sea). Aprenden a ser sanos y solidarios.

En estos tiempos de sopas ideológicas, de eufemismos y mensajes contradictorios hasta el ridículo, quizás la Escuela sea una de las únicas Instituciones que permanece como un lugar en donde las reglas son claras. Prácticamente todos hemos sido sus alumnos en algún momento de nuestra vida: la escuela es algo que conocemos bien. Tal vez sea ése el origen de uno de los errores que a veces comentemos como sociedad: damos por sentado que una vez que un chico atraviesa el umbral del edificio escolar, ya es alumno y se comporta como tal. Precisamente, es la primera y fundamental “cosa” que se debe enseñar.

Enseñar a los niños y jóvenes a ser alumnos es integrarlos, es dotarlos de la capacidad de ser aprendices, de interesarse por el legado cultural que la Humanidad ha construido a lo largo del tiempo. Es enseñar a reflexionar, a ser una persona crítica y capaz de poseer pensamiento propio. A la escuela se va a aprender “cosas”, pero no todos aprenden “cosas” en la escuela. Hay que comportarse de determinada manera ante la enseñanza para poder aprender; para ser “buen alumno” o “mal alumno”, primero hay que comportarse como alumno y ser miembro activo de una comunidad educativa.

Entre risas, un jovencito contestó a mi pregunta de diagnóstico: “¿Qué te gustaría aprender durante este nuevo año?“: “No sé“. Otro dijo: “Nada, como siempre, nooo, chiste, chiste“. Otro, dijo: Yo soy revolucionario y transgresor, así que este año quiero aprender muchísimo, todo lo que pueda“.

Interesante percepción de lo que significa ser alumno en 2015, y de los buenos. ¿No les parece?

¡Avisen a los docentes que se viene marzo!

Carta escrita por la ficticia señora Doña Rosa:

Está finalizando febrero, no puede hacerse nada para evitarlo. No te das cuenta por el clima, eso no, porque desde que empezaron las cosas del calentamiento global y las demás macanas que la humanidad se viene mandando, un día hace un frío de morirse, otro diluvia y otro estás sudando. Hay que gastar un dineral en boutiques y salones de belleza actualmente, hasta dónde iremos a llegar. Es un dilema para todas saber qué ponerse sin dejar de estar a la moda, toda una fatalidad.

La mejor manera de saber la fecha es leyendo noticias sobre los docentes en los diarios: todo el mundo sabe que en marzo empiezan las clases y que esos desgraciados siempre, pero siempre, siempre, siempre, andan por ahí pataleando para evitarlo. ¿Hasta tenemos que avisarles que no se puede detener el paso del tiempo? ¡Son unos soñadores, unos románticos, obvio! Siempre pensé que para elegir una carrera como la docencia, hay que ser fantasioso y estar un poquito tocado… ¡Pero los febreros no pueden ser eternos! ¡Confórmense con los feriados de carnaval, que son bastantes, y paren un poquito con la cantinela que ya nos la sabemos de memoria! Continuar leyendo